(decimocuarta página)
En panorámica
Pero no se rendía. El correveidile de Valentín volvió a la carga insistiendo en denunciar al capataz. Ahora con una nómina. ¿La madre de todas las patrias? ¿Por qué no lo hablaba directamente con él? El capataz se ocupaba del papeleo de cualquier documentación de la cuadrilla. Qué le íbamos hacer. ¿Dónde manda capitán no manda marinero? Que nos había dicho, en nuestro grupo, con una nómina suya en las manos, lo poco que le descontaban de sueldo con las veces que faltaba a trabajar, insistía Valentín. ¿Qué lo puso en boca de nosotros? Vaya, las que se me escapaban a mí, digo a Valentín. Algo que ni sabía ni tenía interés. Por lo visto desconocía que el capataz no hablaba de las cosas de los hombres conmigo delante, que solo berreaba, una lástima. Si fuera así debería estar contento, ¿o no? Que lo pusiera en conocimiento de la subcontrata si era de su gusto, ¿qué podía hacer yo? Que eso no se hace y menos un responsable, fue mi respuesta. Ah, claro, que su amigo Tuco se lo desaconsejó, ¿y?
La negación de Valentín en trabajar, bajo su interés, pasó por creerse, entre los bulos a los que se prestaba el uniforme, que las faltas de asistencia las regalaban. Que recibiría el sueldo íntegro acudiera o no a trabajar. Hasta que con orquesta incluida le cantó la nómina. Ya no se lo tomó tan en broma, no. Las faltas de asistencia las reguló, vaya si las reguló. Justificándose con que no tenía por qué estar allí, según sus palabras. ¿A qué esperaba? Yo, desde luego, hubiera salido a escape. ¿No era dueño de sí? A qué tantos partos sin dolor. Había que estar atenta a los tormentos y templanzas de los demás. ¿Qué iba a escuchar a Valentín? En cualquier caso oír. Si cuando él iba yo estaba de recogida. Qué importancia tenía quién acudía y quién no a trabajar. Al margen de las obligaciones, había que hacerse la distraída con lo que me echaran los compañeros y con lo que no también. ¡Qué aguante! Para al final, sin quedarle otra recurrió en denunciar al capataz con el encargado. La biblia. ¿Qué lo denunciara con el encargado? Con él de testigo, por supuesto. Qué solucionaba yo con eso, ¿qué me cambiaran de cuadrilla? ¿Lo que querían ellos? Como para soportar al licenciado. ¡A cuál más pecado! ¿Incluidos los capitales? Lo que no hacían mis compañeros de grupo, desde luego. ¿No tenía algo mejor que hacer? Como que yo estaba allí para cuidar niños. Que para niña ya me tenía yo. ¿No lo sabía él? Qué facilidad de hacerse al paño. Ya ni se acordaba cuando me pedía cigarrillos. Al principio, allí en aquel punto de encuentro, porque estaba dejando de fumar, me decía Valentín. ¿Dejando de fumar? ¡Porque se los fumaba Tuco! Por eso cada tarde venía sin tabaco, el muy tonto. ¿Y ahora? Los dejaba sí, por fuera de la expendedora. No subía al camión sin cigarrillos, de rigurosa necesidad, ya que Tuco no podía estar sin fumar. ¿A quién se la iba a dar? ¿Necesitaba de alguien que no fuera de él? ¿Por qué no se lo hacía mirar?
Benjamín y yo éramos los comodines del capataz. El resto de los compañeros eran intercambiables. Quienes en sus bajas, remplazábamos a la gente del segundo grupo. El segundo grupo era intocable. Cada uno tenía su lugar asignado, que aunque duran lo que duran lo hacen fijo, ¿los de toda la vida? O para toda la vida, a cuál más impostura. Como para perderme. ¿No trabajaba con ellos también? Sus ausencias y bajas eran continúas. Siendo como eran; entes con almas, cada uno acarreaba con el puesto que se asignaba así mismo. Sedentarios. Vamos, como que Tuco levantaba un solo dedo para pedirme cigarrillos, los que al igual que yo acabaron por darle dolor de cabeza. Y gracias.
¡Qué lujo! ¿De cuándo a dónde? En carreteras, por falta de transportes hacían dos viajes para el traslado del personal; tardes que fueron un suplicio y mi voz la ofensa. ¿Y ahora trabajaba con dos unidades de transporte un solo grupo? ¿Por qué la llegada de la camioneta? Por qué los hombres se habían enzarzado en una gresca. Absurdo e irrisorio. Para extrañarse oír lo contrario. Gracias que no estuve presente, dado que los pleitos me asquean. Tarde en la que substituía a Reina en el segundo grupo y aunque tardé días en enterarme, se inició en la carrocería del camión; con Ángel y su caja. ¿En sus veinticinco años de experiencia? Vaya con la caja…, de alucine. Claro que, sin comerlo ni beberlo, a la única que le afectó la guerra de los hombres fue a mí. No podía ser menos. ¿Por mujer?
Jarana que promovieron el combinado de Ángel y Cándido. En lo habitual. Sin embargo el capataz solo se enfrentó a Cándido, en tanto Ángel se ocultó detrás de su protector. A salvo. En la libertad que le concedió. Era más de lo mismo, las bestialidades propias de sus caprichos. Discusión que prolongaron dentro del camión entre el capataz y Cándido. En el cual, siendo competencia de Próspero, se vio en la obligación de intervenir. A quien el capataz, hasta donde podía, procuraba mantener a distancia. Oportunidad que aprovechó Cándido de no cejar ante las amenazas del capataz. Según decían; señalándole que era el único que debía callar por las libertades que se tomaba; aparte de ser el menos indicado para darle órdenes de lo que debía decir o hacer, por su proceder con la cuadrilla. Entre otras cosillas y lindezas. Manera en que evitó que el malababa del capataz diera parte de él, de la desobediencia con la que lo amenazó.
Y todo para acabar yo pegada al capataz. No fue una ni dos ni tres veces en las que pensé en el uniforme de presidiaria. ¿Lo que me pasó la factura? Cayó por su peso ―¿No crees?―. Sin negar que sus abanderados colores también se prestaban a ello. Estos últimos, en sus pasiones, guerra a la que se daban los hombres. ¡Muy hombres! ¿Se esperaba algo de sus conflictos? En los que la mujer no deja de ser un mero paisaje. ¿Cómo iban a tener un mínimo de sensibilidad para enfrentarse a la violencia soterrada? ¿El sistema no lo fundamentaron ellos? ¡Para qué más! Me aburría, en verdad, hasta los asuntos de violencia los utilizan para disputas, no para sanearlos, ¿la lógica del pensamiento? Es lo habitual, lo cotidiano del día a día. ¡En todos sus órdenes! En cualquier sentido y en toda regla, ¿violentar no es violar? Simple. En el hecho de vida, con la que se nace y nos hacemos, y no con el sentimentalismo propio de las moralinas, ¿para nuestras rencillas?
Incluso en aquel hueco, el malababa del capataz se empeñó en que me sentara en la parte delantera de la camioneta. Sin otra que hacer el esfuerzo de ocupar el asiento. Que por muy chata y ancha que la viera, al subir él, ya no supe si tenía los pies en la cabeza o la cabeza me quedaba por los pies. Aparte de quedar encajada entre Próspero y el capataz. Tarde que no capté el silencio que se vivía dentro de ella. En la que con Próspero solo llegó Sócrates de copiloto. Más tarde escuché que Cándido se había ido en una segunda unidad, en uno de los camiones con los que trabajamos en el solar. En respuesta a que el capataz había preguntado por él. Dando a valer la importancia de firmar en el parte de asistencia antes de iniciar el trabajo. Cambio que por lo visto descolocó también al capataz por ser obra de Próspero, quien sí había dado parte de los hechos. ¿Pensaron que el capataz se conformaría? No tardó en poner impedimentos.
La ira del capataz pasó por que Cándido debía llegar al punto de encuentro como había hecho hasta ese momento. A primera hora de la jornada, al igual que el resto de la cuadrilla y firmar en el control de asistencia. No ir directamente con el camión adonde nos llegaríamos más tarde el resto del personal para hacer la labor de recogidas. El capataz no estaba dispuesto a volver a la carpeta del personal solo para que Cándido garabatera su firma. Era mucho pedir. Recado que no tardó en dar dentro de la camioneta, haciéndonos partícipes al grupo y, en particular, a Próspero. La guerra que mantenía el capataz apuntaba en varias direcciones. Sin hacer mella en ellos, la tarde siguiente pensando que con el capataz no le pondría impedimento alguno, tomó el relevo Sócrates. Lo hicieron a la inversa; Próspero recogía a Cándido en la camioneta y, desde la cochera, Sócrates se iba con el chófer Facundo en el camión. Ni con esas. El capataz tampoco estuvo por la labor de atender el intercambio. No tardó en dar su disconformidad, hacer ver a Sócrates que el deber de ambos era de estar en el punto de encuentro, como el resto de la cuadrilla. De no hacerse responsable si tuvieran algún percance por el camino. Que el parte de asistencia tenía que estar firmado por todos los peones antes de empezar la jornada laboral. Insistiendo en la obligación de estar a primera hora en el punto de encuentro; que el medio que utilizaran no era su problema, como si cogían el transporte público, al igual que el resto del personal.
Los hombres estaban en guerra. Al igual que antes, de razón pensar que una mujer estaba de más. ¿Fue lo que capté con la encerrona de Sócrates? La misma de todos los hombres; calladita estás más guapa ―¿a que sí?―. Obligada a medir las palabras a tener cuidado con lo que dijera. ¿Por lo sensible del asunto o por la flora?, me pregunté, pues recién despertábamos a la primavera. Mientras, en la creencia de ser mi carcelero, por muy difícil que me lo ponía el capataz no me achicaba, porque siempre hay quien no se deja cortar las alas.
…
Olvidé la lección a la vuelta de un coma profundo
Nunca pude cantar de un tirón
La canción de las babas del mar, del relámpago en pena
De las lágrimas para llorar cuando valga la pena
De la página encinta en el vientre de un Bloc Trotamundos
De la gota de tinta en el himno de los iracundos
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