I: SOUL ANDROID.
Me llevé a casa a Sandro después del trabajo. Viendo cómo había terminado la pobre tras
la última sesión de pruebas, y sobre todo sabiendo que ya estaba sentenciada a muerte sin
remedio, creo que llevármela no podría considerarse robo. Por suerte o por desgracia, ya no
iban a hacer nada más con ella después de haberla catalogado de tarada… o más bien de
fracaso en toda regla, imposible de reparar en sus conexiones sutiles. Qué lástima.
Debido a mi nulo conocimiento en leyes, aún no sé si “robo” y “apropiación indebida” es lo
mismo, o si existe una delgada línea susceptible de diluirse separando los términos. Así
que, por si acaso, esperé hasta asegurarme de que no quedaba ni un alma viva en el
edificio —o por lo menos despierta—, para salir. Porque la verdad es que Sandro abultaba
bastante y, bueno, aunque soy un gran aficionado a los rompecabezas de todo tipo, desde
luego no estaba dispuesto a desmontarla y llevármela por piezas.
Miralles fue el último empleado en marcharse, el muy asqueroso. Siempre se quedaba
hasta tarde para ganar puntos y satisfacer quién sabía qué tipo de megalómana fantasía. Yo
ya había terminado mi tarea hacía eones, pero claro, fingí que bailoteaba con la mopa y
luchaba contra manchas de mierda invisible en el suelo hasta que se fue.
“Trabajas demasiado, Any”, me dijo en la puerta, frente al lector de tarjetas, con una sonrisa
hipócrita esculpida en su jodida cara de alabastro. Se pone cremas de nanotecnia el
hijoputa para parecer eternamente joven; alguien debería decirle que parece un cadáver
parlante, o el novio camello de la barbie al cual una sobredosis letal de bótox le hubiera
llegado al cerebro. Me tragué un buen chorro de bilis y correspondí con otra sonrisa,
apretando los dientes. “No te atrevas a llamarme como lo hace la poca gente que me
quiere”, mascullé hacia dentro, en total silencio, porque, mierda, el imbécil este siempre ha
tenido esta manía: me llama Any en plan paternalista cuando ni me conoce, cuando sé
perfectamente que lo único que quiere es, de una manera extraña y retorcida, subrayar que
está por encima de mí en la escala jerárquica de la compañía. “Any, yo soy mecánico y tú
no”. “Any”, así suena mi nombre, exactamente como todo eso que no dice, cuando lo
pronuncia con ese tonito musical, engolado y condescendiente. Hay gente en la empresa
que me ha llamado cosas muy chungas, no te digo que no, pero fíjate que ni me afecta, y sin
embargo no puedo con el gilipollas este canturreando mi nombre.
“La verdad es que has dejado todo como los chorros del oro. Te darán un premio por tu
dedicación”, había añadido el desgraciado, antes de pasar su ADN mugriento por el lector y
desaparecer por fin.
Una vez le vi por la ventana abandonar las instalaciones, saliendo con su cochino Farade Innove a
través de la verja principal, lancé la mopa a un lado y corrí por el pasillo hasta la sala de
espera del mueredero. Ahí estaba Sandro, con sus preciosos ojos abiertos sin vida,
apoyada contra la pared de cemento desnudo junto a unos frascos de lo que parecía el
antiguo formol.
El cabello gris plata reaccionó con un leve movimiento ondulatorio cuando lo acaricié.
Bueno, aproximadamente en el ochenta por ciento de su composición era orgánico… e
inteligente, de modo que estaba vivo, como casi todo en el prototipo lo estaba.
—Dios, ¿cómo es posible que a alguien se le ocurra desahuciar algo tan perfecto…?—murmuré. Si su cabello reaccionaba, quién me decía que Sandro no podría oírme. Soy un
tonto con fe, ¿verdad?—. Seguro que tú no quieres morir.
Ahora lo pienso y creo que fue muy arrojado de mi parte decirle aquello último. Porque
quién era yo, cómo sabía yo si Sandro quería vivir o morir. De hecho, desconocía si ella
estaría capacitada para responder a esa pregunta una vez yo consiguiera despertarla. Pero
en fin, ni pensé, porque supongo que me urgía salir de las instalaciones de Metalas cuanto
antes con ella, a pesar de haber constatado rigurosamente que nadie me vería, y a pesar de
haber engañado al circuito inteligente de cámaras —una mierda inteligente, hasta un niño
podría trastear ahí sin dejar huella alguna—, antes de que Miralles saliera.
Metí al prototipo en un sudario aislante de su tamaño (aproximadamente metro sesenta y
cinco de estatura y cincuenta kilos de peso), cerré el sudario en la máquina de vacío, y me
dispuse a arrastrar el peso muerto hasta el sótano. A diferencia de los mecánicos, de los
investigadores y de los jefes de departamento, los empleados de la limpieza tenemos
nuestros vehículos aparcados en el garaje del edificio y no bajo la ostentación de las bóvedas exteriores.
No sabes la pena que sentí al meter a Sandro en la parte trasera de la furgoneta. En verdad
parecía que llevaba a un ser querido muerto dentro de aquel sudario, y eso, más allá de resultar
perturbador, sentía que me arrugaba el alma y la disolvía como papel bajo la lluvia. Incluso sabiendo a ciencia cierta que no había sido precisamente yo quien la dejó morir.
“Está viva”, me dije, viéndome en la necesidad plena de autoconvencerme. Y le seguí
hablando cuando me senté al volante:
—No te preocupes, pronto estarás bien. No te dolerá nada, te lo prometo.
No le mentía en esto, y de eso estaba seguro. Era verdad que no iba a dolerle nada de lo
que yo le hiciera porque, contra lo que se dice de mí, no iba a ser tan salvaje de toquetearla
a pelo con los sensores álgicos abiertos en conexión. Eso sí, que volviese a la vida o no, ya
no estaba del todo en mis manos… Entiéndeme, soy bueno, muy bueno (aunque sea
socialmente inaceptable que yo mismo lo diga), pero tengo mis límites. A lo mejor en los
laboratorios de pruebas le habían hecho un daño irreparable a Sandro en su CAP o en el
CEE, y todo lo más que obtendría yo al empalmar conexiones sería un cachivache, un
androide muerto. Un cadáver mecánico viviente. El hecho es que no tenía ni idea de lo que
al abrirla me iba a encontrar, pero eso no iba a frenarme.
II- BOB
Las instalaciones de Metalas, cuyo suelo yo limpiaba con mi propio sudor durante siete
horas de turno cada día laborable de la semana, estaban situadas a las afueras de la
ciudad. Normalmente, me tomaba una hora y quince minutos volver a casa a velocidad
normal en la furgoneta, una Aerolanda Cuatro de segunda mano que conseguí hace tres
años. Por supuesto que le habría pisado a fondo aquella noche para llegar antes, pero no
me arriesgué a ello, porque esos drones hijoputas de la policía siempre están por todas
partes revoloteando como moscas cojoneras. Y solo me faltaba que me trincasen con un
prototipo robado (o apropiado indebidamente) en la parte trasera de la furgo. Así que,
cuando por fin estacioné contra la acera sucia frente a mi colmena, la mezcla de frustración
y agresividad reprimida por no haber podido correr me chorreaba por las orejas como si
fuera sangre.
Sé que la energía de crisis es poderosísima. Me planteé usar toda esa energía crítica que
llevaba encima para sacar fuerza física de donde no la tenía, tomar a Sandro en brazos y
subir con ella por la escalerilla exterior. Pero no lo hice. Primero, porque no soy un maestro
alquimista de la transmutación emocional (ya me gustaría). Y, segundo y fundamental, por
temor a que me viera algún tarado con el que pudiera cruzarme por el camino. Ya sabes, el
clásico vecino petardo con la brillante idea de bajar la basura a las tantas, o el
niñato de turno viniendo de fiesta hasta las cejas de somnax. Aunque huelga decir que mi
colmena no era del tipo que daría cobijo a ningún niño de papá forrado hasta los dientes,
pero en fin, quién podía saber.
Decidí dejar a Sandro en la furgo y subir para pedirle ayuda a Bob, sabiendo de antemano
que él no iba a ayudarme. O no al menos como yo necesitaría.
Mientras ascendía por la escalerilla exterior de la colmena, para mi desgracia empezó a
llover torrencialmente. Perfecto. Sin duda lo que menos necesitaba en aquellas circunstancias
era un chaparrón corrosivo, pero qué hacerle. Así es la vida.
—¡Bob! —le llamé nada más entrar por la puerta, temiéndome lo peor. Seguro el cabrón se
había meado por toda la casa porque yo me había retrasado y no había podido darle el
paseo nocturno a su hora. Joder, qué ganas de abrirle la puerta y patearle el culo para que
saliera él solo… aunque a quién quería engañar pensando aquello, si en el fondo me partía
el corazón.
Sorprendentemente, no había ningún charco de orina en el pasillo y la casa no olía a
mierda.
A los pocos segundos de haberle llamado, mi amigo Bob se acercó en tromba por el pasillo
para darme la bienvenida, a cuatro patas como siempre. Se quedó parado ante mí,
mirándome con su gesto plano, meneando de lado a lado aquel rabo putrefacto y
despeluchado que tenía (y vaya, aún lo tiene).
—Oye, chico. ¿Cómo has estado? Tengo algo importante que contart-…
Oh, por Dios. Observé que había salpicaduras de color rosa en el pelaje de su máscara de
furro.
—¡Bob, joder! No me digas que has vuelto a teñirle el pelo a Mamá…
Un maullido irritado se escuchó inmediatamente desde la lejanía del dormitorio, como
pidiendo auxilio.
—¡Mamá! —Salí escopetado hacia allí, y en menos de medio minuto confirmé mis
sospechas. La pobre gata seguro se había defendido con uñas y dientes, pero aun así no
había podido librarse de la tintura rosa que cubría a parches su precioso manto atigrado.
—Maldita sea, Bob. Te voy a matar… —Tomé en mis brazos al pobre bicho, notando que
aún tenía el corazoncito acelerado, aunque comenzó a ronronear en cuanto deposité
algunos besos sobre su esponjada cabeza—. Ya está, Mamá, bonita. Mi tartita de soufflé, ya
estoy aquí…
Sí, sí. ¿Quién puede ser tan gilipollas como para llamar a su gata “Mamá”, y qué tipo de
asuntos turbios sin resolver tendría en su familia? La respuesta a la primera pregunta es:
yo.
Escuché un gañido a mi espalda, y me giré iracundo hacia Bob, quien me miraba desde la
puerta del dormitorio con un meneo flojito de rabo.
—¡Eres de lo peor! —le abronqué—. Te he dicho miles de veces que no hagas esto. —En
aquel momento, como en muchos otros, tuve serias dudas sobre si Bob hacía esas mierdas
como teñirle el pelo a la gata por hijoputismo, por compulsión o por puro retraso mental. Te
lo juro que a ratos le odio—. ¿Por qué lo haces? ¿Tanto te cuesta dejarla en paz? ¡Es un
ser indefenso! ¡Al menos deja por una vez de gañir y dime que lo sientes!
Bob agachó la cabeza y murmuró un apocado “lo siento” bajo la máscara peluda. Lo cierto
era que hablaba muy poco, y le gustaba que quien fuera que le oyera festejase cada vez
que vocalizaba, tipo: “¡Ay, dios! ¡Un perro que habla!”
—No te oigo, gilipollas.
Mamá profirió un prolongado gimoteo acusatorio contra mi camiseta, con la cara regordeta
aplastada en mi pecho. “Ha sido él, Any, ha sido él. No dejes que me toque nunca más”,
parecía decir. Luego despegó la cara para lanzarle a Bob una mirada furibunda desde el
lugar calentito entre mis brazos.
—Lo siento. Lo siento, Anael.
—Mira cómo llora, pobrecita —murmuré, volviendo a besarla. La había dejado hecha un
cristo.
—Es que me estaba meando…
—¿Qué? Eso no tiene ningún sentido, Bob, no me jodas. ¿Teñir a la gata de rosa porque te
estás meando?
—No llegabas y…
Demasiado estaba hablando el perro humano. Seguro que porque veía que yo no traía el
cuerpo para bromas, y siempre era mejor ser un perro humano que un humano a secas
respondiendo de forma normal.
—Ya. —Desistí de que la conversación tuviera algún sentido, y dejé a Mamá sobre la
cama—. Pues te aviso, olvídate del paseo. Está lloviendo ácido ahora mismo en la calle, no
vamos a salir.
Es extraño, pero yo había aprendido a adivinar los gestos humanos de Bob bajo la máscara
furra. En aquel momento, apostaba el cuello a que sus ojos de humano se habían hecho
más grandes, alcanzando casi el doble de su tamaño, y sus cejas se arqueaban. Casi ni
podía recordar qué aspecto tenía su cara de persona, pero sus gestos sí estaba
aprendiendo a sentirlos.
—Pero… ¿ni al patio de la colmena?
—Ni al patio de la colmena. Usa el váter por una vez, te lo pido por favor.
No, no estaba como para ponerme a fregar las paredes con estropajo para limpiar sus
meados. No le iba a pasar nada por sentarse en el puto váter, ¿no?, o usarlo como quiera
que fuese. No sería menos perro por eso.
Conocí a Bob hace más o menos un año, la noche del día en que me desahuciaron de la
antigua casa donde vivía con Mamá. Yo llevaba tiempo currando de fregasuelos en Metalas,
recibiendo un salario decente que me permitía pagar alquiler y facturas, pero por una serie
de razones tuve que poner al día el pago de tropecientas deudas, así que me había
quedado más pobre que una rata.
Aquella noche, cuando Bob y yo nos conocimos, llovía ácido igual que ahora. Yo me había
quedado en la calle, así que estaba sentado bajo el toldo metálico de una ferretería de
fusión para resguardarme de la acción corrosiva de la lluvia. Había ido a la zona en los
lindes del vertedero, porque prefería el peligro del veneno radiactivo al riesgo de
que me asaltaran o me apalizaran… y sabía que allí no vendría nadie a zorrear, salvo si
acaso algún otro vagabundo imbécil como yo.
Y, pues bueno, estábamos ahí Mamá y yo. A la pobre gata la llevaba en una bolsa de
plástico porque no tenía ni para comprarle un trasportín decente. Y de pronto vimos
llegar a una extraña criatura.
Por desgracia no veo muy bien, sobre todo a la luz lechosa de
una tormenta. Qué te digo, todos tenemos defectos, y yo soy miope de nacimiento. Una
rareza en mi familia, y encima sin pasta para operarme. Al principio pensé que lo que se
estaba acercando desde las sombras era un lobo; un lobo con un tamaño tremendo, hasta
que Bob se colocó sentado bajo el rótulo luminoso de la ferretería y pude verle de cerca.
Era un perro, o eso parecía. Más bien era un hombre disfrazado de perro, esa fue mi
primera impresión, porque está claro que un perro normal no se sienta cruzando las piernas
en modo indio. Vestía un traje completo en tonos anaranjados, peludo y raído, y tenía
puesta una máscara lobuna que parecía sonreír. El tío ni se quitó el guante-zarpa que
llevaba para estrecharme la mano.
“Lo que me faltaba, un furro”, pensé. Un furro de los de antes, ¿y qué coño hacía ahí al lado
del vertedero? Quedé anonadado. Hasta pensé si me habrían echado droga en mi último
café.
Fuese alucinación o no, aquel ser alargó la mano-pata e hizo un gesto como pidiendo
permiso para sentarse ahí con nosotros. Por supuesto, me hice a un lado para hacerle sitio
y compartir con él el espacio cubierto por el toldo, Mamá acurrucada en mis brazos como un
gran queso de bola dentro de su bolsa.
Saqué el paquete de tabaco, y el cabrón me pidió un cigarro sin hablar. No sé si lo sabes,
pero si fumas te recomiendo que lo dejes porque ahora el tabaco de verdad cuesta un ojo de la
cara. Yo me había gastado mis últimos ahorros en aquel paquete, sólo porque
el sucedáneo sintético prensado es insoportable, pero aún así no le negué un cigarro al
furro de los cojones.
—No mires, que voy a fumar —fueron las primeras palabras que me dedicó, con voz de
ultratumba.
Comprendí que para fumar necesitaba quitarse la máscara que le cubría la cabeza, al
menos parcialmente, así que me giré como pude para brindarle intimidad. Y sin mirarle, me
presenté.
—Me llamo Anael.
—Qué bueno conocerte, Anael.
—¿En serio? —No es por nada, pero no estoy acostumbrado a que me consideren una
compañía agradable. Ni lo estaba entonces.
—Pues claro. ¿Quieres ser mi amigo?
—La verdad es que no.
—Soy Bob.
No sé cuánto tiempo estuvimos en silencio mientras duró la tormenta. Varios drones, la
mayoría meteorológicos, nos sobrevolaron sin reparar en nosotros. También creí avistar el
vientre plateado de una nave de tecnología híbrida sobre nuestras cabezas,
afortunadamente sólo durante un par de segundos.
Mamá se comió una lata de babosas al infierno con salsa picante y se quedó dormida
dentro de su bolsita. El picante no era lo que mejor le sentaba a su delicado estómago por lo general, pero yo no tenía otra cosa para darle, y saltaba a la vista que el tal Bob
tampoco.
Al parecer, para Bob era aburrido permanecer callado bajo la lluvia durante mucho tiempo.
Así que, después de fumarse aquel cigarro, cuando se conoce que ya no fue capaz de
aguantar la tensión ambiental, empezó a contarme su vida entera. Se había vuelto a poner
la máscara, de modo que yo ya podía mirarle mientras él hablaba; al principio me resultaba
bastante inquietante escucharle sin verle mover la boca, pero rápidamente me acostumbré.
Bob me contó que, cuando era humano, sus padres y amigos le llamaban Frascuelo Fender.
También me dijo que era un trans-especie y que, cuando se había dado cuenta de que en
realidad era un perro, había dejado el trabajo que tenía en la fábrica de armamento militar y
ya no podía pagar el alquiler. Vivía en una colmena blindada en la calle Plancha Lado
—”Iron Side”, como dirían los que se tiran el pedo más grande que el culo—, en uno de los
peores barrios del extrarradio, pero según me dijo ya no podía volver. Se le había acabado
el dinero, y ya finalizaba el último mes que podía pagar, así que seguramente el banco
virtual le daría su agujero en la colmena a otra persona. Sabía yo bien cómo iba el tema: ni
dos horas habían pasado desde mi desahucio para que la chabola donde yo vivía fuera
cedida a una familia de mestizos. No te digo que no me alegré por ellos; se veía a la legua
que no tenían dónde caerse muertos, y eran cuatro.
Yo, por mi parte, le presenté a Mamá, y le pregunté, con todo el respeto, qué diferencia
había entre un trans-especie y un hombre disfrazado de perro. Pensé que Bob me
contestaría algo como que me fuera a la mierda si yo no sabía que todo se llevaba por
dentro, pero no. Ante mi sorpresa me mostró en vivo la diferencia: su rabo.
Conclusión: ¿qué diferenciaba, al menos para él, a un trans-especie de un hombre
disfrazado? Los implantes. Pero claro. Tenías que ser millonario para hacerte implantes de
ese calibre en un sitio medianamente serio, y el bueno de Bob había ido con cuatro perras
al sacamuelas de la parte de atrás de la vicaría (figuradamente hablando, pero ya me
entiendes). No sé si le habían colocado el rabo de algo muerto, pero aquella cosa que él
agitaba —a voluntad, tristemente según me explicó, y no por instinto— olía a cadáver
descompuesto. Casi parecía que se le fuera a caer, aunque él me aseguró que esa cola
estaba bien fijada a la fusión de las vértebras sacrales humanas, con empalmes de tejido
nervioso y todo. Qué jodienda.
Viendo que Bob estaba bien jodido, aunque aún se mostraba esperanzado por conseguir un
día una fortuna que le permitiera hacerse más implantes, me ofrecí a pagarle la renta de su
piso en la colmena y que viviera ahí conmigo. Tal vez, si la casa no se la habían levantado
aún, todavía estábamos a tiempo.
Él se puso muy contento y accedió sin planteárselo, ordenándole a su rabo implantado que
se moviera desaforadamente de lado a lado.
Que su piso pudiera seguir vacío era una buena razón para atravesar una tormenta de
ácido, así que nos pusimos en marcha inmediatamente. Él, a cuatro patas y protegido por su
traje peludo, y yo con Mamá guardada en la bolsa bajo mi chaqueta.
En el portal nos encontramos a un insectoide tipo mantis que, si bien tenía una gran belleza,
también poseía, al parecer, la educación suficiente para no asaltarnos a punta de pinza.
Nadie comentó nada de nuestro advenimiento. Lo bueno de aquel barrio del inframundo era
eso: que absolutamente nadie iba a llamar a la policía, ni se iba a sorprender siquiera por la
llegada de dos bandarras a horas intempestivas, uno de ellos vestido de perro y el otro… el
otro un mendigo harapiento de la peor calaña y con la peor reputación, que para colmo
llevaba un gato en una bolsa.
La verdad es que aquella primera noche en el pisito de la colmena fue memorable. Lo único
que había de papeo allí eran castañas, de esas que tiraban los pocos árboles famélicos que
aun quedaban en la ciudad. Tenían una pinta infame, pero Bob insistió en que eran
comestibles porque él las había probado. Así que, sin su ayuda, reviví un brasero que tenía
por ahí, lleno hasta arriba de cochambre, para asarlas. Casi provocamos un incendio de la
manera más tonta, pero en fin, mentiría si dijera que no era agradable y acogedor el olorcito
que al final flotaba por todo el piso.
Mientras tomábamos la cena y Mamá degustaba un plato de mini anguilas con sucedáneo
de tomate, Bob me dijo que estaba feliz, porque en el fondo siempre había fantaseado con
ser un perro abandonado (y adoptado por alguien en algún momento, claro). Yo me
comprometí a pagar cada mensualidad del alquiler, y —craso error—, a sacarlo de paseo un
par de veces al día, una antes de irme a trabajar y otra cuando volviera del curro. Con lo
que nos sobraba de alquiler, según nuestras cuentas, compraríamos algunas drogas recreativas, el
pienso de harinas cárnicas que se empeñaba en comer —no muy distinto de algunos
preparados baratos para humanos—, y la comida de Mamá.
Y así fue como terminé en la colmena blindada viviendo con Bob.
—Ahm, esto… Bob. Tengo algo que decirte.
El trans-especie me miró expectante y, tras algunos segundos, sacó de vete a saber dónde
un cartel tamaño paleta de ping-pong en el que podía leerse con su letra churrigueresca:
“pizza!!!” Lo había escrito él en algún momento, claro, y por lo que parecía sin quitarse el
guante zarpa.
Agitó el cartel a centímetros de mi cara y se puso a jadear como loco.
—Ay. —Recordé que hacía un par de días le había prometido pizza para cenar, cierto.
Estaba desesperado ya porque dejásemos de comer aquel pienso basura, y a Bob no le
había parecido mala idea. Vete a saber cuánto tiempo llevaba sin probar una, y yo ni te
digo—. Vale, sí, lo había olvidado, es verdad. Pediremos pizza, no hay problema. Aunque,
Bob, si hicieras otra cosa aparte de fumar maría transgénica en esta casa, no sé, algo
productivo, sería más fácil pagarla.
Bob ladró un par de veces y empezó a moverse en círculos por el suelo del salón,
expresando su alegría, a tres-dos-uno de hacer la croqueta.
—Pero no es eso lo que quería decirte.
Esperé un poco a que se tranquilizase, y mientras lo hacía aproveché para moverme hacia
la mesa y liarme un porro.
—Verás, Bob. Ah… Hay… hay alguien en mi furgoneta. Una chica. Bueno, no es una chica
exactamente.
Algo en lo que dije le hizo hablar al perro.
—¿No es una chica exactamente? ¿Y entonces qué es? ¿Hermafrodita? ¿Intersexual?—inquirió con un giro de suspicacia en su voz. Seguro los ojos humanos le brillaban por
debajo de la máscara.
Encendí el canuto. Joder, cómo explicárselo.
—No, bueno… verás, no… No lo sé. El caso es que necesito traerla a casa, pero… —”Pero
me da miedo que alguien me vea arrastrando hasta casa un prototipo del que me he
apropiado indebidamente, Bob. Y no creo que pueda hacerlo yo solo sin llamar la atención”.
El perro ladeó la cabeza sin entender.
—¿Está muerta? —preguntó. Me apresuré a quitarle esa idea de la cabeza lo más rápido
posible.
—¡No, no! Por dios, no. Está… en fin, está dormida. Sólo está dormida. Necesita que un
ingeniero la despierte… —aclaré, explotándome de risa al momento en mi interior porque,
vaya, me había escalado tres pueblos de gratis en la línea de mi carrera. Si le preguntas a
Miralles de mierda, él es mecánico y yo no; si me preguntas a mí, sí soy mecánico (y con
sobrada experiencia en droides), pero “ingeniero” ya son palabras mayores. Joder, ingeniero
nada menos. Ojalá lo fuera.
—¡GUAU! —respondió Bob, sentándose muy recto en el suelo. Supuse que era su manera
de decirme que había comprendido… a saber el qué.
—Hay que bajar a por ella. Pero Bob, sin correa, ¿vale?
Aunque seguíamos teniendo el problema de la lluvia. Qué calvario de noche.
El perro volvió a ladrar para mostrar su aquiescencia, y además asintió.
—Entonces puedo mear en la calle —comentó alborozado, dirigiéndose a la salida—. Persona que duerme en la furgo de Any, ¡gracias a ti no tendré que usar el váter!
III-ANAEL BÔRKAR.
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