ANAEL BÔRKAR
Subir a Sandro por la escalerilla exterior de la colmena no tuvo precio. “La colmena”; tal vez debería explicarte antes de seguir por qué al edificio donde vivimos Bob, Mamá y yo lo llamamos así. De hecho no es una manera de llamarlo, es que es una colmena como tal, como la que hacen… bueno, da igual. Es sencillamente una mole con forma ovoide más o menos, engrosándose hacia la base y apuntada como un huevo por la parte superior. Por la forma y el color, la verdad es que se parece bastante a un zurullo humano o reptiloide, lo siento por la analogía. Un mojón modelado artesanalmente por la naturaleza, por las mismísimas manos de Dios. Está hecha de un conglomerado de tierras blandas con residuos orgánicos reciclados —esto es, lo has adivinado, una manera cordial de decir “mierda”—, y desde lejos se ven los agujeros dispuestos en diagonal hacia arriba, en hileras perfectas, que son los accesos a los diferentes compartimentos que llamamos “pisos”.
En realidad, la colmena es un coloso de caca viva. Viva por los microorganismos y los insectos que la habitan y la limpian y la regeneran por debajo de la cubierta blindada, transparente y etérea, a cada segundo que comen y defecan. Supongo que lo que te cuento es muy fuerte a lo mejor, ¿no? Quiero decir, que ahora venga un don nadie a descubrirte que la gente hemos terminado viviendo en casas de mierda, en la era futura de máximo apogeo tecnológico sobre la que seguro habrás colocado las más altas expectativas. Pero en fin, ya lo siento, viajero; por impactante que pueda resultarte, esto es lo que te espera. Al menos si eres un ciudadano de a pie, perteneciente a la clase media tirando a baja. Tampoco está tan mal. A todo te acostumbras.
La forma más fácil de llegar a tu agujero en la colmena es subir por la escalerilla de caracol que la rodea. Se puede subir también por dentro, pero no te lo recomiendo a menos que lleves una mascarilla en condiciones para aislarte del olor. Esta escalerilla metálica exterior es la vía más agradable, y es lo único que no es orgánico en el edificio. Se supone que está revestida con materiales protectores anticorrosión, pero lo cierto es que, al menos en la colmena en la que nosotros vivimos, se ha quedado hecha un asco. Herrumbrosa, desvencijada y temblorosa a cada movimiento; en puntos del trayecto hace un ruido que te cagas de miedo porque te hace pensar que se va a desprender, y no como que si esto pasase pudieras agarrarte a las paredes resbaladizas de la colmena para sobrevivir. En broma suelo decirle a Bob que a los que vivimos en un lugar alto, cerca de la punta del huevo, nos gusta el riesgo.
Bueno, como te decía, subir a Sandro por la escalerilla no tuvo precio. Aunque he de decir que, cuando planeábamos la subida dentro de la furgoneta como dos partners in crime forzosos, me di cuenta una vez más de lo mucho que siempre subestimo a Bob.
—No puedes cargar con ella metida en el sudario hasta casa —me dijo. Para mi suerte, la emoción le había hecho olvidar que por lo general los perros no hablan—. Si un dron te caza o alguien te ve, pensarán que llevas un muerto a cuestas.
Pues tenía razón.
—Bueno, ¿y qué diablos quieres que haga?
—Sácala de la bolsa y súbela en brazos. Así parecerá que ella está dormida o muy colgada o algo. No tengas miedo, yo te animaré. Y luego te deshaces de la bolsa.
La verdad es que no me costó ningún trabajo desgarrar con las uñas el sudario de vacío y quitárselo al prototipo.
Por supuesto, con “yo te animaré”, Bob se refería literalmente a darme ánimos mientras yo subía la escalerilla con Sandro cogida a pulso. Bob ladraba y vitoreaba haciendo fiestas a cuatro patas por delante de mí, mientras yo ascendía penosamente a paso de tortuga bajo la lluvia. Tuve que pedirle que no armara escándalo y que no saltara, porque con la tontería estaba haciendo tambalear la puta escalera en los tramos chungos, y sólo nos faltaba terminar despeñándonos los tres. Gracias a dios, contuvo su alegría lo bastante para evitar un accidente fatal.
Llegué por fin a nuestro agujero, hecho polvo pero contento. Contento porque no nos había detectado nadie (al menos aparentemente), porque Sandro estaba sana y salva, y porque acababa de descubrirme a mí mismo que tenía más fuerza física y más resistencia de la que yo pensaba. El caso es que físicamente yo no debería ser débil, o eso dicen los manuales verdes de anatomía, pero la realidad es que estoy en muy baja forma por culpa del exceso de trabajo intelectual.
Una vez de nuevo en casa, dejé a Sandro sobre una de las colchonetas que usamos para relajarnos. Le quité mi chaqueta de encima (se la había puesto para que no sufriera quemaduras en la piel, aunque ya llovía bastante menos) y la dejé a un lado, acomodando luego al androide como mejor pude.
—Bueno, Bob. Te presentó a Soul Android, S-Andro —murmuré con la devoción de quien entra por primera vez a la más majestuosa catedral gótica—. El último prototipo de industrias Metalas, y el primer androide que lleva instalado un CAP con conexiones sutiles.
—¿La estás arropando? —inquirió Bob con tonito de incredulidad.
Me acababa de cortar todo el rollo, pero estaba en lo cierto. Miré mis propias extremidades superiores, que sujetaban la colcha reversible en color plateado y dorado brillante y la estaban extendiendo sobre las piernas desnudas de Sandro.
—Me has cortado el rollo, gilipollas.
—Any, no creo que pase frío. No es una humana de verdad.
—Claro que no lo es. Es un androide, la propia palabra lo dice: parece un hombre, pero no lo es.
—Querrás decir una mujer.
Me exasperaba, te lo juro.
—¡Un hombre como especie, Bob! ¡En genérico! Y tú un perro, ¿no?
—Así es.
—Pues entonces a ladrar.
En aquel momento, con un maullidito tímido, asomó la cabeza de Mamá por la esquina roma de la pared. Nos miró con gesto de reproche por estar hablando en voz alta a una hora absurda, pero en cuanto descubrió el nuevo regalo que habíamos traído para ella se apresuró a acercarse correteando a la colchoneta. Ya sabes cómo son los gatos; hay cosas que nunca cambian: todo lo que uno mete en la casa es un nuevo obsequio para ellos, automáticamente de su propiedad.
—¡WAF! …¿Qué es un CAP, Any?
—Circuito Álmico Principal —recité de mala gana, observando cómo Mamá procedía a sentar su orondo culo sobre el pecho del androide dormido. Sonreí. Lo siento, Sandro: siete kilos de monosidad gatuna encima de tu tórax; el mío no va reforzado con doble capa de pyroflex, pero tranqui que sé cómo se siente.
—Wala… —Bob se llevó la mano enguantada en zarpa a la boca y se puso a dar vueltas sobre sí mismo, esta vez a dos patas. Como una puta cabra, sí, lo sé. Le faltan dos tornillos y unos cuantos veranos, pero aun así le tengo cariño y me jodería que cambiara en lo más mínimo. En aquel momento podían haberle salido corazoncitos pixelados y chispeantes a chorro de su peluda cabeza.
Mamá le dio un par de lametones de lija a Sandro en la mejilla y luego se retiró con cara de asco, aunque aún rehusaba a bajarse de su pecho. Por mi parte, pensé que lo mejor que podía hacer era esperar a que Bob se acostara y se durmiera, y entonces ponerme a trastear con Sandro sin que me molestara nadie. Tengo turno de tarde en el trabajo y nunca he de madrugar pero, aunque ese no fuera el caso, los de mi especie no necesitamos dormir mucho.
He dicho “los de mi especie”, sí. Perdona, viajero; sé perfectamente que aún no te he contado apenas nada sobre mí, sobre quién soy y qué soy, y eso no resulta muy coherente puesto que, ya que te estoy escribiendo una puta biblia (que igual te importará tres cojones pero para mí es crucial), qué menos que haber empezado por ahí. Pero intenta entenderme. Si todo ha salido bien y estás leyendo esto, es muy probable que seas humano… y sabes, resulta que la gente de tu raza y la mía no se llevan bien. La culpa la tienen los medios y todo el rollo conspiranoico, y hasta algunas series locas de la tele. Eso es pura mierda y lo ha sido durante años, y créeme, no es que yo ahora quiera desmontarte un mito con lo que voy a decirte, pero seguramente lo haré.
De verdad que no tengo interés en venderte la moto diciéndote que los reptiloides somos seres de luz en la tierra. Ambos sabemos que no es así, pero joder, tampoco es que seamos unos monstruos. O no todos, por lo menos. Es como con los humanos, qué puedo decirte; hay de todo, tienes gente normal y por otro lado gente vil que son el mal en persona. El caso es que los humanos sois un poco la leche en esto, porque vamos, a la primera que encontráis un cabronazo de marca mayor en vuestras filas os falta tiempo para acoplárnoslo a nosotros: que si Adolf Hitler era reptiliano, que si el papa Fulano también, que si la reina madre… te diré una cosa, ¡eso es basura! Si los reptiles somos sanguinarios y malas personas cuando se nos cruza el cable, vosotros estáis al mismo nivel o peor.
Perdona, me he venido un poco arriba. Pero es que esta movida me saca de mis casillas. Claro que hay peces gordos de nuestra especie que son deleznables, y sí, es verdad que llevan tiempo, mucho antes de la super era, ocupando puestos importantes en el gobierno o al frente de grandes empresas… pero en fin, ya nos gustaría a todos ser tan brillantes como para llegar hasta ahí. La inteligencia de un reptiliano es afilada y calculadora, dicen en algunos círculos, pero creéme que por lo general no damos para tanto. Pasa como con vosotros.
Sinceramente, llevo mal que me prejuzguen, pero hay algo que llevo aún peor: que me tengan miedo. Mamá no me teme y Bob tampoco, y eso es precisamente lo que me hace sentir en casa dentro del agujero en el que vivimos. De alguna forma, el miedo es lo contrario al amor. No puedes sentir cariño por alguien a quien tienes miedo, o por lo menos yo no podría. No existen los monstruos entrañables; si un monstruo es entrañable, es porque ha dejado de ser monstruo.
El desprecio tampoco lo llevo demasiado bien. Seguramente lo merezco, pero joder, por razones profundas y no por mi aspecto. Con Bob tengo un pacto desde el primer día: yo no le llamo furro y él a mí no me llama lagarto, así que convivimos en paz, al menos sin despreciarnos abiertamente el uno al otro. Pero, ajá, ¿te has preguntado por qué Miralles de mierda es mecánico en Metalas y yo no? Te doy una pista: no es por falta de conocimientos. Sólo es que, al menos en esta región del mapa donde vivo, a un reptiliano ni se molestan en hacerle una entrevista de trabajo. Y te digo algo: limpiar suelos, paredes, techos y otras superficies tiene su técnica, sí, pero no te exigen saber matemática aplicada para ello, ni tener conocimientos básicos de mecánica cuántica; ni siquiera saber escribir.
Llevo mal que me tengan miedo. Pero también tengo que ser honesto y decir que, si yo fuera humano, probablemente me lo tendría. Digamos que no me encanta lo que veo en el espejo, dejémoslo ahí. Ten en cuenta que los reptilianos llevamos conviviendo con vosotros una barbaridad de tiempo, por mucho que durante siglos nos hayamos camuflado para no mostrar nuestro aspecto real. Ahora todo el mundo va por ahí a calzón quitao’, pero hace ciento cincuenta años no era lo mismo. Y de ahí que la mezcla de razas haya estado siempre presente, y cuando te digo “siempre” quiero decir “siempre”; de hecho, siento ser yo quien te lo diga pero sí, es muy posible, altamente probable, que tú tengas hebras de ADN reptiloide en los núcleos de tus propias células. Desde hace la hostia de tiempo, los humanos se han acostado con reptiles y ni se han enterado. Hemos estado siempre tan cerca de vosotros que ahora casi todos somos mestizos, con ADN mixto, tanto vosotros como nosotros. Y por eso es que, seguramente, yo no tengo el aspecto típico que tú asociarías a uno de los de mi raza. No sé si habrás buscado en google alguna vez sobre nosotros pero, si lo has hecho, habrás visto ilustraciones cojonudas que son fruto del imaginarium popular, las cuales, durante mucho tiempo, nos han venido de perlas para no ser reconocidos, no te diré que no. Imágenes de criaturas perfectas y casi mitológicas; pupilas verticales en ojos amarillos y blablablá, incluso cráneos de serpiente en cuerpos humanos. Yo no soy como eso. El reptiloide promedio a día de hoy, y lo siento por la quebradura continuada de esquemas, no es como eso.
Para empezar, tengo pelo. Me sale de un color verde moribundo que odio, así que me lo tiño de rosa (en efecto, de ahí saca Bob el tinte cuando hace sus gamberradas). Lo llevo largo porque sencillamente paso de cortármelo; si me es incómodo me pongo una cintita en plan Rambo y a correr, pero siempre procuro llevarlo peinado e hidratado convenientemente.
Lo de las pupilas verticales es cierto, las tengo. Como también eso que llamáis “membrana nictitante", que es algo así como un tercer párpado (no es tan repugnante, los gatitos lo tienen también). Pero mis ojos son azules y no amarillos. Y es verdad que mi piel es más dura que la de un ser humano, pero no tengo escamas en todas partes, sólo algunas agrupadas en ciertas zonas como los hombros, la espalda, el torso y la parte baja del abdomen. De todas formas esto no es algo que vayas a ver, porque normalmente voy vestido y no en pelotas, gracias.
Y no, tampoco soy verde. Es decir, verde-verde, verde sapo, no. Soy más bien paliducho, aunque sí tengo manchas verdosas y marrones por algunos sitios de mi cuerpo, y estas sí son visibles a pesar de la ropa porque en la cara también están.
Tengo manos humanoides, sin embargo los dedos terminan en uñas coriáceas de color negro. Me las limo para no parecer un criminal, pero qué coñazo, no veas lo rápido que crecen. La boca procuro no abrirla demasiado, porque mis dientes son afilados y, aunque cuando tenía pasta me hacía sesiones de blanqueamiento de cuando en cuando, supongo que no son muy tranquilizadores. Y por otra parte la lengua la tengo larga y bífida. Pero vamos, que fuera de todo esto soy un tío normal… seguramente bastante parecido a ti. Pelirrosa teñido, de piel pálida y dura, con unas uñas y unos piños interesantes que podrían destrozarte… pero no tan distinto al fin y al cabo.
La verdad es que socialmente hay mucho prejuicio y desprecio de cara a los reptilianos y a los insectoides. En el tema de los insectoides no voy a entrar —soy consciente de que es demasiado para ti que ahora me meta en ese jardín—, pero joder, ¿nosotros? Es injusto que por cuatro cabrones ya nos tomen por monstruos que desde eones hemos querido gobernar La Tierra. Aunque excuso decirte que La Tierra siempre ha sido nuestra, eso ni se te ocurra dudarlo; nosotros ya hacíamos ecuaciones diferenciales cuando el primer humano corría en taparrabos por los bosquecillos.
En fin, ahora que ya sabes lo que soy, será más fácil para mí seguir contándote todo este rollete. No sabes qué peso me he quitado de encima al decírtelo. Más del que yo creía, sí que es verdad.
Pues nada. Le dije a Bob que pediríamos pizza, y se puso tan contento que casi se olvidó del prototipo en las colchonetas. Busqué en la pantalla holográfica el contacto de una pizzería cercana y pedí una de almejas (mi favorita), otra hawaiana (la de Bob, al maldito le gusta la piña) y una mini burguer de pescado del océano para Mamá. Hay que salir a la puerta en cuanto pides todo, y estar rápido para cogerlo, porque como te descuides el dron de reparto te lo tira a la cara y se va zumbando, puesto que los drones de reparto son lo más cutre que existe, se encuentran en un estado lamentable y por lo común tienen la puntería en el culo.
Una vez nos comimos las pizzas al lado del brasero para calentarnos, y Mamá y Bob ya descansaban uno al lado del otro en las colchonetas, me dispuse a bichear con el androide.
BICHEANDO
(continuará)