Andrea tenía una belleza que me fascinaba; ya que albergaba los recuerdos de nuestros primeros encuentros, nuestras sonrisas y nuestros secretos compartidos. Habíamos vivido momentos irrepetibles, crecido juntos y tejido un lazo invisible que nos unía.
Cuidar nuestro amor se convirtió en nuestra razón de ser; era algo único, porque en ese espacio podían crecer sentimientos que no tenían límites. Compartíamos momentos íntimos por la mañana, despertándonos juntos, y a eso de las siete, yo le dejaba a Andrea los últimos besos, y nos sumergíamos en nuestro día. Almorzábamos juntos al mediodía, siempre puntuales. Nos resultaba grato compartir esos momentos, pensando en nuestro amor y cómo nos bastábamos para mantenerlo vivo. Mi corazón se negó a considerar otras posibilidades de amor; yo mismo me resistí a imaginar una vida sin Andrea. Entramos en la etapa de nuestra vida en la que sabíamos que nuestro amor tenía que ser la esencia de nuestra existencia.
Envejeceríamos juntos algún día, y nos comprometimos a preservar nuestra relación, a cuidarla y hacer que creciera con el tiempo, para que nuestra historia de amor fuera la que se recordara. Andrea era una mujer que vivía en armonía con su corazón. Aparte de nuestros momentos juntos, se pasaba el resto del día reflexionando sobre nuestra relación en su rincón favorito. Su pasión era entender el amor, y le encantaba la lectura de poemas y novelas románticas. No sé por qué se sumergía tanto en sus pensamientos; yo creo que las personas reflexionan cuando han encontrado una conexión profunda y se vuelven adictas a la emoción. Eso le pasó a ella, se sumergía en la introspección, siempre buscando entender mejor nuestra relación. A veces escribía en su diario y, después, lo corregía porque no le parecía auténtico; era hermoso ver en su cuaderno el montón de reflexiones y dibujos que representaban el amor; inconscientemente, era una poeta con una gran emoción. Los sábados íbamos juntos a pasear por el parque; yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por el lugar que ella amaba y preguntarle sobre sus deseos y sueños. Todo era de color de rosas en nuestra relación.
Me pregunto qué hubiera hecho si no hubiese conocido a Andrea. Uno puede recorrer un camino, pero cuando un amor está cultivado, no se puede repetir el proceso sin dejar cicatrices. Un día encontré un diario que ella nunca me había mostrado, lleno de pensamientos y recuerdos, etiquetados y ordenados como en una biblioteca de amor. Estaban escritos con un cuidado meticuloso, apilados como en una colección de poemas; no tuve valor para preguntarle qué pensaba hacer con tantos secretos. No necesitábamos ganarnos la vida, ya que todos los meses me llegaba dinero de una herencia que me habían dejado mis padres, y el dinero aumentaba. A ella solo le entretenían los poemas y las historias de amor; mostraba una dedicación maravillosa, y a mí se me iban las horas viéndola: sus manos como alas, cultivando y nutriendo la hoja en blanco, y en sus ojos, una chispa constante de pasión. Era hermoso. ¿Cómo no recordar nuestros momentos juntos? El sector de la casa donde teníamos las conversaciones más profundas, un rincón con recuerdos, el espacio de nuestros sueños, y tres momentos especiales quedaban en la parte más íntima de aquella habitación.
Nuestra casa era un refugio de amor; cada habitación, un capítulo de nuestra historia. La sala de estar, donde pasamos noches enteras hablando y riendo, rodeados de fotos y recuerdos. La cocina, donde preparábamos comidas juntos, compartiendo secretos y sueños. El dormitorio, nuestro santuario, donde nos encontrábamos en los brazos del otro, compartiendo momentos de pasión e intimidad; era la habitación donde nos despertábamos juntos, sonriendo y abrazándonos, listos para enfrentar el día. El jardín, nuestro oasis, donde paseábamos tomados de la mano, disfrutando del sol y la naturaleza, el lugar donde compartimos momentos de tranquilidad y paz. Cada rincón de nuestra casa tenía un recuerdo; cada objeto, un significado especial. La mesa del comedor donde celebramos cumpleaños y aniversarios, la lámpara del salón que iluminaba nuestras noches de cine, el sofá donde nos acurrucábamos para leer juntos. Y en cada lugar, un recuerdo de nuestro amor. La primera vez que hicimos el amor en nuestra cama, rodeados de velas y flores. La noche que Andrea me confesó su amor en el jardín, bajo las estrellas. El día que nos comprometimos en la sala de estar, con lágrimas de felicidad. Nuestra hogar era un museo de recuerdos; cada momento, un tesoro que atesoraba en mi corazón.
Lo recordaré siempre con claridad y tristeza. Un día, tuve que acomodar unos papeles de mi herencia y me fui por una semana, porque vivía lejos de la capital. Le había dicho a Andrea que iba a tardar dos semanas, pero se simplificaron las cosas. Cuando terminé lo que tenía que hacer, regresé a casa sin esperar encontrar nada fuera de lo común. Pero, al acercarme a la puerta, vi un auto desconocido estacionado en la entrada. Me escondí en un arbusto que se encontraba al frente de la casa, y mi corazón comenzó a latir más rápido al reconocer la figura de Andrea saliendo de la casa con alguien más. Vi cómo se despidieron con un beso; él se subió al auto y se fue. Ella se quedó en la puerta, sonriendo y agitando la mano en despedida. Mi mente se llenó de preguntas y dolor. Me quedé agachado en el arbusto por un rato más, recordando la escena sin poder creer lo que había sucedido. La traición era evidente, y mi corazón se rompía en pedazos. Me sentí como un espectador involuntario de una escena que nunca debí haber visto.
Entré en la casa sin hacer ruido, y Andrea se sobresaltó al verme. Estaba sentada en el sofá, leyendo un libro, con una taza de té vacía al lado. La televisión estaba encendida, pero el sonido estaba bajo. Ella era muy ordenada; si había tenido relaciones o si hubiesen cenado, ella acomodaba todo enseguida sin dejar rastro de nada. Eso lo sabía porque eso hacía conmigo.
—¿Qué tal? —le pregunté, intentando sonar natural.
Andrea se recuperó rápidamente, pero su sonrisa fue forzada.
—Bien… —pense que regresarías la semana próxima.
—Al final se simplificaron las cosas y volví antes —dije, sin mencionar nada sobre lo que había visto.
Ella asintió, pero su mirada estaba llena de nerviosismo.
—¿Quieres sentarte un rato a mi lado? Estoy leyendo un nuevo libro de Lauren Beukes que me compré ayer —me dijo—.quería experimentar con este nuevo género.
Me senté a su lado, sabiendo que a ella no le gustaban las novelas de ciencia ficción y que ese libro podía ser de la persona con la cual me engañaba. Podía sentir la tensión en el aire. Ella comenzó a citarme el libro, pero no tenía la voz de tranquilidad que ella siempre transmitía; sino que se sentía el nerviosismo en su voz. Me terminó de leer el primer capítulo.
—¿Qué hiciste hoy? —pregunté, intentando mantener la calma.
Ella se encogió de hombros.
—Nada especial. Solo salí a caminar un rato y luego vine a casa.
Pero yo noté que sus ojos estaban evitando los míos, y su voz no sonaba convincente.
Los primeros días después de aquel suceso fueron tensos. Ambos sabíamos que algo había cambiado, pero no hablábamos de ello. No entendía en qué momento había conocido a aquel hombre; estábamos siempre juntos. Solo me había ido una semana, no creo que el amor se acabe en una semana. Incluso después de aquello, nunca más la vi con ese hombre, y nada parecía raro. Lo que sí notaba es que ella parecía distante, y yo sentía una sensación de pérdida. Nuestra conexión y nuestra intimidad se había roto. Con frecuencia, nos mirábamos con tristeza, buscando algo que ya no estaba allí. “No es lo mismo”, pensaba yo. Ella intentaba sonreír, pero su mirada delataba su dolor. Yo sabía que ella estaba sufriendo.
Un día, mientras estábamos en la cocina, ella se detuvo frente a la ventana y miró hacia afuera;
—Recuerdo cuando todo era diferente —dijo, su voz apenas audible.
Yo me acerqué a ella, pero no la toqué.
—Sí —dije—, yo también lo recuerdo.
El silencio que siguió fue pesado, lleno de preguntas sin respuestas. Ella se acercó a mí y me tomó la mano, intentando encontrar las palabras adecuadas.
—¿Qué pasa? —preguntó, notando la tormenta que se gestaba dentro de mí.
Yo no respondí, pero mi mirada la hizo dudar. Por un momento, pensó que yo sabía (y lo sabía).
—¿Qué pasa? —insistió, su voz llena de inquietud.
Mi silencio la hizo sentirse cada vez más incómoda. Comenzó a retirar su mano.
—¿Qué pasa? —preguntó de nuevo, esta vez con miedo en los ojos.
Mi respuesta fue un simple: —Nada.
Pero ella sabía que algo no estaba bien.
Con el tiempo, comenzamos a adaptarnos a nuestra nueva realidad. Aprendimos a navegar por la tensión que se había creado entre nosotros.
Aunque la confianza seguía siendo un tema delicado, encontramos formas de convivir sin que el dolor fuera abrumador. Cada vez que miraba a Andrea, sentía una mezcla de emociones. Pero también habíamos encontrado ventajas en nuestra situación. La comunicación se había vuelto más directa y honesta; ya no había romanticismo, ni poemas ni frases de amor, aunque a veces era doloroso para mí.
Yo pensaba que cuando hablábamos de sus sueños, ella hablaba con la verdad, pero era todo una farsa. Esos poemas de amor que escribía ahora dudaba que fuesen para mí. Ella decía que comenzaba a abrirse conmigo, compartiendo sus sentimientos y miedos. Y yo la escuchaba, intentando entender su perspectiva, pero con dudas.
Juntos, creamos un plan para reconstruir nuestra relación. Decidimos dividir las responsabilidades: ella se encargaría de la comunicación abierta y yo me ocuparía de la confianza. “Como siempre lo hice”, pensaba en mis adentros; siempre fui honesto, la que mentía era ella.
Ahora, supuestamente, nuestras conversaciones eran más profundas y significativas. Yo la escuchaba, incluso la seguía amando y quería confiar en ella; así que estábamos trabajando juntos para sanar nuestras heridas. Pero aún había momentos en que la duda y el miedo surgían.
Con el tiempo, Andrea parecía más relajada, ya que habíamos encontrado una nueva rutina. Yo aún sentía la pérdida de nuestra conexión anterior, pero verla sonreír de nuevo me dio esperanza. Comenzamos a compartir momentos juntos, como cuando ella me mostraba un libro que había leído o yo le contaba una historia graciosa. Nuestro refugio se convirtió en el salón otra vez, donde pasábamos horas hablando y riendo.
A veces, Andrea decía: “Mira esto” y me mostraba una foto de nuestros momentos felices. Un rato después, yo le compartía un recuerdo divertido de nuestra relación. Estábamos bien, y poco a poco empezamos a dejar atrás el dolor. La rutina diaria se convirtió en nuestra fuente de paz otra vez.
Andrea y yo trabajábamos ambos, compartíamos nuestras experiencias y nos reíamos juntos. Nuestra relación, aunque cambiada, seguía siendo nuestro hogar, y nosotros seguíamos siendo sus guardianes.
Una noche, me pareció raro algo; ella quería que yo me durmiera, pero yo no podía. Y mi mente volvió a llenarse de pensamientos y dudas de la nada. Ella se molestó, con su voz suave pero con un toque de frustración.
—¿Por qué no te duermes? —preguntó.
Yo me encogí de hombros.
—No sé, no puedo.
Ella suspiró y se acercó a mí, intentando relajarme.
—Vamos, cierra los ojos —dijo.
Pero yo no podía. Sentía que ella estaba nerviosa y que quería hacer algo cuando yo me durmiera.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué quieres hacer?
Ella se detuvo, con su mirada evasiva.
—Nada, solo quiero que descanses —dijo.
Pero yo sabía que no era verdad. Ella estaba ocultando algo.
La quietud de la noche parecía hacer que la presencia de alguien más que Andrea y yo se sintiera más palpable. Escuchaba sonidos extraños que parecían venir de fuera de la habitación. Me preguntaba si era solo mi imaginación o si realmente alguien estaba allí. La oscuridad parecía amplificar mis dudas y miedos. Ella se moviá inquieta en la cama, con su mirada fija en la oscuridad.
—¿Qué pasa? —pregunté, intentando romper el silencio.
Ella no respondió. Su mirada siguió fija en la oscuridad, como si esperara algo. De repente, se levantó de la cama y se dirigió a la ventana. La abrió y se quedó allí, mirando hacia fuera. Luego, ella se acercó a mí, con la mirada intensa.
—¿Escuchas esos ruidos? —preguntó.
—Sí —respondí.
Ella quería averiguar sola qué pasaba, pero yo sabía que no era una buena idea.
—No —dije, intentando protegerla—. No es seguro.
Pero ella no se dio por vencida.
—Tengo que ver qué es —insistió.
No pude responder. En su lugar, me levanté y dije:
—Voy a ver qué pasa.
Ella intentó detenerme, pero yo ya había salido del dormitorio. Bajé las escaleras y dije:
—Voy a la cocina a servirme un vaso de agua.
Pero en realidad era una excusa para investigar.
Desde la puerta de la cocina, oí un ruido en el jardín; tal vez en el jardín o tal vez en el pasillo, me acuerdo que pensaba eso porque el follaje apagaba el sonido. Mi corazón latía con ansiedad. Me acerqué a la puerta y escuché atentamente. Los ruidos eran más fuertes y venían del jardín.
De repente, me di cuenta de que alguien estaba allí, justo al otro lado de la puerta. Quería entrar a la casa, pero me vio y corrió para que yo no viera su rostro. En ese momento, mi corazón latió con ansiedad. “Quiere entrar”, me dije a mí mismo. No podía quedarme sin hacer nada.
Me dirigí rápidamente a la puerta que daba al jardín y la aseguré con el cerrojo. Luego, fui a la puerta principal y la cerré con la llave. De repente, escuché un ruido extraño en la ventana del dormitorio. Era un sonido suave, como si algo estuviera intentando entrar por la ventana.
“Ha subido al techo”, pensé. Mi corazón se aceleró más todavía. Subí al dormitorio donde dormíamos yo y Andrea, chocándome con todo y sin mirar nada. Me acerqué a la ventana y la cerré con firmeza, asegurándome de que estuviera bien cerrada. No podía permitir que entrara. Tenía que protegerla.
En mi interior sabía que era el amante. Lo que no entendía era qué hacía en mi casa, actuando como si fuera un ladrón o un asesino serial. Mi vista seguía fija en la ventana. Cuando me di la vuelta, Andrea no estaba. Mi corazón se detuvo. La habitación parecía vacía y silenciosa.
—¿Andrea? —llamé, pero no hubo respuesta.
Sentí un golpe de pánico. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? Miré mi reloj y vi que eran las once de la noche. Salí del dormitorio y bajé las escaleras desesperado. Tuve que abrir de nuevo todo lo que había cerrado. Cuando salí, la oscuridad del exterior parecía ominosa.
“¿Dónde estaba Andrea? ¿Estaba con él? ¿La había encontrado?” pensaba en mis adentros con mucha ansiedad. Mi mente se llenó de pensamientos aterradores. Tenía que encontrarla. Tenía que saber que estaba bien.
Me paré en la calle, mirando hacia todos lados, buscando cualquier rastro de ella. De repente, a lo lejos, vi dos figuras lejanas. Era Andrea, corriendo junto a su amante, con sus manos entrelazadas. Mi corazón se desgarró, como si una parte de mí estuviera muriendo.
Grité su nombre, pero para ella mi voz parecía perdida en el viento. Sé que me había escuchado porque las luces de los vecinos, que estaban apagadas, se prendieron después del grito. Andrea no se dio la vuelta. No se despidió. La pareja se alejaba, desapareciendo en la oscuridad de la noche.
Me quedé parado, inmóvil, viendo cómo se iban. Sentí que mi alma se destruía mientras pasaban los minutos. Caí de rodillas, abrumado por el dolor. La noche se cerró sobre mí. Y en ese momento, comprendí que nunca la recuperaría. Que mi amor no había sido suficiente. Que a veces, el amor no basta para retener a alguien.
La oscuridad me envolvió, y supe que nunca más sería el mismo. Y me dejé consumir por el dolor.