Busco Lectores Cero/Beta

Busco lectores cero o beta que me ayuden a pulir mis escritos con críticas constructivas. Quiero terminar de dar los últimos retoques a mi proyecto, pero cada vez que lo reviso nunca estoy conforme. Según me han aconsejado, necesito personas ajenas a la obra que puedan ser imparciales. Podeis contactarme por privado o respondiendo al tema, os lo agradezco.

Permitidme compartir un fragmento del primer capítulo, ya que para incluirlo completo necesitaría abordar varios temas. Este fragmento representa aproximadamente un tercio del capítulo.

CAPITULO 1 – LA MANO DE LA JUSTICIA 1/3
La lluvia caía, pesada y constante, como si el cielo quisiera borrar todo rastro de lo que estaban a punto de hacer. Labry sentía el frío mordiéndole el rostro mientras el agua resbalaba por su piel y empapaba sus cabellos bajo la capucha. Apretó los puños, los guantes de cuero chirriaron por la humedad, mientras ella avanzaba con paso firme. Los recuerdos de heridas pasadas se agolpaban en su mente, aquellos días en que el mundo la había golpeado sin piedad, dejándola marcada. Las cicatrices, invisibles pero profundas, le habían arrebatado cualquier esperanza de una vida normal, de formar una familia. Pero esta noche, no era ella quien estaría en el ojo del huracán. El destino aguardaba a otros.

El barro se pegaba a sus botas con cada paso, traicionero, resbaladizo. “Una lluvia extraña para esta época”, pensó, sintiendo una punzada de inquietud en lo más profundo de su ser. Parecía como si algo, más allá de la tormenta, intentara advertirles que lo que estaban por hacer no debía suceder. Pero no había vuelta atrás. Sabía que lo que estaba en juego esa noche pesaba más que sus viejos principios, esos que hacía mucho había dejado atrás.

Labry caminaba en silencio, con las sombras de sus dos compañeros al lado, cubiertos por las capuchas de sus capas para protegerse del agua y del reconocimiento. Los tres avanzaban como espectros, esquivando miradas. Sabían que al día siguiente llegaría la comitiva para la recaudación, pero no podían permitirse alarmar a los aldeanos antes de tiempo. La reciente subida de impuestos ya había tensado los ánimos más de lo que les convenía. Por eso, habían dejado a sus monturas con el resto del grupo y habían decidido avanzar a pie, pese a la tormenta. Preferían la incomodidad del barro y la lluvia a las miradas inquisitivas. Aquella noche, el silencio era su mejor aliado, y su único objetivo era pasar desapercibidos… al menos, hasta que el amanecer rompiera el velo de la oscuridad.

Se dirigían hacia la aldea “El Molino Dorado”, un nombre que había reemplazado al anterior que Labry ya no recordaba. El molino, construido hacía cinco años, le había otorgado nueva vida a la aldea, atrayendo notoriedad y transformándola en un lugar de paso imprescindible. El molino había duplicado las cosechas anuales, y con ellas, llegaron comerciantes, festivales e inversores. Lo que antes era un conjunto modesto de plantaciones de trigo, chozas esparcidas, un gran silo y un par de graneros, ahora se había convertido en una aldea próspera. Tenía establos para los caballos, porqueros trabajando día y noche, un mercado bullicioso y hasta un pregón resonando en la plaza central.

El señor regente, el antiguo dueño de aquellas tierras, había sido reemplazado por un hombre vinculado al Consejo del Emperador. A juicio de Labry, aquel noble se había adueñado de las tierras mediante un concurso amañado, pero no podía negar que los cambios traídos por su gestión habían dado frutos. Los terrenos, que en su día pertenecieron a una familia de labradores, ahora estaban en manos de mercaderes y académicos, una transición que había transformado por completo la estructura social y económica del lugar. El Molino Dorado, una aldea una vez insignificante, ahora bullía de actividad, un reflejo del poder y la influencia del nuevo señor.

Dejaron atrás el lodazal del camino y tomaron un estrecho sendero flanqueado por árboles que, a su lado, se alzaban como guardianes en la penumbra. Un rudimentario vallado de madera apareció frente a ellos, apenas lo suficientemente robusto para delimitar propiedades, sin mayor propósito. Uno de los encapuchados, ágil como una sombra, se deslizó bajo la valla y les hizo señas urgentes para que lo siguieran. Antes de continuar, Rakham sugirió evitar el camino principal y rodear la plaza, con la intención de reducir las posibilidades de ser reconocidos.

La aldea había cambiado tanto desde la última vez que Labry la visitó que apenas le resultaba familiar. Atravesaron un campo de hierba alta hasta que finalmente alcanzaron las callejuelas que les llevarían directamente a la taberna, sin necesidad de cruzar el aún bullicioso mercado. Allí, aguardaba su contacto.

Rakham había sido el encargado de conseguir la audiencia con aquel misterioso personaje. Gracias a su vasta red de contactos en las sombras, había logrado lo que necesitaban: la lista, un documento vital que, por alguna razón, aquel individuo poseía. Rakham nunca reveló cómo su contacto había obtenido la lista; quizá fue a través de un robo, un asesinato o, tal vez, mediante chantaje. Labry prefería no profundizar en los detalles. Solo pensar en ello le provocaba una creciente irritación. No era su costumbre llegar a acuerdos con gente de esa calaña; su inclinación natural siempre había sido impartir justicia a aquellos que se movían en esas aguas turbias.

Por mucho que intentara mantener la calma, la idea de cómo la lista había llegado a sus manos no dejaba de rondarle la cabeza, apretándole los dientes y los puños con cada paso. Solo la presencia de Hathan, con sus palabras tranquilas y gestos discretos, lograba apartarla momentáneamente de la furia que le crecía en el pecho, devolviéndole una calma frágil y temporal.

Rakham los guió a través de las estrechas callejuelas, donde el barro les llegaba hasta los tobillos, pegajoso y traicionero. Se detuvieron ante una puerta de madera desgastada, con marcas de los años y el descuido grabadas en cada grieta. Sobre ellos, un cartel colgaba precariamente de dos eslabones oxidados, mostrando la imagen de un pato blanco que derramaba cerveza de una jarra, un emblema que prometía refugio para aquellos que buscaban olvidar el mundo exterior.

Labry dio un paso hacia la puerta, lista para empujarla, pero la mano firme de Hathan la detuvo. Con un gesto protector, se adelantó y entró primero.

Al cruzar el umbral, el ambiente cálido y acogedor de la taberna los envolvió. El contraste con la fría y húmeda noche fue inmediato, como si hubiesen dejado atrás un mundo hostil para entrar en otro mucho más amable. La suave luz de velas y lámparas de aceite iluminaba el interior, proyectando sombras danzantes que le daban vida a las paredes de madera. El murmullo constante de las conversaciones llenaba el aire, mezclándose con el crujido ocasional del fuego en la chimenea. Aunque la taberna no estaba completamente llena, había suficiente gente como para generar un bullicio cómodo, un vaivén de risas, cuchicheos y el chocar de jarras.

Ella, por su parte, habría preferido un lugar más vacío y discreto, pero Rakham siempre insistía en que la multitud ofrecía anonimato. “Cuanta más gente haya, más fácil será mezclarse”, solía decir. Y, al parecer, tenía razón. Nadie se fijaba en ellos, todos ocupados en sus propias conversaciones y bebidas.
Cerca de la chimenea, un hombre de voz grave y risueña relataba una historia, rodeado de un pequeño grupo de oyentes que, de vez en cuando, estallaban en carcajadas. Las mesas estaban ocupadas por grupos de clientes que disfrutaban de la comida y el alcohol, creando una atmósfera de camaradería que chocaba con la misión sombría que Labry llevaba consigo. Miró alrededor, observando los rostros despreocupados, y no pudo evitar pensar: “Todos parecen ajenos a lo que se avecina. Si supieran, recogerían lo que pudieran y huirían bien lejos de aquí”.

Rakham, Hathan y ella avanzaron hacia una mesa apartada en la esquina más oscura de la taberna, donde la luz apenas alcanzaba y las sombras ofrecían el anonimato que buscaban. Junto a una ventana empañada que daba al callejón exterior, encontraron el lugar ideal para esperar sin levantar sospechas ni ser molestados. Mientras se abrían paso entre las mesas, Labry se movía con la precisión de un cazador, evitando con destreza cualquier contacto físico con los demás clientes, como si quisiera evitar ser detectada incluso por accidente.

Al llegar a la mesa, se sacudieron las capas empapadas por la lluvia, dejando que el agua cayera en pequeños charcos a sus pies. Los tres tomaron asiento, manteniendo la vista atenta, sus cuerpos tensos bajo la aparente calma. Poco después, uno de los dos taberneros se les acercó con paso decidido. Era un hombre corpulento, cuya presencia llenaba la sala tanto como su prominente barriga llenaba su camisa. Su calva relucía bajo la luz temblorosa de las lámparas, mientras que un espeso bigote, meticulosamente cuidado, adornaba su rostro severo. Tenía manos grandes, marcadas por cicatrices y callos que revelaban años de trabajo en la taberna o en cualquier otro lugar que requiriera fuerza bruta.

Se detuvo a una distancia prudente, con los brazos cruzados, y los observó con una mezcla de cautela y curiosidad. Sus ojos recorrían cada uno de ellos, evaluando la situación, quizás intentando discernir si eran meros viajeros o algo más. Sin embargo, la desconfianza que brillaba en su mirada se desvaneció tan rápido como había aparecido cuando Rakham, sin una palabra, sacó una moneda de plata de su bolsa y la dejó sobre la mesa con un gesto casual, pero firme.

El tabernero echó una última mirada a Rakham, luego a Labry y Hathan, y asintió en silencio antes de tomar la moneda y dar media vuelta para atender su pedido.

—Parece que la lluvia les ha calado bien —comentó el tabernero, su voz resonando como un trueno apagado. Sus ojos recorrieron los pequeños charcos que goteaban desde las capas empapadas de los recién llegados, una leve sonrisa divertida cruzando su rostro—. ¿Qué les traigo? Tenemos caldo de cebolla recién hecho, ideal para entrar en calor, servido con rodajas de pan. Y si el hambre aprieta, aún queda algo de cabra de esta mañana, bien cocida.

Rakham arqueó una ceja, cruzando los brazos sobre la mesa.

—¿Y no tienes cerveza? —preguntó con desdén.

El tabernero lo miró por un segundo, como si la pregunta lo hubiese insultado en lo más profundo.

—¡Ehm, claro, señor! —replicó con un tono ofendido, inflando el pecho—. De cebada y trigo, tan espesa como un guiso y tan fuerte como una mula. No encontrará mejor cerveza en millas a la redonda.

—Pues nos vas a traer tres cervezas y tres cuencos bien calientes de ese caldo de cebolla —decidió Rakham sin consultar, haciendo un gesto con la mano como si todo estuviera resuelto.

Hathan, sin embargo, negó con la cabeza.

—Que sean solo dos cuencos —corrigió Rakham, dándose cuenta del gesto.

—No tengo hambre —murmuró Labry, cruzando los brazos. El peso de todo lo que estaba ocurriendo le había cerrado el estómago.

Rakham se encogió de hombros, revaluando la orden.

—Vale, pues que sea un cuenco —dijo, aunque su expresión mostraba cierta duda. Tras una breve pausa, añadió—: No, mejor pasemos del caldo. Tráenos la cabra, bien servida, y las tres cervezas.

El tabernero asintió con la cabeza y se alejó hacia la barra. Labry lo siguió con la mirada, pero su mente estaba en otro lugar. El nudo en su estómago se apretaba cada vez más, como si las tensiones de los últimos días pesaran sobre ella. Deseaba que todo aquello terminara de una vez. Su lugar no estaba en tabernas clandestinas ni en tratos con desconocidos; su mundo era el campo de batalla y el entrenamiento. Pensó en los nuevos reclutas que la esperaban, en todo el trabajo que tendría que hacer para ponerlos a la altura de lo que exigía la situación. Si el conflicto con las tribus del norte seguía su curso, sin mayores contratiempos, tal vez pudiera permitirse unas semanas de descanso.

Minutos después, el tabernero regresó con tres jarras espumosas y colocó frente a Rakham un plato humeante de cabra asada. El aroma a carne bien cocida llenó el aire, y por un breve instante, Labry pensó que tal vez la comida podría ayudarla a olvidarse de la tensión que la rodeaba. El gesto relajado de Rakham contrastaba con la tensión que ella sentía. Se quitó los guantes, dejando al descubierto un fino bigote y unos dedos adornados con anillos brillantes que chispearon bajo la luz tenue de la taberna. Mientras se acomodaba para comer, parecía casi ajeno al peso de la situación.

Hathan permaneció en silencio. Solo se quitó los guantes, pero mantuvo su capucha bien puesta, ocultando los detalles de su rostro. Su piel, de un rojizo oscuro que contrastaba con la blancura de su melena, apenas se veía bajo las sombras. Era raro que se descubriera. Sus ojos, completamente blancos, carentes de pupilas, habían causado terror y desconfianza en el pasado, pero Hathan ya estaba acostumbrado a las reacciones que provocaba. Ahora, con su jarra entre las manos, bebía en silencio, calculador como siempre, distante. Su sangre demoníaca lo había moldeado en algo frío, letal, alguien que no permitía que las emociones dominaran sus acciones.

Rakham, en cambio, era un hombre de aspecto más corriente. Alto y flacucho, con el aire desgarbado de alguien que ha pasado más tiempo metido en líos que resolviéndolos. Bajo la nariz, un fino bigote destacaba con su cuidado trazo, pero lo que realmente captaba la atención era su abundante melena negra, que caía desordenadamente sobre sus hombros. Parecía la clase de hombre que siempre estaba en el lugar equivocado, aunque por razones que solo él conocía. Astuto y curioso, Rakham tenía una habilidad especial para meterse en problemas, siempre buscando una oportunidad o un beneficio que los demás no veían. Era de los que disfrutaba las emociones fuertes, pero prefería dejar que otros asumieran los riesgos más grandes mientras él observaba desde la seguridad de las sombras, calculando su próximo movimiento.

Labry se sorprendió al llevar la jarra a los labios. El sabor amargo de la cerveza no era algo que disfrutara a menudo, pero esa noche, lo necesitaba. “Es lo único que me permito”, pensó, mientras la espuma se desbordaba, goteando por el borde y empapando sus guantes, que seguían puestos. No se quitaba los guantes sin una buena razón, ni siquiera en un lugar como aquel, lleno de desconocidos que no le importaban. Observó a su alrededor, buscando distracción mientras esperaban al contacto.

El ambiente en la taberna era bullicioso y lleno de vida. En una esquina, un grupo de hombres fornidos y desaliñados, con ropas de cuero gastadas y rostros curtidos por el viento y el sol, reía a carcajadas. Parecían cazadores furtivos o buscadores de fortuna, viajeros que probablemente estaban de paso. Sus conversaciones eran animadas pero caóticas, con palabras atropelladas y gestos exagerados, como si cada uno intentara sobreponerse al ruido del otro. Uno de ellos, visiblemente más borracho que el resto, intentaba contar una historia, pero sus palabras se ahogaban entre las risotadas y los golpes en la mesa de sus compañeros. Labry observó la escena con indiferencia, sabiendo que en cualquier otro momento, aquello habría sido una distracción más, pero esa noche, todo lo que la rodeaba parecía lejano, sin importancia.

Más cerca de la chimenea, una pareja de ancianos ocupaba una pequeña mesa, envueltos en una calma que parecía ajena al bullicio de la taberna. El hombre, con un sombrero de paja desgastado y una barba canosa que le caía hasta el pecho, hablaba en voz baja. Sus palabras, apenas audibles por encima del murmullo de la sala, eran solo para su acompañante, una mujer de rostro arrugado pero sereno, que escuchaba cada frase con una atención casi reverente. Ella, vestida con una capa de lana gris y con las manos apoyadas en el regazo, asentía de vez en cuando, sin interrumpir, permitiendo que la conversación fluyera lentamente.

Labry dejó de prestar atención al bullicio de los jóvenes cuando sus ojos captaron algo que perturbó su calma momentánea. En una mesa apartada, casi oculta por las sombras y lejos del jolgorio de la taberna, un hombre encapuchado permanecía inmóvil. Frente a él, un plato vacío y dos jarras igualmente vacías daban la apariencia de que llevaba allí mucho tiempo. Al principio, parecía un cliente más, quizás alguien agotado tras un largo viaje, dormido sobre la mesa. Sin embargo, algo en su postura era inquietante.

Labry frunció el ceño y agudizó la vista, notando cómo, de vez en cuando, el encapuchado giraba levemente la cabeza. Seguía con disimulo las conversaciones y los movimientos de los clientes de la taberna, como un depredador acechando en las sombras. Su aparente vigilancia disfrazada de indiferencia no pasó desapercibida para Labry, que, con cada segundo que lo observaba, sentía un creciente malestar. Su instinto le advertía de peligro.

—Un poco vieja y mal alimentada, aunque bien cocida —bromeó Rakham, apretándose el estómago como si la comida hubiese sido un banquete digno de reyes—. No es la mejor cabra que he probado, pero estoy deseando que salga otra para darle un buen mordisco.

—¡Joder, Rak! —dijo molesta. —¿Realmente crees que ahora es el momento de hablar de cabras?— Siempre le molestaba que Rakham no se tomase nada en serio. Volvió hacia el encapuchado, pero ya no estaba. Tensó los puños bajo la mesa, maldiciendo para sus adentros.

—¿Qué mejor momento que justo después de degustar una? —replicó Rakham, sonriendo con descaro—. Esta cabra es aceptable, pero la mejor que he probado fue en la posada de Tormund. ¡Ese sí sabía cómo preparar una! Siempre con laurel, ajo y buena manteca.

Labry lo fulminó con la mirada, pero fue Hathan quien, con su tono bajo y pausado, desvió la conversación.

—Lo que me perturba es cómo vamos a exponerles mañana la subida durante la recaudación —dijo, sin prestar atención a las historias de Rakham.

—Según Alfred, el señor regente ya fue notificado. Él se encargará de informar a las familias principales, de manera que todo esté dispuesto para mañana — respondió Labry—. Por eso hemos traído el doble de hombres, en caso de que las cosas se tuerzan.

—¿No crees que llegar con más hombres podría malinterpretarse? —inquirió Hathan con cautela—. Pareceremos un grupo de mercenarios a sus puertas, como si fuéramos a arrasar la aldea en vez de recaudar.

Rakham se encogió de hombros, indiferente al peligro que vislumbraba Hathan.

—Ah, sí, el trigo o la cabeza. Solo son un par de sacos y algo de oro. —Su tono fue despectivo, como si todo aquello no fuera más que un juego para él—. Nada que no se arregle con cerveza y una buena mujer.

—No es solo un par de sacos, Rak —espetó Labry —. Según la lista que me pasó Alfred, necesitamos cinco caballos, tres mulas, veinte cabras, veinte cerdos, quince sacos de heno y treinta de trigo, molido, preferiblemente, ya que no tenemos molino. Y también tenemos que reclutar al menos a veinte hombres capaces, además de llevarnos el oro.

—Y no te olvides de la lista —dijo con tono burlón. Al ver la expresión endurecida de Labry, suavizó su voz—: No te preocupes, Labry. Traemos al experto del laúd. Compensaremos bien a los padres de los de la lista; las madres llorarán de alegría y los padres aplaudirán orgullosos de tan gran honor.

Hathan soltó una risa amarga, sus ojos blancos destellando en la penumbra.

—Las madres se arrancarán el pelo y los padres se gastarán el oro en cerveza para ahogar sus lágrimas —replicó, con un tono cargado de pesimismo.

Labry asintió, su rostro sombrío reflejando el peso de la responsabilidad. Hathan se volvió hacia Rakham, su voz baja y cargada de advertencia.

—No quiero que tu contacto sea como el anterior, Rakham. No pienso aguantar más tonterías. Hemos estado en esto mucho tiempo y hemos perdido claramente la ventaja frente a las otras facciones.

—Eso no fue culpa mía; me engañaron tanto a mí como a vosotros —dijo Rakham. —Es un mundillo complicado y mucha gente se aprovecha. No sabéis lo difícil que es filtrar hasta dar con un informante de fiar… y caro.

—Difícil es, no te lo discuto —respondió Hathan, con un tono sarcástico—. Son muchas noches en tabernas bebiendo hidromiel y escuchando a borrachos hasta dar con una canción que te guste. Se necesita entereza y buen oído.

—Ya basta los dos —sentenció Labry—. Si seguimos así, nos oirá toda la taberna y acabarán reconociéndonos. Hathan, confía un poco más; y tú, Rak, confía un poco menos. Tengamos fe en que este será el correcto.

—Por su bien, espero que lo sea —respondió Hathan, llevándose una mano al cinto donde colgaba la funda vacía de una daga. Rakham puso los ojos en blanco, y Labry posó una mano en el hombro de Hathan para tranquilizarlo. Sintió su rabia, su ira y su dolor, pero había algo más.

Ambos se lanzaron una mirada cómplice. Labry confiaba en Hathan; a pesar de su sangre demoníaca, él había demostrado ser más confiable que la mayoría de los humanos con los que había luchado. Era peligroso, sí, pero no por sus poderes oscuros, sino por su implacable frialdad. Hathan no era de muchas palabras, y lo que le faltaba de carisma, lo compensaba con una eficiencia brutal en el campo de batalla. En la última guerra, había dejado una estela de cuerpos detrás de él, ganándose el respeto y el temor de todos. Su lealtad, aunque oscura, era algo en lo que Labry podía apoyarse.

Se conocieron en medio del caos, jóvenes, sin saber si vivirían para ver el día siguiente. Ella había sido asignada a una unidad de patrullas en una región devastada por el conflicto, mientras que Hathan estaba al frente de una unidad de choque, expertos en masacrar rápido y sin misericordia. Se cruzaron por casualidad en una escaramuza en una aldea, y el respeto fue inmediato. No se necesitaban palabras para reconocer a un aliado en quien confiar cuando todo lo demás estaba sumido en el caos.

Desde entonces, habían luchado bajo el mando del mismo general, una figura despiadada pero astuta que supo utilizar las habilidades letales de ambos. Vieron morir a muchos de sus compañeros, pero también salvaron a más de los que podían recordar. Y, entre todo eso, habían aprendido a depender el uno del otro. Labry le confiaba su vida sin dudarlo, algo que solo hacía con muy pocos.

Rakham, en cambio, no era alguien en quien confiar ciegamente. Aunque su lengua afilada y su habilidad para meterse y salir de problemas lo hacían útil, siempre había una sombra de duda en él. Sin embargo, aquella noche, mientras bebían en la taberna y esperaban al contacto, Rakham parecía especialmente relajado, como si no tuviera la menor preocupación. Pidió otra ronda de cerveza y se acomodó en su asiento, como si estuvieran en un banquete en lugar de en una misión arriesgada.

La noche avanzaba, y la taberna seguía llena de clientes que bebían y reían, ajenos a lo que estaba a punto de suceder. Labry los miraba con cierta envidia, preguntándose qué se sentiría tener una vida tan simple. Quizás mañana algunos de ellos serían arrastrados por la fuerza, convertidos en soldados o esclavos, obligados a luchar por una causa que no comprendían. Fantaseó, solo por un momento, con tener sus preocupaciones: caballos que cepillar, sembrados que proteger de las plagas, o tal vez incluso la ridícula búsqueda de un marido. El pensamiento le sacó una mueca.

De repente, la puerta de la taberna se abrió de golpe, y una sombra se deslizó dentro. La mayoría de los clientes no le prestaron atención, pero Labry lo vio enseguida. Era una figura desagradable, encorvada, que parecía casi reptar mientras caminaba. Su presencia era una intrusión en el ambiente cálido de la taberna, como una serpiente que se había colado en un nido de pájaros. Cada movimiento del hombre irradiaba desconfianza y astucia, algo que Labry no tardó en notar.

Buenas. Gracias por compartir.

Yo estaría dispuesto a leerte y darte mi opinión.

Yo diría que podrías expandir un poco más las interacciones entre los personajes para enfatizar sus relaciones y tensiones internas, especialmente con Rakham, cuyas bromas parecen desencajar de la gravedad de la situación.

Tal vez mostrar más sobre cómo Labry y Hathan interpretan o reaccionan a las actitudes despreocupadas de Rakham puede añadir aún más matices a la dinámica del grupo.

No estoy muy de acuerdo con como introduces al encapuchado misterioso. Podría tener un enfoque más claro, tal vez con pistas sutiles que tejan una anticipación mayor antes.

Hola compañero,

Te agradezco que te tomaras la molestia de leerlo y comentar. No eres el primero que me sugiere enfatizar más las relaciones entre los personajes, sigo trabajando en ello para sacarle más rendimiento. Me gustaría aceptar tu ofrecimiento y contar con tu opinión. Si no te importa, quisiera contactarte por privamos para mandarte mis manuscritos.

Un saludo.