Gregorio Díaz sale del edificio de departamentos donde vive y, ya en la acera, enciende un Particulares; paladea el humo azulado, y lo exhala con suavidad.
A sus espaldas, la puerta de calle se cierra con un chasquido seco.
Es un límpido mediodía.
Al llegar a Cangallo mira hacia arriba y el sol lo deslumbra, lo hace estornudar.
«Esta tarde» se dice, «voy a conocer a los padres de Martita. Ya es hora, después de tanto calentar bancos de plaza a la salida de la oficina». «Esta tarde» precisa, «sobre las siete, voy a encontrarme con don Amilcar y la señora Emilia».
Se había propuesto quererlos como si ya los conociera. Él haría real aquello de que “no perderían una hija, sino que ganarían un hijo”.
Sin embargo, Gregorio Díaz no llegará a esa cita: morirá —de una manera trivial— antes de la hora fijada para presentarse ante sus suegros.
Consulta su reloj: apenas las doce y media.
En el bar de Rivadavia y Riobamba pide un especial de mortadela y queso «bien cargadito, por favor» y una Schneider. Después del primer sorbo helado, ahoga un eructo y se relame, secándose el bigote de espuma.
Al salir, no advierte a los operarios que reparan las cornisas del edificio.
Gregorio Díaz sonríe, ignorante de su destino, que ha fijado una hora exacta, un minuto preciso, para ahogar todos sus sueños.
Sonríe, y acaricia la cartulina impresa que atesora en el bolsillo de la chaqueta. Va a darle un sorpresón a Martita: ha señado la parcelita en Merlo. Esa parcelita de la que tanto han hablado mientras caminaban, las manos entrelazadas y las miradas perdidas.
En esa parcela —elegida con orientación al este para aprovechar la luz del sol— construirán su chalet. El frente con piedra imitación Mar del Plata, las ventanas amplias y con persianas barnizadas. A Martita le encanta la combinación de piedra y madera natural, que da ese aspecto rústico tan de moda.
Él sabe que en los dos dormitorios colocará parquet, y baldosas de colores en el resto de los pisos.
«¿Y para qué el segundo dormitorio?», ha preguntado Martita con un hilo de voz.
«Bueno», ha dicho Gregorio, los ojos clavados en los zapatos. «Para cuando se agrande la familia»
Martita no ha respondido, pero él ha percibido un temblor y un momentáneo aumento de la presión de esos dedos pequeñitos sobre los suyos, crispados.
Mañana, ese recuerdo, tan vívido en Gregorio Díaz, volverá —nebuloso— a la memoria de Martita, cuando todo sea un torbellino de imágenes y sensaciones congeladas para siempre.
Al pasar por El Molino, alcanza a oír que dan las dos y media. Debe ser el carillón del edificio de la Caja del Estado. Las campanadas son mazazos sobre el bronce.
Cruza Callao sin prestar atención, entre los coches y el trolebús, que le toca bocina.
Dentro de la sucursal del Banco Nación hay un caos: cobran los jubilados.
«Cuando yo me jubile, piensa Gregorio Díaz —mientras ordena los papeles sellados, los recibos de servicios y el impuesto municipal de agosto—. «Cuando yo sea jubilado, nada de hacer semejante cola para cobrar una limosna.
«Los últimos cinco años», razona —él, que ya no dispone ni de cinco horas—, «voy a aportar el máximo posible. Así, por lo menos, me ligo una jubilación digna»
Ya han pasado las tres y media cuando Gregorio Díaz vuelve al estudio contable.
El doctor Barbieri ha mandado colocar un hermoso reloj de pared en la recepción.
«Uno así me gustaría», piensa, y calcula que —si lo agrega a la lista de boda— quizá el tío Manucho se decida a regalárselos.
Martita le ha dicho que los muebles tapizados en cuero son muy pesados, que prefiere algo más moderno. El sábado van a recorrer la avenida Belgrano, y comparar algunos juegos de comedor en estilo escandinavo.
Él piensa llevar la libretita y anotar los precios y modelos al lado de la dirección de cada tienda.
Son ya las seis de la tarde; de la última tarde de Gregorio Díaz, empleado del estudio contable “Barbieri y asociados”.
Las seis de la tarde y el cielo es un espejo de luz. Nada anuncia la fatalidad; no hay ni un revoloteo inquieto de las palomas, ni una súbita ráfaga que corte la calidez del aire, ni un escozor inesperado, ni un sorpresivo golpe de melancolía. Nada.
Nada.
Gregorio Díaz se apura, se precipita por las escaleras del metro. Quiere llegar a Las Violetas antes que los padres de Martita, y reservar una linda mesa, lejos de la puerta.
Él cree que va a lograrlo, pero jamás averiguará que a don Amilcar le gusta echar dos terrones de azúcar en el café y revolverlo interminablemente. Jamás descubrirá que la señora Emilia sufre de un leve estrabismo y que parece mirar algo por detrás de su interlocutor.
Falta media hora para el instante crucial en que Gregorio Díaz morirá. Los acontecimientos ya están en marcha, todos los involucrados van ocupando sus respectivos lugares en la escena.
Tomado del pasamanos, cuenta las estaciones: Alberti, Plaza Miserere, Loria…
Cuando viva en Merlo deberá madrugar para llegar a horario al estudio. Pero está segurísimo de que el doctor Barbieri le dará un aumentito; algo provisional antes del ascenso a un puesto de mayor responsabilidad.
Al llegar a Castro Barros baja del metro, ansioso ante el ritmo cansino de los pasajeros.
Martita y sus padres —que después de discutirlo, han decidido gastar unos pesos y llegar a bordo de un taxi— se encuentran a menos de tres manzanas de la confitería. Martita se ha puesto un sombrerito con velo de tul, y se observa en el espejo retrovisor, enderezándose un rulo que se le desacomoda a cada rato. No volverá a ver a su novio con vida —lo ha considerado como su novio desde mucho antes de que él se le declarara en Plaza Italia—. No volverá a verlo con vida. Ignorante del porvenir inminente, Martita todavía es feliz.
Al fin en la acera, Gregorio Díaz vuelve a consultar su Girard Perregaux de imitación: son las seis, cuarenta y cinco. Va con el tiempo justo.
El mecanismo del reloj continúa su marcha. Seguirá marchando mucho más allá de las siete, la malla metálica rota; la esfera, borrosa del rouge de Martita, que la besará como a algo vivo, como a una extensión viva de Gregorio Díaz.
Falta poco para la hora prevista.
De tan concurrida, Gregorio apenas puede caminar por la acera; hasta que se produce un hueco, como si la gente le abriera paso.
Gregorio se lanza en una última carrera.
Gregorio Díaz —que vivirá apenas otros cinco minutos— sonríe al futuro, y corre hacia su muerte.