Era una noche de recuerdos.
Esta vez se despertó al instante. La luz de la luna se habría paso por entre las copas de los árboles, el aire era fresco y limpio, y las hojas marchitadas en el suelo danzaban a la par del endeble viento que las sacudía del suelo. Había estrellas, muchas estrellas. Y también había nubes negras. La luna colgaba en el centro, y el cielo estaba tapizado por morado y negro. Era una nueva batalla por el control de las alturas; era la luz contra la oscuridad, la interminable guerra que se libraba en todo momento sobre el mundo desde el final de la Primera Harmonía. Eran colores y sombras intrincadas entre sí, compartiendo un mismo lienzo que representaba la verdadera cara del mundo. Una cara de guerra.
Era mejor ver al cielo que regresar a sus sueños, a sus pesadillas, a su tormento y tortura, concluyó Egron, batallando por mantener sus ojos abiertos. Pero el permanecer despierto no significaba que había terminado su propia batalla. La imagen todavía pendía en las costas de su mente, empujada por la marea de sus recuerdos hasta la orilla de sus sentimientos. Aquella noche eclosionaba de nuevo en él: las cuerdas por todas partes, las paredes rojas, el libro que jamás cambiaba de página; veía vestidos blancos y una lluvia de estrellas descendiendo al otro lado de la ventana, y a los Caminantes con sus picos engalanados por nieve observándolo desde sus tronos en el punto más alto de las montañas. Por un instante pensó que de verdad estaba allí de nuevo, que lo que veía estaba pasando en ese momento. Pero no era así. El silencio era pesado como en aquella noche, bien era cierto, pero lo que estaba viendo era el resultado de sus acciones, de sus errores, de la muerte que desde entonces formaba parte de él, aquella consorte que tanto conocía. Era la noche en la que todo cambió para siempre, la noche en la que lo perdió todo. Lo que veía era su trauma, traído del pasado al presente, forzándolo a revivir aquel lúgubre, negro momento una y otra vez.
Las estrellas batallaban contra las nubes, así como Egron batallaba contra sí mismo. Si algo era peor que un mal sueño, era un mal recuerdo. El problema es que uno iba de la mano del otro. Era imposible no pensar en lo soñado una vez despierto, así fuera por un breve instante. Las imágenes se arraigaban de nuevo en su corazón, en aquel insondable vacío que sentía desde aquella noche. Las cuerdas sostenían brazos, piernas y cabezas. La sangre en las paredes y piso se abría paso hasta cubrirlo a todo de rojo. Las estaba viendo, impotente, abatido y destrozado. Estaba cerca de ellas, de su familia. Pero no lo suficiente como para salvarlas. Egron el lento, pensó entre lamentos.
El cazarrecompensas sintió la necesidad de hablar con Lera de nuevo. Habían pasado ya un par de meses desde la última vez que cedió a sus deseos. O, mejor dicho, a su tragedia. Sabía que no debía hacerlo, pero ¿qué otra opción de verdad tenía? Si no lo hacía, estaría pensado en ellas en aquella noche durante todo el día, algo que estaba seguro de que no podría soportar. Si las recordaba de esa manera, sería solo cuestión de tiempo para que intentara quitarse su vida de nuevo. Solo que esta vez no fallaría. Pero parte de él sabía que todavía no era su momento de morir. Eso venía después.
Sería rápido. Solo la tenía que ver por un par de minutos, es todo. No hacía falta de más. Solo lo suficiente para sacar esas aciagas imágenes de su cabeza, para recordarlas a otras, a una serie de imágenes que se veía incapaz de poder recordar ahora. Si bien seguiría viendo a la muerte, la imagen de esta sería diferente; sería una que traería consigo diferentes recuerdos, recuerdos ilusorios capaces de entumecer el dolor que conllevaba dentro de sí por el trauma de aquel día, el día en que no pudo llegar a tiempo. Egron el inepto, pensó sintiendo al viento.
Debatió consigo mismo durante un largo tiempo. La respuesta de si debía hacerlo o no le era evidente, flagrante como las estrellas en el cielo. Para la magnitud de su misión, era mucho lo que estaría sacrificando para ver a su esposa de nuevo. Pero él sabía lo que quería, su corazón estaba decidido. Un sacrificio solo se llamaba así porque se renunciaba a algo; era como un intercambio. Era eso o caer en la miseria.
Y si caía en la miseria, Egron jamás podría cobrar su venganza.
El cazarrecompensas tomó su larga espada con cierta renuencia, consciente de lo que estaba haciendo. Se había prometido no tratar con los muertos de nuevo hasta que llegara el momento adecuado. Quién sabía qué clase de peligros le esperarían todavía en el resto de su viaje. La princesa Celeste, su única manera para poder dar con el hombre que asesinó a su familia, seguía desaparecida. Egron quizás tendría que enfrentarse a la ira de reinos enteros en su búsqueda por la niña perdida, aquella que todo el continente buscaba desde la caída de Éthoras. Egron necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir si quería cumplir con su parte del trato con Thomas Dellar. Eso significaba hacerse de aliados, de espadas que pudieran serle de ayuda en las batallas por venir; de su propio ejército, si se le podía llamar así a lo que él tenía. Había tan solo suficientes almas que podía encerrar dentro de su espada. Cada una contaba. Cada una podía acercarlo a la princesa. Cada una podía acercarlo al hombre que llevaba una década buscando. Eran espadas a su causa, como lo es la de un vasallo hacia la de un rey. ¿De verdad sacrificaría nuevamente a un alma para poder ver a su esposa de nuevo?
La respuesta era sencilla. Sí.
El maleficio reposaba sobre la punta de su lengua. Las palabras las había dicho ya una incontable cantidad de veces, pero eso no significaban que fueran fáciles de decir. Nunca era fácil hablar con los muertos, incluso si estos habían sido familia. Podía sentir su corazón acelerarse, martillar contra su pecho. El sudor que surcaba su frente era un arroyo frío encausado hacia sus labios. Sus manos temblaban. La muerte parecía abrazarlo de nuevo, su fiel consorte, siempre presente junto a él. La corrupción de la naturaleza comenzó a fluir por sus venas nuevamente, permitiéndole sentir su poder y acceder a los secretos del mundo una vez más.
El entornó se tornó gélido, y voces deprecando por ser liberadas plagaron sus oídos con llantos estridentes y agonizantes. “Egron…Egron…Egron…” Comenzaron a llamarlo, a suplicarle que las dejara libres. Las caras de todas esas almas aparecían ante él. Las caras de todos aquellos que habían muerto y residían dentro de su espada. Las caras de todos aquellos a los que Egron había privado de la verdadera muerte.
Egron enterró la espada sobre el suelo y se hincó sobre una rodilla, sujetando el pomo del arma con ambas manos y cerrando los ojos. “Divina Arte Maldita de la Muerte: Manipulación de Almas.”
El suelo tembló hasta agrietarse a su alrededor. Pájaros graznaron en lo alto, saliendo disparados hacia el cielo de las copas de los árboles que precipitaban sobre el cazarrecompensas. El viento se tornó afilado, y la oscuridad pareció ganar terreno sobre la luz en las alturas del cielo. Sintió su propia alma hundirse un poco más en su interior, robándole una bocanada más de la remanente vida con la que se movía. Egron el muerto, pensó retomando el aliento.
Egron dibujó en su mente a la cara que anhelaba ver. Y cuando abrió sus ojos: su esposa, Lera, estaba frente a él. Su piel era pálida, y sus ojos se veían vacíos. El viento no ondulaba a su hermosa cabellera bermeja. Y su vestido se disolvía como niebla a la altura de sus rodillas. Lera cogió una hoja del suelo, y volteó a ver a Egron.
“Hola, Egron,” dijo la muerte con una voz fría.
Era eso o la miseria