Capítulo 1
Una tarde cualquiera, en medio del calor sofocante de la ciudad, caminaba sin rumbo por las calles hasta que un pequeño bar llamó mi atención. Decidí entrar. El ambiente estaba impregnado de un olor húmedo, y una música suave se escuchaba al fondo. La gente bebía y charlaba con normalidad, mientras yo permanecía sentado, observando en silencio.
Al fin me levanté y me acerqué a la barra para pedir un trago, pero, de pronto, sentí que algo me rozaba los pies: una rata cruzaba el suelo.
—¡Oiga, cantinero! —grité—. ¡Una rata acaba de pasarme por los pies!
El cantinero soltó una carcajada.
—¡Escuchen a este extraño! ¡Dice que una rata le pasó por los pies! —exclamó burlón.
Las risas se multiplicaron en el bar, hasta convertirse en una burla colectiva.
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—¿Todos son imbéciles o qué? —respondí alzando la voz—. ¿Acaso no ven lo que pasa? ¡Malditos alcohólicos repugnantes!
Un hombre, con la voz ronca, se levantó de una mesa y dijo:
—Muchacho… haznos un favor, cierra la puerta al salir.
Todos guardaron silencio por un segundo… solo para estallar en carcajadas nuevamente.
—¡Sí, cierra la puerta para que no entren las ratas! —bromeó otro, mientras las risas llenaban el lugar.
Salí de ese bar con un resentimiento que me alejaba de todo. Caminé por las calles, cruzando miradas con los transeúntes, y murmuraba para mí:
—¿Acaso no soy yo también una persona? ¿Por qué me miran así? ¿Será todo imaginación mía?
Me detuve, pensativo.
—¿Qué me pasa? ¿No puedo ser normal? ¿De dónde proviene esta sensación?
Un pensamiento oscuro comenzó a crecer dentro de mí, tan intenso que decidí sentarme en una banca. Observé a ambos lados, nervioso.
—Esto debe ser una enfermedad… —susurré—. No, no debo estar enfermo. Pero entonces, ¿por qué no me abandona esta sensación?
Sentía una extraña voluptuosidad al dejarme arrastrar por esos pensamientos que me rondaban como sombras, como si el mismo malestar me sedujera.
No le presté demasiada atención a lo que sentía. Me levanté, miré el cielo y murmuré:
—Ya casi oscurece, mejor salgo ahora para la casa.
Mientras me dirigía a casa, el clima cambió: el calor sofocante dio paso a una noche fría. El viento comenzó a despojar las hojas de los árboles, y el crujir de las ramas se mezclaba con el polvo que la brisa levantaba. Las alarmas de los automóviles sonaban sin descanso, los perros ladraban sin cesar.
Antes de entrar, decidí darle una vuelta a la casa. Cuando terminé, pensé:
—¿Por qué demonios le di la vuelta a la casa? Bueno… no importa. Fue solo un presentimiento.
Entré en lo que llamaba “casa”: una pequeña cueva infestada de insectos, donde las cloacas impregnaban el aire con un olor desagradable. Encendí la estufa para calentar café en una vieja jarra de aluminio abollada. Mientras el café hervía, abrí un cajón y saqué una pipa desgastada; el humo llenó el ambiente. Me dejé caer en un sillón roto y encendí la televisión.
En las noticias acusaban a un joven de un crimen cuya condena sería de seis años. Solté un bufido:
—Maldito gobierno… No, maldita inseguridad. Ellos se olvidan de nosotros. Vivimos como ratas, mientras los peces gordos comen a costa de nuestro hambre. Somos el queso en su trampa; ellos nos entrenan para servirles bien, pero ¿quién vive bien en estos tiempos? Yo soy un ejemplo: un hombre sin destino, no por la pobreza… no, sino por sus mentiras.
Guardé silencio un instante.
—Espera, ¿por qué hablo de política? ¿Será que busco justificar mis errores culpándolos a ellos… o porque me indigna el crimen de ese joven?
De repente, un pensamiento escalofriante me atravesó.
—¿Sería yo capaz de hacer algo así?… ¿Sería capaz de cometer un crimen así de atroz?
Capítulo 2
El hombre estaba experimentando una emoción extraña, tan intensa que su razón no podía aceptar. Se levantó del sillón y caminó hacia el baño. Abrió la llave, tomó agua con las manos y se lavó el rostro. Frente a él, el espejo lo observaba, devolviéndole un reflejo que parecía ajeno.
—¿Quién eres? —murmuró—. ¿Acaso me conoces?
Se quedó en silencio, como esperando una respuesta de aquel doble que no pronunciaba palabra.
—Te entiendo —continuó—. Yo también soy así… Tener un poco de conciencia de más no está tan mal, ¿verdad?
Se inclinó hacia el espejo y lo miró fijamente. Sus dientes rechinaban mientras la rabia comenzaba a transformarse en lágrimas.
—¡Maldito cretino! No tienes vergüenza… ¡Me das asco! —gritó.
De pronto, su puño golpeó el cristal con fuerza. El espejo se resquebrajó, distorsionando su reflejo en mil fragmentos.
—¡Mierda! —exclamó con voz desgarrada.
Desprendió el espejo de la pared y lo lanzó contra el suelo. Los pedazos se esparcieron mientras un hilo de sangre comenzaba a brotar de su mano. Tomó un pedazo de tela para vendarse, y, sin mirar atrás, caminó hacia la ventana junto a la puerta principal. Observó la hora.
—Por esta noche me quedaré en casa… —dijo para sí mismo—. Afuera no hay nada interesante.
Se dirigió a su habitación. Sobre la mesa reposaba un lápiz. Lo tomó, abrió el cajón y sacó un trozo de papel. Sus manos temblaban mientras escribía:
“Escribiré mi propia historia, donde pueda ser libre y dejar escapar cada pensamiento sin ser juzgado por nadie. Y, al final, seré yo quien decida cómo termina, junto conmigo.”
Capítulo 3
El hombre tomó la hoja que había escrito y la guardó en la gaveta. Luego se recostó para tomar una siesta. En cuestión de minutos, cayó en un sueño profundo.
Soñó que estaba en un bosque. A lo lejos, escuchaba gritos de niños jugando, risas y carcajadas. Caminó en dirección al sonido, intentando descubrir de dónde provenía esa algarabía. Al llegar al sitio, se encontró con una pequeña casa, sencilla pero hermosa. Había flores alrededor, un césped bien cuidado y un viejo pozo. Cerca de él, dos niños y una niña jugaban.
Los dos hermanos corrieron hacia el interior de la casa mientras el hombre, oculto detrás de un árbol, los observaba. La niña comenzó a lanzar piedrecillas dentro del pozo. Por un instante, el hombre desvió su mirada hacia la casa; cuando volvió a mirar, la niña ya no estaba. Miró a su alrededor con desesperación, hasta que sintió una presencia a su espalda.
La niña estaba ahí, mirándolo fijamente.
—Papá… —susurró ella.
El hombre despertó sobresaltado, con el corazón latiendo a toda velocidad. Su sábana estaba empapada de sudor, al igual que su rostro.
—Solo fue un sueño… —murmuró, intentando calmarse—. Todo está bien.
Aun así, la sensación de que había sido real no lo abandonaba.
—Qué sueño más extraño… —susurró mientras se recostaba de nuevo, mirando el techo, con los brazos detrás de la cabeza. Poco a poco, volvió a dormirse hasta que llegó el amanecer.
Capítulo 4
Una vez amaneció, se levantó y se quedó sentado en su cama, revisando la herida de su mano. Después fue al baño a bañarse. Al terminar, volvió a su habitación para vestirse con ropa vieja. Ya listo, salió a la calle a buscar trabajo, con la esperanza de conseguir algo para alimentarse.
Caminaba y caminaba, contemplando el aire fresco de la mañana. Aún se escuchaban los sonidos de la naturaleza mientras el pueblo apenas despertaba.
—Así se siente la atmósfera de la madre naturaleza… Su calidez me trae paz, aunque sea solo por un instante. No se le puede negar —murmuró.
Llegó a un pequeño negocio de donde provenía un olor desagradable.
—Este podría ser el lugar donde podría trabajar… aunque, ¿quién querría trabajar en un sitio así? —pensó.
Se acercó y preguntó si necesitaban ayuda.
El dueño lo miró y le dijo:
—¿Qué edad tienes?
—Tengo 29, señor —respondió el joven.
—¿Y cómo te llamas?
—Mi nombre es… —El joven vaciló, pero en ese momento entró un cliente. El dueño lo interrumpió.
—No importa tu nombre. Estás contratado. Toma, ponte este delantal, hay mucho por hacer.
—Sí, señor.
—Empieza limpiando esas canastas de pescado. Y otra cosa: quiero los cortes como hilo de cuchilla.
—De acuerdo.
Mientras el joven trabajaba, el dueño volvió a hablarle:
—Oye, muchacho, ¿cómo terminaste así?
—¿A qué se refiere, jefe?
—A tu estado, chico. Nunca te había visto por aquí. Llevo 27 años con este negocio.
—Pues… la verdad, señor, estoy aquí por simple casualidad. Aunque usted no lo crea, vengo de una buena familia. Lo más extraño es que no recuerdo si realmente tuve familia. Pero mis modales, mi forma de hablar, mi conocimiento… me hacen pensar que tuve buena educación.
El dueño lo miró con curiosidad.
—¿Eres consciente de lo que acabas de decir?
—Sí, señor.
—Por lo menos, ¿sabes cómo llegaste aquí?
—No exactamente. Desperté en una casa muy vieja, con la cabeza vendada, y sin recuerdos. Es como si esta fuera mi vida real… pero no quisiera recordar la anterior. Tengo pesadillas con cosas que desconozco. A veces me llegan pensamientos que parecen querer escapar y hacerse reales, pero yo los rechazo. Claro que usted no lo comprende… pero yo sí lo comprendo muy bien.
El dueño cruzó los brazos, intrigado.
—Vaya historia, hijo. Pero esos peces no se van a cortar solos.
—Sí, señor, ya termino —respondió el joven.
—Sabes, me recuerdas a mi hijo cuando era joven… Él también dejó la vergüenza de lado para ayudar en este negocio.
Capítulo 5
—Señor, ¿le puedo hacer una pregunta?
—Sí, dime —respondió el hombre.
—¿Sería capaz de cometer un crimen… solo para satisfacer sus deseos y pensamientos?
El pescador lo miró extrañado. —¿A qué viene esa pregunta, muchacho?
El joven dudó un momento. —No, es que… estoy leyendo un libro y necesito saber esa respuesta.
En realidad, no era un libro: era su propio deseo oscuro el que lo atormentaba.
El hombre suspiró. —Mira, hijo, tener deseos es completamente normal en el ser humano. Pero darles forma… convertirlos en realidad, eso ya es tu decisión. Escucha bien: donde hay placer, ya sea bueno o malo, siempre hay límites. Para que un crimen se haga real primero nace el pensamiento, después viene la razón; de la razón, la duda, y luego la conciencia. Si después de pasar por todas esas etapas el pensamiento sigue igual de fuerte… busca ayuda, muchacho.
Se hizo un silencio pesado. El hombre se levantó. —Bueno, ya basta por hoy. Cierra todo. Mañana será otro día.
—Sí, señor —respondió el joven.
Pero mientras guardaba las cosas, su mente no dejaba de repasar cada palabra. Se sumergió más en esos pensamientos oscuros, analizándolos. Y cuanto más lo hacía, más intensa se volvía esa sensación. Una sonrisa maliciosa, casi imperceptible, se dibujó en su rostro: así de poderoso era ese deseo escondido.
Capítulo 6
Ya una vez cerrado el negocio, el viejo pescador le dijo al joven: —Hey, muchacho, toma, te lo mereces.
El pescador le había entregado 250 pesos y añadió: —Cómprate algo de ropa, porque verte así… Creo que ya es suficiente el olor del negocio como para soportar también el tuyo, ¿no, muchacho? Mañana quiero ver a otra persona, ¿comprendes?
—Sí, jefe, comprendo.
—Y otra cosa, joven: ese dinero que te di, úsalo bien, porque lo descontaré de tu sueldo de la próxima semana, ¿entiendes, muchacho?
—Sí, jefe, comprendo muy bien.
—Ah, y no me digas “jefe”. Ya soy un viejo pescador, y que me llamen así me parece una total estupidez. No soy digno de ese título. Para ti, soy el señor Franklin Grady.
—Sí, je… perdón, quise decir señor Franklin.
—Está bien, muchacho. Ahora puedes irte. Nos vemos mañana.
Ya el joven se había ido del negocio. Caminaba por las calles del pueblo en plena oscuridad; era una noche sin luna y las calles, por falta de luz, estaban sumidas en sombras. Eran las 11:30, el pueblo ya dormía, pues nadie se atrevía a rondar a esa hora por la inseguridad.
Mientras caminaba, pensaba: —Bueno, tengo 250 pesos… ¿Qué debería hacer primero? Mañana veré qué hago. Por ahora, iré a casa. Necesito descansar; hoy fue un día agotador.
Al llegar a la casa fue directamente al cuarto, abrió el cajón, sacó una hoja y escribió: “Sigo existiendo, pero vivir… vivir es otra cosa.”
Una vez escrita la frase, guardó la hoja nuevamente en el cajón. Se sentó en la cama, se quitó los zapatos y se estiró. —Gracias al viejo tengo la barriga llena… Me iré a dar una ducha —murmuró.
Mientras se duchaba, un recuerdo extraño lo golpeó: alguien le decía, “Debajo de tu cama está la nota.” Cerró la llave del agua y, apoyándose en la pared con una mano, se tomó la cabeza con la otra. Salió del baño de inmediato para revisar. Levantó el colchón, buscó y buscó, pero no encontró nada. Se quedó pensativo, volvió a acomodar el colchón, se recostó y dijo:
—No me interesa mi pasado… Ahora tengo mejores planes. Creo que me estoy volviendo loco. ¿Qué persona puede vivir bien con recuerdos que desconoce? No tengo idea de quién soy ni qué hago en esta cueva de ratas. De todas formas, si vienen a buscarme, podré descubrir cómo terminé aquí, en esta choza vieja. Mientras tanto, seguiré trabajando con el viejo pescador.
Capítulo 7
El amanecer lo sorprendió fuera de casa. El joven caminaba con paso ligero, y mientras el aire fresco le rozaba el rostro, respiró profundamente. Los árboles se mecían bajo el soplo del viento, como si saludaran al nuevo día. Cerró los ojos un instante y murmuró para sí:
—La paz verdadera está en la madre naturaleza.
Avanzó sin rumbo fijo hasta llegar a un parque infantil. Allí, el eco de un recuerdo lo atravesó como una herida abierta:
Una niña, con los ojos enrojecidos por el llanto, lo miraba suplicante.
—No quiero que me dejes aquí, papá… Prometo obedecer, pero no me dejes. ¡No, papá, aquí no! —gemía, aferrándose a su brazo.
Él, con el corazón desgarrado, intentaba calmarla:
—Tranquila, hija. Te prometo que vendré por ti. Mira, toma esta cadena, era de tu madre. Con ella no te sentirás sola.
—No quiero estar aquí, quiero ir contigo… —sollozaba ella.
Él apretó los labios, luchando contra las lágrimas.
—Escúchame, no tengo mucho tiempo. Eres valiente, mi pequeña. Prométeme que no harás ruido.
—Está bien, papá… lo prometo.
La niña, temblando, lo abrazó con todas sus fuerzas.
—Te amo, papá.
Él se inclinó y, con la voz quebrada, respondió:
—Yo también te amo, hija. Vendré por ti… aunque tenga que burlar a la muerte.
El recuerdo se desvaneció y el joven volvió a correr. Dio varias vueltas alrededor de la casa, confundiendo el rastro para despistar a los perros. Después se internó en el bosque, hasta alcanzar la carretera.
El rugido de un motor lo llenó de esperanza. Alzó el brazo con desesperación. El automóvil frenó y la ventana se bajó lentamente.
—Gracias a Dios… necesito ayuda —dijo, con la voz entrecortada.
En el asiento trasero, un muchacho lo observó con fastidio.
—Apúrate, viejo, no quiero llegar tarde a la fiesta de graduación.
El conductor lanzó una carcajada cruel:
—¿Oíste, viejo? Vete al carajo.
El copiloto, en cambio, lo miró con seriedad y le tendió un botiquín de primeros auxilios.
—Toma, esto te servirá.
—¿Qué haces? —bramó el conductor.
—No ves cómo está herido… alguien tiene que ayudarlo.
—¡Bah, qué te importa! —intervino el chico del asiento trasero, golpeando el respaldo con impaciencia—. ¡Arranca ya!
El coche rugió y desapareció levantando polvo en la carretera. El joven quedó de pie, temblando de rabia.
—¡Hijos de puta! —gritó con todas sus fuerzas.
Se dejó caer en la orilla del camino, apretando los puños contra la tierra.
—Mierda… mierda… Tengo que llegar a la ciudad. ¿Estará bien mi hija? —susurró, sintiendo el peso del miedo.
Respiró hondo, obligándose a recuperar la calma.
—Ella es fuerte… es obediente. Estará bien. Ahora lo importante es llegar a la ciudad.
Se levantó tambaleante, con la mirada fija en el horizonte.
—Esperaré otro auto. Diré que me atracaron y me dejaron aquí. Quizá así me lleven. No puedo contar lo que realmente ocurre… Sí, eso haré.
Y continuó caminando, con el corazón dividido entre la esperanza y el miedo, sabiendo que cada paso lo acercaba —o lo alejaba— del destino de su hija.