**Duelo, luego soy.**
Anya Parr lleva siempre un portamonedas rojo en forma de corazón dentro de su bolso. Sólo ella sabe que el portamonedas está lleno de alfileres.
Como cada mañana, baja los escalones del metro para llegar a la estación de República Argentina. El corazón se le acelera cuando nota que ya no recibe el aire oscuro de la madrugada en cada respiración. En cualquier momento la realidad podría distanciarse, volverse ajena y desaparecer tras el color amarillo, desvaído y sucio en las paredes. En cualquier momento, la realidad podría transformarse en algo y fundirse con el ruido de las escaleras mecánicas que transportan ciclos de humanos en gris. Ese sonido que invade pero no se oye salvo si uno presta atención. Y en sólo instantes, la respiración se vuelve hueca, loca, una carrera por sobrevivir (¿pero correr adónde?). Y uno se funde también en el sesgo de los ruidos, como si los pies ya no tocaran el suelo. Como si el suelo fuera ficticio y uno jamás hubiera estado enraizado en ninguna (o alguna) parte.
Tocroc-cotocotroc-Tocroc. ¿Es este el sonido del mundo? Anya se siente mareada porque ha comenzado a hiperventilar. No encuentra su propio latido ni tampoco su corazón. ¿Cómo se daría cuenta si hubiera muerto? Nada a su alrededor garantiza su propia vida, aunque todo suena, todo se mueve y los colores se funden. Ella misma se está fundiendo en las infinitas dimensiones que caben en un instante.
Tantea el bolso, con ojos en las manos. De pronto el monedero rojo, al fondo del todo, es lo único que ve. Lo abre y toma uno de los alfileres sin sacar la mano. Con apremio se pincha, lo siente, cierra los ojos y respira aliviada.
Ha perdido el metro, pero eso no importa. Ahora está segura de una cosa: el dolor es real. Si el dolor es real es porque ella también lo es.
Saca la mano del bolso y observa la pequeña gota de sangre colgando en su dedo índice: la lágrima de Dios. El rojo rubí es real. La sangre es real. La quemazón que sigue al dolor es real.
Respira. Traga saliva. Ya no se ahoga. Ahora puede dar un paso más para afrontar la vida. Puede meterse en el vagón de metro sin desaparecer en él. Sus pies vacilan, pero se apoyan en el suelo.
Sentado frente al andén hay un joven tan bello que parece un ángel. “Dile a Dios que me muestre al conejo blanco”, susurran los pensamientos de Anya. Los pensamientos de cierto tipo son serpientes enroscadas, dormidas hasta que dejan de estarlo y deciden hablar sin previo aviso.
El joven mira a Anya y sonríe con inocencia. Quizá no es la primera vez que la ve en el andén de la estación de metro. Y seguramente sabe que el Conejo Blanco es lo único que puede salvar a alguien cuando, cual campana de iglesia, voltea la realidad.
El tren silba a lo lejos en las tripas de la tierra. Un cartel luminoso indica que va a efectuar su entrada en la estación. El estruendo mecánico lo anega todo menos las miradas que se cruzan.
“Se ha ido por ahí”, responde el joven sin hablar, señalando a las vías con un gesto de barbilla. Se refiere al Conejo Blanco, claro. Al Conejo Blanco que conoce otros mundos, y también la mayoría de dimensiones ocultas en un instante.
“Salta. Salta y disuelve por fin el nudo de tu garganta. Que reviente y la angustia salpique como tinta negra los muros y los rostros”.
El nudo vivo es real.
Anya se acerca al andén, dubitativa. Le duelen las manos, pero no como cuando usa los alfileres. ¿Llegará el día que se pinche y ya no sangre?
Tocroc-Tocroc-TOCROC.
Salta. Le hace caso al ángel y salta en pos de la magia blanca. Se funde al momento con la máquina de muerte que la embiste, y entrega su último pensamiento a la nada, a ese acolchamiento inmovilizando sus manos un par se segundos antes: “Nunca debí dejarlo. Nunca debí dejar de escribir”.
El nudo —la mordaza del alma— se retuerce ahora en sangre negra buscando otro cuerpo. Es probable que lo encuentre.
(Relato publicado en Literanoicos para el reto mensual: El tema del mes - Literanoicos