1
El chapoteo de las pisadas de los caballos empapaba sus largos y desdeñados pelajes. Las pezuñas dejaban su huella en la arena húmeda. El mar arrastraba su cremosa espuma hasta la orilla, donde las olas rompían con parsimonia ante la indolente mirada del sol. En la distancia, antes de la fina y blanca arena de la playa, se encontraba la selva. Lo que ocurrió allí les había obligado a huir. Ahora la selva se presentaba realmente aterradora. Los gigantes algarrobos abrían sus brazos, y entre sus ramas se oía el sonido de los tambores y los cánticos arcaicos.
Al otro lado, la playa continuaba. Seca, desierta. Un paraíso sin palmeras, ni bares, ni turistas, tan blanco como la nieve. Paralelo a la playa, había un hermético muro de escarpadas rocas que se alzaba hacia muy arriba, tanto que desde abajo era imposible ver su cima. Aquellos caminantes no hallarían nada hasta muchísimos kilómetros más adelante. No sabían qué esperar, pero con cada paso sus esperanzas se agotaban. El silencio era sepulcral. No habían gaviotas graznando y el mar estaba quieto y vacío. Había momentos en los que el propio sol parecía producir algún extraño sonido dentro de las personas que lo miraban por largo rato.
La comida era abundante, la suficiente para abastecer a todo el grupo hasta pasadas un par de semanas más. Pero para ese entonces, esperaban hallarse en algún lugar diferente, algún paraíso detrás de la playa. Con muy poco tiempo de margen, fueron capaces de reunir toda esa comida y huir con ella de la selva. Algunos huyeron. Otros se quedaron y murieron.
Los relojes habían dejado de funcionar, todas las manecillas marcaban la misma hora: 11:04. Los días pasaban. Debía de haber transcurrido una semana desde que ocurrió aquello, pero nadie estaba realmente seguro.
…
Un chico de aspecto delgado y demacrado corría en el sentido contrario al de los caminantes. Se deslizaba ágilmente entre los escuálidos caballos. Tenía los ojos abiertos como platos y los brazos abiertos como si fuera a volar. Entre sus labios guardaba una noticia que estaba ansioso por anunciar. Se le hacía la boca agua. Los caminantes se volvían para mirarlo. Se preguntaban qué podría haber ocurrido. Tal vez habían hallado un paraíso, un paraíso de verdad, con bares, palmeras y turistas. O tal vez un trágico final de la playa, donde la arena acababa y los cocos no contenían agua.
-¡Alfredo! - gritó Gerard entre jadeos, soltando cuanto aire restaba en sus pulmones- ¡El gobernante Rudolf y sus jinetes han descubierto un árbol gigante más adelante!
-¡¿Un árbol?! - respondió Alfredo - ¿Te estás quedando conmigo? Es imposible que exista vida alguna en este desierto, enano.
-¡Sí, hermano! ¡Uno grande y frondoso, como los de la selva! ¡Créeme!
Mientras Alfredo le explicaba por qué aquello no era posible, el pequeño mensajero se asomaba entre los lomos de los caballos para tratar de ver algo. Los jinetes que se encontraban cerca y que habían escuchado la conversación reían y murmuraban. Los animales relinchaban ante el alboroto.
-¡Allí! - interrumpió el niño señalando con el dedo - ¡Mirad, está allí!
Todos los caminantes de alrededor, incluido Alfredo, levantaron las miradas, incrédulos de las palabras del chico. Nadie creería que un árbol pudiera subsistir en tales condiciones. Sin embargo, debieron cerrar las bocas con antelación, porque allá, a lo lejos, se levantaba de entre los granos de arena un gran árbol, de ricos frutos, verdes hojas y vasto tronco. Hasta los caballos, de todos los colores y tamaños, debieron quedar anonadados ante la visión.
A Alfredo se le agotó el aliento. Aún así, expulsó el poco aire que quedaba en su garganta. Era un árbol como los de la selva.
…
Todos los caminantes de la comunidad tendieron campañas y se dispusieron en grupos por toda la zona que se mantenía fría bajo las infinitas ramas del árbol. Se tomaron una larga jornada de descanso. Dejaron la selva atrás y se revolcaron en la arena como lo harían los cerdos en el barro. La comunidad jugaba y comía como si fuera el último día. Como si el próximo despertar se hallase tan distante como las estrellas en el firmamento. Las mismas que adornaban el cielo nocturno como bolas de un árbol de navidad. Luego prendieron una fogata con ayuda de un puñado de ramas secas y hojas muertas, alrededor de la cual se sentaron todos en fraternidad y comenzaron a contar historias. Rieron anécdotas. Cantaron canciones. Recitaron viejos poemas de amor. Bailaron en la orilla y nadaron en el mar. No existía el miedo. Ningún peligro. Solo decenas de vidas cortas que por una noche fueron eternas. Eternas bajo el árbol del tiempo.
Lo que ocurrió en la selva fue olvidado por unas horas. Como si todo fuera bien. Como si sus vidas no pendieran de un hilo de franela. Como si sus cuerpos no fueran tan frágiles que una ligera brisa de viento no pudiera hacerlos desvanecer como a la arena. La misma que pisaban descalzos, sintiendo su frescura. Gimiendo de placer.
No se mencionó aquello hasta que muchos se marcharon a las tiendas de campaña, hasta que los niños ya no podían oír nada, hasta que la luna se ocultó tras densas nubes negras. Estefania estaba sentada sobre un cojín de estampado de flores. La arena le hacía cosquillas entre los dedos de los pies. Con sus brazos envolvía la cabeza de su elegante corcel blanco con ternura. Este se hallaba echado sobre sus fuertes patas, las cuales algún día ganaron premios en carreras y competiciones. Una mosca se posó sobre los párpados del caballo arrastrando un ligero zumbido. Estefania la espantó y le plantó un beso en el hocico. El fuego carraspeaba con vigor, las cenizas se acumulaban bajo las ramas y hojas secas, y Alfredo quemaba su mirada en las llamas de la fogata.
Estefania lo miró por largo rato. Se preguntó qué podía estar pasando por su cabeza. Alfredo volvió la mirada hacia ella. Ella le sonrió con afecto. Contempló su rostro, blanco, frío y delicado como la arena de la playa. Su cabello era rubio y se había quemado ligeramente tras tantos días expuesto al sol costero, al igual que sus ojos, que se habían tornado tan oscuros como el azabache. Sus mejillas estaban sonrojadas, habitadas por un mar de pecas que le daban un aspecto más tierno a su sonrisa. Tenía las piernas flexionadas y la cabeza apoyada sobre las rodillas. Alfredo le correspondió el gesto.
Ella volvió a abrazar la cabeza del bonito corcel. Acariciaba su testuz con sutileza. El caballo relinchó y cerró los ojos. El fuego crepitante dormía a cuantos quedaban en pie. El joven poeta era llevado a su tienda de campaña por dos de sus amigos porque roncaba demasiado fuerte. Quedaban despiertos Alfredo, Estefania y el viejo gobernante, Rudolf.
Estefania comenzó a entonar una vieja nana mientras el caballo, cuya cabeza aún descansaba entrelazada en sus brazos, caía en un sueño profundo. Muy profundo. Alfredo la miró con una sonrisa de oreja a oreja.
-Hay que ver, qué tierno es el amor entre adolescentes - manifestó Rudolf.
Alfredo volvió rápido la mirada, como si le hubieran cazado mientras hacía algo que no debía estar haciendo. Como cuando, de niño, su madre les cogía a él y a su hermano jugando en el salón demasiado tarde y les reprendía. Estefania se volvió también y dejó de cantar.
-¿Qué quiere decir? - preguntó él.
-Ustedes ya saben a lo que me refiero - respondió con convicción.
Alfredo y Estefania intercambiaron una mirada de complicidad. Ambos no fueron capaces de aguantar las carcajadas y las soltaron en una bocanada de aire libre. Con ello expulsaron largos meses de romance secreto. De besos callados, de palabras sin voz. Rudolf también rió.
El silencio se volvió a abrir paso entre la noche. El viento retorcía las ramas del árbol que se precipitaba sobre sus cabezas. La marea había subido y las olas ahora rompían vigorosas. La luna cantaba dentro de las cabezas de los caminantes que dormían en las casetas. Alfredo tomó una hoja verde que descansaba sobre la arena y la arrojó al fuego. Contempló entonces cómo crujía y se convertía en un diminuto puñado de cenizas.
-Rudolf… - dijo Alfredo sin apartar la mirada de la hoguera.
Rudolf esperó a que continuara. Estefania enarcó las cejas.
-¿Qué crees que hay al final de la playa? - interrogó arrastrando las palabras.
-Nada, sin duda - Alfredo frunció el ceño confundido - Veréis, nuestras vidas están regidas por un destino, un libro ya escrito y sobre el que no tenemos poder de decisión. Los hombres seguimos nuestro propio destino. Y el destino decide cuando ha de acabar la vida de los hombres. Uno nunca sabe adónde le llevará el destino.
-No lo entiendo, ¿eso qué tiene que ver con la playa? - manifestó Estefania incorporándose.
-La playa es el camino hacia el destino final. Hacia el destino de todos nosotros - aclaró el gobernante.
Alfredo y Estefania se miraron con temor. Alfredo buscó a tientas la mano de ella. Cuando la alcanzó, la acarició con suavidad, como quien mece la cuna de un bebé. Estefania entrelazó sus dedos entre los de Alfredo y le agarró la mano con reciedumbre.
-Al final de la playa no hallaréis nada - advirtió Rudolf - solo vuestro destino.
-Usted vendrá con nosotros, ¿verdad que lo hará? - preguntó Estefania.
-Mi destino acaba aquí mismo. Bajo este árbol.
…
Pronto la pareja se marchó a dormir, ambos en tiendas separadas. Un par de lágrimas se deslizaron por las jóvenes mejillas de Alfredo. Lágrimas de impotencia. De amor. A su lado se encontraba su hermano, que dormía plácidamente. Estefania, en otro lugar no muy lejos de allí, contemplaba la luna a través de una rendija. Junto a ella, tan solo distanciados por un trozo de tela, dormía su caballo. Los relinchos del animal la ayudaban a dormir. Estefania pensó en aquello que dijo Rudolf sobre el destino. Pensó en el final de la playa. Pensó en lo que sería de su vida y la de su bonito corcel. Y, por supuesto, la de Alfredo. Imaginó esos últimos granos de arena que marcaban la frontera entre la inmensa playa y el paraíso posterior. Allí habría una gran barbacoa y muchas personas vestidas con blancos y brillantes atuendos. Allí estarían sus tíos, su abuelo y las yeguas de su corcel blanco que debió abandonar en la selva. Allí estaría todo cuanto necesitaba para ser feliz. Pensó que lo primero que haría al llegar, sería plantarle un largo beso a Alfredo. Enfrente de todos. Allí. Al final de la playa. Podía verlo con los ojos cerrados.
Observó a Rudolf. Quieto, casi muerto. Sus blancas barbas se marchitaban en el fuego. Sus pies se hundían en la arena. Sin duda era un hombre muy sabio, el más sabio que Estefania había conocido nunca. Por ello, sus palabras sobre el destino alrededor de las cálidas llamas de la hoguera, quedaron impregnadas en las estrellas que Estefania contemplaba con miedo. Miedo como cuando era muy pequeña y llevaba dos dulces trenzas rubias que bailaban en su cabeza. Su tío Einar solía contarle historias de miedo antes de dormir. Ella se acostaba boca abajo en el interior de la tienda de campaña de su habitación y posaba la cabeza sobre la palma de sus manos. Jugaba con las trenzas a la espera de que su tío comenzase a palabrear. Mientras tanto, tarareaba. Murmuraba aquella vieja nana que años después le cantaría a su bonito corcel blanco, que en aquel entonces aún era yegua y era cuidada por su abuelo en la granja. Entonces el tío Einar, que hasta ese momento buscaba una buena historia con los ojos cerrados, la callaba, colocaba su dedo índice sobre los tiernos labios rosas de Estefania. “Ahí va” decía “Cuenta la historia, que un hombre muy muy viejo vivía en un castillo muy muy lejos de aquí…”.
Entonces fue ella quien hizo callar a su tío Einar. Guardó aquellos recuerdos en un cajón bajo llave. No quería volver a allí. De verdad no quería. Muchas personas no quieren recordar su infancia. Tal vez sin ninguna razón. Simplemente prefieren vivir en el presente. Estefania hacía tiempo que había cortado sus trenzas y las había guardado en ese viejo cajón. Se echó sobre el suelo de la tienda de campaña. La mente intranquila. La cabeza le daba vueltas con cada ola que rompía en la orilla. Sentía un ligero cosquilleo en la planta de los pies, como si alguien estuviese acariciándolas sigilosamente con una hoja. El caballo relinchaba cerca de su oreja. Si no hubiese sido por eso, no hubiera conseguido conciliar el sueño. Rudolf miraba las llamas sin mover un dedo. El tío Einar ya no le contaría más historias.
2
Aquella noche el destino alcanzó al viejo Rudolf. Sus barbas blancas se volvieron oscuras y se endurecieron. Algún día, a modo de broma y con una copa deslizándose en el sudor de su mano derecha, juró que serían inmarcesibles. Jamás pensaría que retomarían su perdida juventud. Sin embargo lo hicieron. Las estrellas vieron perecer al anciano gobernante y la luna cerró sus párpados cuando ya no respiraba. Su corazón dejó de latir al mismo tiempo que el fuego se extinguió entre las ramas secas y sobre una montaña de ceniza. Cuando los jinetes lo tocaron, su cuerpo se hallaba tan tieso como el vasto tronco del árbol, que descansaba tras él. Las moscas se arremolinaban sobre su cabeza. Bailaban y cantaban como la comunidad lo hizo la noche anterior. Habían encontrado su árbol. Una fuente de vida en mitad de un desierto muerto.
Fue el zumbido de las moscas lo que despertó a Estefania, quien no pudo creer lo que veían sus ojos. Rápido despertó a Alfredo entre sacudidas. Su hermano se quejaba por el alboroto entre las sombras de la tienda de campaña. Alfredo la consoló. Ella lloraba en su pecho mientras le arrancaba la camisa y le hincaba las uñas en el brazo. Cuando ambos miraron hacia arriba, el árbol se encontraba seco, sus puntiagudas ramas se retorcían en el aire. Atravesaban el alma. Las raíces se ahogaban bajo la arena. Desde la superficie se oían sus bramidos. El sol volvía a pegar fuerte. El sol volvía a sudar. El sol hacía ruido.
-El destino, Alfredo - dijo Estefania entre sollozos - él mismo predijo su muerte.
-Tal vez lo sabía - conspiró Alfredo - Tal vez sabía que moriría pronto, una enfermedad terminal, los latidos en retroceso, qué sé yo.
Ella seguía tirándole de la camisa.
-Pobre hombre - dijo y le dio un beso en la frente a Estefania.
Los jinetes se encargaron de enterrar el cuerpo de Rudolf junto al árbol. Sobre el montón de arena húmeda que habían recogido de la orilla clavaron un par de pequeñas ramas secas entrecruzadas. Juseph, el jinete superior y mano derecha de Rudolf, quien quedaba al cargo de gobernante, pronunció una breve oración. Una gota de sudor se deslizaba por su frente. Su cabello negro azabache se movía con una sutil brisa de viento que hizo levantar la arena por unos segundos.
La comunidad recogió las tiendas de campaña y se reunieron para una última comida antes de marchar. Pero ya nadie cantaba. Ya nadie reía ni bailaba. Nadie encontraba el valor para hacerlo. Por un momento, la playa olió a chorizo, caldo y fruta fresca. Las moscas que zumbaban alrededor de la mesa trajeron el nauseabundo hedor de un cuerpo en descomposición. En aquel almuerzo no se dijo una palabra. Todos habían olvidado las canciones, las anécdotas y los viejos poemas de amor. Ahora el reminiscente recuerdo de la selva y todo lo que ocurrió allí hacía una semana volvió a reflejarse en el agua del mar. Y quemaba. Quemaba tanto.
…
Los pasos comenzaban a pesar. Los días se hacían más largos. Muchos se deshicieron de sus calzados por el calor. Los arrojaron al mar y pidieron un deseo con los dedos entrelazados y los ojos cerrados. Sin embargo, la alegría de los hombres se rehusaba a morir enterrada en la arena, sino que revivía por momentos. Eso los mantenía en pie. Lo haría hasta que alcanzaran la meta. El final de la playa. Los relojes seguían parados: 11:04. La hora que todos aquellos caminantes recordarían por siempre, vivos o muertos. Las manecillas de todos los relojes grabaron para la eternidad el momento en el que todo se derrumbó. El instante en el que la selva se rebeló y se precipitó sobre sus propias cabezas. Cuando muchos rezaban y otros amontonaban comida y agua en las carretas. Cuando muchos otros morían. El reloj paró de contar horas, minutos y segundos. En ese momento, el tiempo se detuvo.
Un día todos se tomaron un baño en el mar. Un día que el sol pegaba tan fuerte que quemaba las miradas de los caminantes. No obstante, el agua se hallaba helada. Cada ola que golpeaba era más fría que la anterior. Más y más fría. Tan fría que los labios de los caminantes, ahora nadadores, se tornaron de un color muerto, carente de brillo.
Esa noche acamparon en la orilla y prendieron una fogata en la que organizaron una barbacoa. La grasa y la ceniza goteaban. La comida corría entre las bocas de los caminantes. Sus dientes amarillos la machacaban. Destrozaban la carne y trituraban la verdura. La noche se cerraba y cernía sus manos sobre la comunidad. El nuevo gobernante, borracho como una cuba, dio un cómico discurso a la luz de las llamas. “¡Mañana marcharemos hacia allá!” señaló el mar con el dedo, la gente rio “¡Oh sí, señores, no rían porque es la verdad! ¡Caminaremos mar adentro, venceremos las olas y nadaremos junto a los tiburones!”. Mientras tanto, Alfredo cuidaba de su hermano, Gerard, en el interior de la tienda de campaña. No había dejado de toser en toda la noche. Ahora la fiebre cubría su cuerpo y los escalofríos le retorcían. Su piel, hasta entonces oscurecida por el sol, palideció como la de un muerto. Justo como lo hizo la del viejo Rudolf. Alfredo, allí sentado junto al lecho de su hermano, pensó en él. Estefania dormía a su lado, respiraba tranquila y uniformemente.
-Pobre Rudolf - lamentó para sí - murió solo.
De pronto un terrible miedo invadió su cuerpo. Temió morir solo. Sin nadie que le cerrase los ojos. Que le agarrase con fuerza la mano a la espera que su corazón volviera a latir. Que abrazara su cuerpo muerto, o incluso que lo besara tiernamente como despedida. Contempló a Estefania. Se movía mucho y fruncía el ceño constantemente. Debía estar soñando. Tal vez una pesadilla. Alfredo acarició su mejilla y su cuerpo se calmó. Ahora su respiración latía con sosiego y parsimonia. Sin prisas ni sudores. Como las olas del mar helado.
-Al… Alfredo - titubeó Gerard con voz enfermiza
De pronto volvió a la realidad. Abandonó el profundo mundo de las ideas y giró la mirada hacia su hermano cada vez más enfermo. Su rostro era sin duda el de la muerte. El de un anciano que conoce su final, pero encarnado en la expresión dulce e inocente de un chico de apenas ocho años.
-Dime - respondió - dime, Gerard.
-Siento un… un dolor en el abdomen… y… y un terrible dolor de cabeza…
-Lo sé, Gerard. No te preocupes, mañana todo estará bien y podrás recorrer la diligencia cuantas veces desees. Comerás, beberás, bailarás y nadarás. Te lo prometo. De verdad te lo prometo, enano.
Gerard asintió. Sus ojos brillaban y reflejaban el rostro cansado de su hermano. Gerard sabía que no decía la verdad. Lo sentía por dentro. Sentía la enfermedad brotando dentro de él, entre sus órganos y venas, como una raíz en busca de agua y nutrientes, solo que en esta ocasión esa raíz buscaba su corazón. Enredarlo entre sus ramas, apretarlo fuerte, hasta que deje de latir. Esa raíz buscaba matarle.
Todos allá afuera estaban colocados, tambaleándose y durmiendo inconscientes en la blanca arena. Por lo tanto, Alfredo aprovechó para dormir abrazado a Estefania. Nadie se daría cuenta. Ella no advirtió su presencia pero de seguro la sentía. Sus brazos cálidos envolviéndola, el frío calor de su cuerpo, su respiración sobre la nuca. Así como debió sentir un tierno beso sobre su mejilla. “Buenas noches” susurró. Y le pareció notar una sutil mueca en su rostro. El ademán de una sonrisa.
Alfredo estuvo toda la noche en un estado de duermevela. A veces echaba un ligero vistazo a su alrededor, miraba por el rabillo del ojo. Comprobaba que todo estuviera en su sitio. Sentía miedo. Como cuando era niño y aún dormía con su madre. En mitad de la noche se desvelaba, se quedaba sentado sobre la cama, con los ojos bien abiertos, feliz de que todo estuviera bien. Si su madre se levantaba del insomnio para tomar algo, o se marchaba a trabajar temprano, Alfredo se asustaba, contemplaba con temor las sombras que se deslizaban en las paredes de la habitación. Ahora temía despertar y no sentir el cabello de Estefania acariciando su rostro. Temía despertar solo.
Durmió el resto de la noche sin apenas interrupciones.