El final de la playa - 2nda parte

3

Alfredo se despertó entre goterones de sudor corriendo por su piel desnuda. Los rayos del sol penetraban parcialmente por la fina tela de la tienda de campaña. Aquello era un horno. Se oía mucho alboroto fuera. Miró a su alrededor, y pese a que su paz se había visto perturbada y torcida, corrió para comprobar que todo a su alrededor siguiese de la misma manera que la noche anterior. Pero esta vez no era así, Estefanía no estaba. Con ella, se había marchado la fresca brisa nocturna y en su lugar, una indomable tormenta de calor diurno invadió el lecho de él y su hermano.
Se preocupó tanto que ni siquiera se cercioró de que Gerard se encontrara dispuesto. Apenas le echó una rápida ojeada a su cuerpo frío y trémulo. Corrió fuera de la tienda. De pronto se halló inmerso en una multitud calurosa y aterrorizada. Todos corrían de aquí para allá sin mirar dónde pisaban y adónde iban. Todos gritaban, jadeaban, ordenaban y lloraban. Sin embargo, Alfredo no cedió a la histeria colectiva y mantuvo el aliento en su garganta. Un soplido que sería expulsado de su cuerpo en forma de preguntas al aire que nadie respondería. Caminó desorientado entre la gente, tratando de no chocar con nadie y esquivando los restos de tiendas de campaña y ramas carbonizadas desparramadas por el suelo. A lo lejos, entre tiendas y tiendas y más tiendas, vio el delgado cuerpo, las anchas caderas y el rubio cabello de Estefanía . Por unos segundos no hubo nadie más allí. Solo él, ella y su bonito corcel blanco, al que cargaba de maletines y le colocaba la montura.
-¡¿Qué es lo que está pasando aquí?! - Alfredo se aferró desesperadamente al lomo del caballo - ¡¿Por qué todos gritan y corren?!
-¡Oh, cariño! - exclamó ella - Han aparecido en el horizonte. Al amanecer, Juseph oyó los tambores y dio la alarma. Cada vez están más cerca, Alfredo, pronto nos alcanzarán, ¿tú crees que lo harán?
-Pe… pero - tartamudeó - Gerard está muy enfermo. No podrá caminar aún.
Sus palabras cayeron con la fuerza de un yunque sobre los brazos y piernas de Estefanía , los cuales quedaron paralizados. Dejó lo que estaba haciendo y miró a Alfredo. Una mirada penetrante. De ojos bien abiertos y expresión maldita. Sus palabras pesaron incluso para él. Comprendía la complejidad del asunto. Sintió un breve escalofrío recorrer su espalda. Sintió miedo, tanto que sus manos podían temblar y su corazón latir tres veces más rápido de lo que lo hacía. Silencio.
-Es… cierto - respondió al fin Estefanía - Hablaremos con el gobernador, de seguro nos dará una solución.
Alfredo no creía en esa posibilidad. Veía el consuelo en el tono de Estefanía . Lo veía en su mirada. Tal vez Rudolf les brindaría una brillante solución. Una idea tan extraordinaria que sólo podría ser creada por una mente como la suya. Benevolente, empática y humilde. Alfredo no creía que Juseph funcionara del mismo modo. Al fin y al cabo, era un simple novato. Su corazón estaría tan acelerado como el del resto de caminantes.
-Rudolf… - murmuró de manera casi ilegible, como si de alguna manera pudiera escucharlo.

La caseta de campaña del gobernador Juseph seguía en pie, levantada sobre toscas ramas y un par de montones de piedra traída de la cantera. Se hallaba en mitad del asentamiento. Indiferente al ruido, sin embargo. Juseph les acompañó a Estefanía y Alfredo hasta el interior de la tienda. Dentro, las velas aún proyectaban su sombra tenue y titilante en las paredes de tela, aunque el sol ya había despertado fuera y se había desprendido parcialmente del horizonte.
-Sean rápidos - señaló Juseph mientras abría el maletín de las bebidas y contemplaba todas las botellas.
Alfredo miró a Estefanía . Ella le hizo una señal con la cabeza y Alfredo se volvió hacia el gobernador, quien le daba la espalda. Lo enfrentó. Con miedo y sudor corriendo por sus venas, como cuando reclamaba una mala calificación a un profesor en la escuela. Tal vez temía que Juseph le azotara con una astillada y vieja regla de madera. “Vamos, Al, díselo” solían llamarle Al en el colegio “Dile que es injusto, dile que no se lo permitirás, ¡Vamos, Al, reclama lo que es tuyo!
Inspiró cuanto aire había en la tienda. Cerró los ojos y dejó que la calma invadiera sus nervios. Fue entonces cuando pudo enfrentarlo sin ningún temor. Fue entonces cuando observó su enmarañado cabello negro y su ojo derecho, blanco y muerto. Consiguió verlo vulnerable. Más vulnerable que él. Sin duda, ante un enfrentamiento imprevisto, podría atacar a su ojo izquierdo. Su padre solía decirle que cuando un enemigo queda ciego, deja de ser peligroso y deja de ser enemigo. Exacto. Eso es lo que haría.
-Ve… Verás, gobernante - contempló cómo se tocaba el mentón con sutileza, pensando qué botella sería la indicada para aquel momento - Comprendo que corren muchas prisas. Que la selva nos pisa los talones y que debemos marchar cuanto antes. Pero… -agarró una botella y la examinó - pero solicito una tregua.
Entonces, Juseph se volvió y lo miró. Dejó escapar una tímida carcajada y se giró de nuevo hacia su maletín con botellas. Hubo un largo y pausado silencio que se prolongó por años.
-¿Te apetece un Martini, Alfredo? ¿Mejor un Ron? ¿O tal vez un Jerez? - dijo con sorprendente calma - Verás, a mí personalmente, para estos momentos suelo escoger algo más ligero, que se escurra en la boca y refresque la garganta. Me ayuda a pensar, ¿sabes?
Hizo una pausa y recorrió todo el repertorio de botellas con la mirada.
-Por ejemplo - agarró una - un buen vino tinto. Sin duda un excelente vino tinto. De una reserva bien antigua y muy elogiada.
-Por favor, gobernante - suplicó Alfredo - una tregua, tan solo un par de días. El tiempo para que mi hermano se recupere de la enfermedad y sea capaz de caminar. Solo pido eso.
-¿Solo? ¿Solo pides eso, Alfredo? - respondió furioso - Me solicitas una tregua lo suficientemente larga para que la selva nos alcance, ¿has pensado en eso? Me pides que ordene a toda una comunidad que arriesgue sus vidas por la de tu hermano. Me pides que ponga a decenas de personas frente a la muerte ¡Solo pides eso, Alfredo! Pero te diré una cosa, ¡no pienso convertirme en un genocida! ¡Este no es el final, Alfredo! Al menos, no el mío.
Hizo una pausa y se sirvió una copa de vino tinto. Dio un largo trago que le quemó la garganta. Se aclaró la voz.
-Saldremos en una hora. Si quieres quedarte aquí, es tu decisión. No hay nada más que hablar.
-Pero, gobernante…
-¡Silencio!
Tomó un segundo trago que acabó con la copa. La dejó a un lado y volvió a tomar la botella.
-Será mejor que recojan sus cosas rápido… Ahora, pueden irse de mi tienda.
La mirada de Alfredo se incendió, como si sus pupilas hubiesen sido empapadas en el vino tinto que corría por la garganta del gobernante. Sus músculos se tensaron. Cerró el puño con una furia indomable. Estefanía apoyó la mano en su hombro con suavidad y eso consiguió calmarle. Sentía impotencia. Se sentía incapacitado de gritar, de pegar. Su abuelo le decía que los hombres debían ser valientes y capaces. Desde luego, él no lo era. Era poco hombre. De pronto se sintió tan pequeño que podría ahogarse en aquel vaso de vino que Juseph sostenía con frivolidad frente a sus propios ojos.
-… Tu hermano tendrá que aguantar, no pienso hacer nada al respecto - remató el gobernante.
Fue entonces cuando el fuego de los ojos de Alfredo corrió hacia los puños. Los apretó muy fuerte. Lo más fuerte que pudo. Y en ese instante se vio capaz. Se abalanzó sobre Juseph. La copa de ardiente vino tinto voló desperdigada y el gobernante cayó sobre la frágil mesa de plástico. Todas las botellas rodaron en la arena. Alfredo le asestó numerosos puñetazos en la cara. La sangre brotó de la nariz del gobernante mientras forcejeaba e intentaba evitar la lluvia de golpes que caía sobre él. Entonces Juseph le dio un manotazo a Alfredo, lo sintió muy adentro. Le recordó a su padre. Quedó quieto. Miraba al gobernante con una mezcla de miedo y desprecio. Se acarició la cara. Estefanía corrió y lo tomó de los hombros para levantarlo.
-¡¿Qué diablos crees que estás haciendo, idiota?! - gritó el gobernante mientras se limpiaba la sangre del bigote.
Alfredo retrocedió. Su expresión se encontraba hundida. Los ojos entornados, fríos. Las manos tensas como el tronco de un árbol. Salió corriendo de la tienda. Estefanía fue tras él. El gobernante no les persiguió, se quedó allí, recogiendo las botellas de alcohol desperdigadas por el suelo de la caseta.
De pronto se detuvo en seco, en mitad del caos. Estefanía le alcanzó y lo rodeó con sus brazos entre jadeos. El cuerpo de Alfredo se hallaba tieso, pálido como la arena. Sus ojos estaban bien abiertos. Fue entonces cuando todo se detuvo. Estefanía debió advertirlo rápido. El caos, el alboroto, la comunidad se detuvieron por un breve instante. El instante en que el sonido de unos tambores gritaron a lo lejos. Juseph salió de la tienda de campaña y observó. La marcha retumbaba en la arena, hacía retroceder la marea. Cerraba el amanecer. Los tambores reverberaban en las montañas. Las escarpadas rocas secas agudizaron el sonido. Llegó al asentamiento un hedor a muerte. A hojas húmedas y hongos. A guepardos y chimpancés.
Llegó el olor de la selva.

Para cuando el Sol se despojó de los últimos rescoldos del horizonte y alcanzaba su cénit en lo alto de la esfera, la comunidad se encontraba reunida junto a la orilla. La espuma de mar rodeaba los pies de los caminantes y regresaba al mar con cada ola. Las verdes algas iban y venían. Los tambores retumbaban. Se acercaban. Juseph hacía el recuento. Señalaba con el dedo índice y los números corrían por su frente. La selva gritaba en algún lugar de la playa, siguiendo las huellas del grupo. Cuando recorrió toda la fila de caminantes comprendió la decisión de Alfredo. Ojeó el reloj que abrazaba su muñeca a través del ojo ciego. Las manecillas marcaban las 11:05. Lo contempló por largo rato, porque el tiempo corría por primera vez desde lo que ocurrió en la selva.
Observó también el mar, calmado e impasible. El horizonte, la arena que se extendía y se extendía hasta Dios sabe dónde. Desde luego, muy lejos de allí. Demasiado, temía el gobernador. El final de la playa era un recuerdo quimérico cada vez más frustrado. Cada vez se hallaba más lejos. Todos conocían el final de la playa, de algún modo todos lo habían visto. Aunque no sabían qué les depararía en aquella ocasión. Las agujas se movieron con pesadez: 11:06.

-No puedes quedarte, cariño - dijo Alfredo bajo la tienda de campaña.
-Sí que puedo - reivindicó ella.
-No. Te irás con el resto del grupo - ordenó.
-Ese Juseph… - dijo - es un sádico, un maníaco, ¿cómo ha podido hacer algo así?
-Lo hace por el grupo - manifestó él - y tú eres parte del grupo.
-¿Ahora lo defiendes? - inquirió Estefanía mientras se sentaba sobre sus piernas a la altura de él.
Su mirada inquisitiva se derritió en la de cuencas hundidas de Alfredo. Contempló sus prominentes ojeras. Sus ojos se hallaban ausentes. Su barba de tres días crecía. El cada vez más negruzco cabello cerraba las puertas de sus pensamientos. Su mente se veía ocupada. Estefanía puso las manos en las mejillas de Alfredo. Sus ojos se rompieron.
-Vete - pronunció con pesadez en los labios y con la extraña sensación de que sus dientes se desprendían con cada suspiro.
Estefanía lo rodeó desesperadamente entre sus brazos. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Clavó las uñas en la espalda de Alfredo. Él también debió llorar, por mucho que siempre presumiera de que nunca lo haría. Se abrazaron muy fuerte. Y en ese instante una brisa de viento no se los llevaría como a la arena. En ese instante se hubieran necesitado huracanes para despojarlos el uno del otro. Porque se habían convertido en una única y consistente unidad. Los tambores dejaron de sonar y el pequeño Gerard dormía plácidamente. Los sudores desaparecieron de su frente. En su lugar, relajó la expresión y enmarcó una tierna sonrisa. Pero solo por ese instante. Solo por el tiempo que ambos estuvieron abrazados.
-No me pidas que me vaya por favor, Alfredo - dijo Estefanía entre sollozos - No podría seguir sabiendo que estás aquí.
Alfredo calló. El silencio se prolongó por largo rato. El abrazo, también. Afuera, el resto de caminantes iniciaba la marcha hacia el horizonte arenoso. Pronto, Alfredo y Estefanía no serían capaces de vislumbrarlos desde la tienda de campaña. La arena se volvió fría. La selva gritaba.

4

Los relojes de los caminantes corrían con normalidad. Sin embargo, las manecillas del reloj de Alfredo aún marcaban las temibles 11:04. La hora del infierno. El minuto en que sus vidas se desmenuzaron, como las extremidades de los pollos de corral. Hacía mucho tiempo que el grupo desapareció en el horizonte. El sol les siguió y aquella noche los tambores dejaron de sonar por unas horas. La selva dormía en algún lugar no muy lejos de allí. Más cerca de lo que Alfredo hubiera deseado.
Gerard se sentía cada vez más enfermo. Alfredo no estaba seguro de ello, pero lo veía en su rostro desvaído. La tonalidad del blanco era la propia de un muerto bien reciente. Lo sabía porque había visto muchos en su trabajo en el cementerio cuando era joven. Se encargaba de asistir al tanatopractor, le extendía las herramientas e intervenía cuando era necesario. Y también porque había descubierto el cuerpo de su abuelo alguna vez. Aún lo veía, rígido sobre la mecedora. La televisión encendida. Muerte natural. Gerard no había abierto la boca para hablar, ni para comer en los últimos dos días. Los ojos negros, bien abiertos y con una mirada desfallecida. El aspecto esquelético y demacrado de un cuerpo carente de alma. Las extremidades tiesas, inamovibles. Los labios y uñas pintados de un ligero color cárdeno. Así es como lucía su hermano. Como un muerto antes de ser enterrado. Como uno de los muchos que contempló en el tanatorio.
Se echó junto a Estefanía , que soñaba profundamente. Alfredo se preguntó qué estaría sucediendo en aquella cabeza. Pensó en el destino, la conversación que mantuvieron con Rudolf la noche de su muerte. Pensó en el final de la playa. “Mi destino acaba aquí mismo, bajo este árbol”, recordó las últimas palabras de Rudolf. Las recordaría siempre. Tomó de la mano a Estefanía aunque ella no lo advirtiera. Encontró un remanso de paz en su cuerpo. Gerard tosió un par de veces. El corcel blanco relinchó fuera de la tienda. Estefanía se acomodó con un sutil quejido. Sutil como ella misma. El caballo negro de Alfredo había desaparecido con todo el alboroto, de todas formas él prefería que fuera así. La noche estaba abierta. Las estrellas la adornaban. La caseta de campaña se veía tan diminuta en aquel mar de arena, tan insignificante. Una única luz en un camino de oscuridad. Alfredo durmió.

Esa misma madrugada, Alfredo se levantó con determinación. Se armó de coraje y dejó en la almohada todos los temores e inseguridades que pudiera sentir. Comenzó a recoger cosas. La comida en una bolsa. El agua repartida entre las cantimploras. Preparó también las monturas sobre el corcel blanco. Estefanía se despertó con el alboroto y lo vio entrando en la tienda una de tantas veces que lo hizo.
-¿Qué es lo que ocurre? - preguntó asustada.
-Tenemos que irnos - dijo decidido.
Estefanía no podía creerlo. Gerard los observaba inexpresivo. El alba anunciaba su venida por la ranura de la puerta de la tienda de campaña. Afuera se oía el oleaje agitado.
-La selva no va a esperarnos - declaró - tenemos las provisiones suficientes para sobrevivir cuatro días. Si lo racionamos bien, incluso una semana.
-¿Qué haremos con Gerard? - a Estefanía le brillaron los ojos.
-Lo llevaremos montado en el corcel- dijo mientras arrastraba fuera la última bolsa.
Estefanía se levantó, le preparó un poco de leche caliente a Gerard, que apenas podía apoyarse para tomarla. Al tiempo que el sol asomaba sus rayos en el lejano horizonte, Alfredo ayudaba a Estefanía a subirse al corcel. Tras ella, colocó al pequeño, que se durmió rodeando su cintura con los brazos. Alfredo fue a pie.
Su reloj volvió a funcionar: 11:05.

Los días eran tachados del calendario. El reloj de Alfredo al fin movió sus manecillas forzosamente contra el viento. Los tambores avanzaban a pasos agigantados. La playa parecía no tener fin. La arena seguía y seguía. Alfredo y Estefanía se turnaron el puesto sobre el caballo.
Pero en algún momento, Estefanía cayó enferma y Alfredo debió hacerse cargo de ambos. Lo siento, murmuraba entre dientes antes de darle un trago al vaso de leche. Al menos, pensó Alfredo, la comida duraría más, ya que los enfermos ingerirían alimentos en menor cantidad. Y así fue. Para el sexto día, los víveres aún no alcanzaban la mitad de su capacidad. Mientras Estefanía palidecía cada vez más, Gerard se recuperó de manera sorprendentemente rápida. El color volvió a sus mejillas y su cuerpo recobró toda la vida que había perdido por el camino. Pronto consiguió caminar junto a su hermano mayor y dejar a la chica reposar sola sobre el corcel blanco. Con esto, la comida se agotó mucho más rápido. Gerard comía como un condenado.
Alfredo arrojó la bolsa vacía al mar y se quedó allí por largo rato, sentado en la arena y abrazando sus rodillas con los brazos. Debía pensar en algo. La falta de sueño no le permitía razonar. Gerard aguardaba en la tienda de campaña mientras Estefanía dormía entre sudores estivales. Alfredo se giró y contempló el corcel blanco. Examinó sus delgadas patas, su aspecto escuálido. Recorrió con la mirada todo su cuerpo. Observó la larga cabellera que le caía sobre los ojos. Pensó que debía estar volviéndose loco, sin embargo, serviría. Entonces empuñó un cuchillo con los ojos cerrados y trazó con él una línea en su cuello, delante del esternón. El caballo relinchó un par de veces mientras la sangre brotaba. Alfredo vomitó. Más tarde, desmembró al animal y dispuso sus partes sobre un trozo de tela. Envolvió las piezas para su conservación y ordenó a Gerard que las llevara junto a los víveres. Él llevaría a Estefanía a cuestas. Su tamaño y su mortal flacura le permitió transportarla sin dificultades.

Aquel día la arena pesaba más de lo normal. Incluso lucía de un color más negruzco. Las nubes cubrían el cielo y el sol casi por completo, pero las temperaturas eran notablemente más altas que el resto de días. El calor se hallaba concentrado. El viento se había extinguido, y cualquier sutil brisa ardía en la piel. El mar quemaba también.
A Alfredo, que llevaba a Estefanía a las espaldas, le comenzaron a temblar las piernas. Gerard lo advirtió y se detuvo para mirar hacia atrás. Alfredo cayó arrodillado sobre la arena y un viento frío y muerto le despeinó. No era la primera vez que paraban en el camino. Entonces Alfredo notó que Estefanía no respiraba. Se volvió y la empujó sobre la arena. No abría los ojos. La boca entreabierta. Un aspecto demacrado, rígido y algo más pesado de lo común.
El largo cabello rubio oscuro se extendió a su merced en el suelo. Alfredo contempló su cuerpo por largo rato. Gerard no comprendía la situación y dejó caer los víveres y las partes desmenuzadas del corcel y se apoyó sobre una vieja rama que usaba como bastón. El pecho de Estefanía no subía ni bajaba. Desde luego no respiraba.
-Debiste ir con el resto del grupo - comenzó a recordar - pero decidiste morir a mi lado.
Alfredo le acarició la mejilla con ternura.
-Este no era tu destino - negó con lágrimas en los ojos.
Bajó la mirada e imaginó que ella le sonreía en respuesta. Estaba muerta. No sabía qué clase de cruel enfermedad pudo hacer algo así, pero Estefanía ya no vivía. Las raíces crecieron demasiado rápido dentro de ella y envolvía su corazón con vigor. Ya no hablaría ni reiría. Su cuerpo se quedaría allí, en la arena. Y pronto el mar lo alcanzaría y lo llevaría consigo a alguna parte. Y los peces se alimentarían de él como hizo Alfredo con el corcel blanco.
-Lo siento, joder - dijo arrepentido y presionando los puños sobre el pecho del cuerpo.
El viento se levantó y la arena comenzó a cubrir a Estefanía . Alfredo abrió los ojos y lo advirtió. Desesperado, comenzó a agitar las manos tratando de apartar la arena. Pero la fuerza del viento era cada vez mayor y el cuerpo de la chica era enterrado bajo la playa.
Alfredo cogió un puñado de arena. Sintió su frescura en la palma de la mano. Ya no estaba caliente. Las nubes se habían disuelto y el azul del cielo comenzaba a aparecer. Contempló el rostro blanco de Estefanía . Entonces comprendió que aquel era su destino. Que aquel lugar sería su tumba, junto a la de ella, como muchas veces prometieron en silencio, bajo la luz de las velas. Gerard miraba a su hermano con miedo. Los tambores sonaron a lo lejos y el pequeño vio la inmensidad de la playa.
El reloj de Alfredo había vuelto a congelarse. Entonces decidió que allí acababa su camino. Que las algas abrazarían sus dedos algún día no muy lejano. Que el oleaje le arrastraría por kilómetros y kilómetros de maldito mar. Que su cuerpo sería comida de tiburones. Besó en los labios a Estefania y sintió su rigidez. Alfredo decidió que aquel era su final. El final de la playa.
Hugo Trillo Mangano

He notado que no usas el guión largo. —. Te recomiendo usarlo en las conversaciones.

Tambien en esta página no hay un buen espaciado. Deberías separar los párrafos con doble espacio para que no se agrupe. Es algo visual.

Utilizas descripciones un poco largas, lo cual no está mal, pero estoy seguro de que puedes mejorar tus expresiones para darles un poco más de fluidez a la historia.

Yo cambiaría esta frase. Soy más simple y no creo que la frase sea mala, solo suena un poco redundante. “Sus palabras cayeron como un yunque sobre Estefanía.” Por ejemplo.

Esta frase no me parece mala, solo que no está bien estructurada.

Las descripciones anteriores describen caos y de repente dices “Silencio” Me parece fuera de lugar. Una transición sería más adecuada. “Sintió un breve escalofrío recorrer su espalda. Sintió miedo, tanto que sus manos podían temblar y su corazón latir tres veces más rápido de lo habitual. En el aire, un silencio pesado lo envolvía, amplificando cada latido de su corazón.”

Utilizas mucho el punto seguido. El uso de la coma es algo que a todos nos cuesta. Toca leer y aprender. Utiliza el punto para separar ideas y las comas para unirlas.

Por ejemplo: “Alfredo retrocedió, su expresión se encontraba hundida, los ojos entornados, fríos, las manos tensas como el tronco de un árbol. Salió corriendo de la tienda, Estefanía fue tras él. El gobernante no les persiguió, se quedó allí, recogiendo las botellas de alcohol desperdigadas por el suelo de la caseta.”

La historia en general me pareció interesante. Pero no me gustaron ciertas cosas. Al final, en este capítulo, las cosas empiezan a suceder muy rápido. Es una contrariedad porque sueles ser muy descriptivo y al final parece que aceleras para darle un final a la historia. Me ha pasado antes. Sabes cómo quieres terminar, pero debes darle un cierre.

Tampoco me gustó que no hubiese respuesta a lo que sucedía. Al final mueren y no se resuelve ninguna duda. ¿Qué los persigue? ¿Por qué están allí? ¿Es una metáfora de algo más? Los tambores me trajeron recuerdos de Jumanji.

Tuve siempre cierto inconveniente en conectarme con el personaje. Su dolor y sufrimiento no es relatado al final. Estefania muere y no es esperado, pero carece de fundamentos, su hermano se cura y queda ahí.

Te invito a criticarme de regreso mi historia. Oculto en la piel