El Pendiente de Fuego (Prólogo)

¡Hola de nuevo!

Ayer os dejé el comienzo de «3 Vidas para morir», y hoy voy a hacer lo propio con la otra novela en la que estoy trabajando. Esta obra es más compleja, sus capítulos son mucho más extensos y además cuentan con alguna que otra ilustración a color y en blanco y negro. Si alguien quiere darla una oportunidad y echar un vistazo, estaré muy agradecido. Así mismo, recordar que estaré encantado de recibir cualquier crítica constructiva que me ayude a mejorar tanto la novela, como mi condición de aspirante a escritor.

Sin más distracciones, ¡vamos allá!

Título: El Pendiente de Fuego I (Áncora)

Género: Fantasía

Prototipo de portada:

Sinopsis:

Un joven condenado a sufrir hambruna y miseria a consecuencia de los actos que obraron sus antepasados, promete a su difunto abuelo que algún día logrará la libertad que los líderes del reino les arrebataron. Aunque las personas que le rodean tratan de hacerle ver que su sueño es un imposible, él sabe que su fe seguirá intacta siempre y cuando no abandone los valores que le hacen ser como es.

Una increíble historia de aventuras y superación, que convertirá a un marginado incomprendido en la mayor esperanza de la humanidad.

¿Un héroe nace, o se hace?

PRÓLOGO:

Día 16, Periodo del Fuego, año 1315.

Me acabo de despertar y me duele un poco la cabeza. Debe ser por la media botella de licor de melaza que me bebí antes de acostarme. A decir verdad, creo que apenas he dormido, sospecho que la noche no ha hecho más que comenzar.

Hace tres días que nació mi hija, y nada me gustaría más que vivir feliz junto a ella y mi mujer. Sin embargo, esa idílica situación dista mucho de la realidad en la que me encuentro. Ayer, los reyes de Nuevo Lauros fallecieron en un trágico accidente, y como consecuencia, su hija ha sido investida como nueva soberana. Esto no sería un problema mayúsculo si no fuese porque la princesa llevaba más de cien días encerrada en los calabazos. ¿El motivo? Intentó asesinar a mi mujer, y no le importó matar a varias personas para tratar de conseguirlo.

Además de este percance, el mundo está lejos de ser un lugar seguro. El demonio, quien ha pasado los últimos quinientos años camuflado entre los de nuestra especie, ha mostrado por fin su verdadero rostro. Si no actuamos con premura, la raza humana podría extinguirse.

La muerte me persigue desde el mismo instante en que nací. Desde que era niño hasta el día de hoy, no he dejado de perder a seres queridos. Aun así, no logró acostumbrarme. No olvido a ninguno, llevo a todos aquí, dentro de mi corazón.

No habitúo a escribir, mi forma de ser me lleva a hablar con hechos en vez de palabras, pero esta vez quiero que mis vivencias queden reflejadas en estos papeles blancos que tengo sobre la mesa. Contaré todo por lo que he pasado sin revelar detalles importantes de la trama, de esta manera parecerá que escribo una novela.

No sé qué ocurrirá mañana, pero tengo claro que mi prioridad es proteger la única familia que me queda. No dejaré que nadie haga daño a mi mujer y a mi hija, aunque eso me implique hacer frente al mismísimo demonio.

Este pañuelo blanco que llevo atado a mi brazo izquierdo refleja el dolor y la angustia que mis padres, hermanos, amigos y yo, sufrimos durante tantos años. Ahora, más que nunca, la utopía con la que siempre soñé, cobra más sentido. Al igual que las palabras que me repitió mi difunto abuelo en innumerables ocasiones.

No olvides nunca quién eres, ni reniegues jamás de tu apellido.

Reconozco que nunca quise ser alguien por quien los demás sintiesen admiración, la palabra «héroe» nunca fue de mi agrado. No obstante, las circunstancias me han puesto en el lugar que me corresponde, y las palabras que un día dijo mi mentor hacen eco en mi cabeza.

El destino es la fuerza invisible que guía nuestros caminos.

Ahora lo entiendo, el pendiente me ha elegido como el heredero de su voluntad. Y es por eso que quiero dejar constancia de mis vivencias en estas memorias, para que el día de mañana, cuando mi hija crezca, pueda entender y conocer la historia de su padre.

Áiram, haré todo lo que esté en mi mano para conseguir que este mundo sea un lugar en el que puedas crecer feliz. Si algún día lees estos escritos, quiero que tengas presente que un verdadero líder avanza soportando su propio dolor, siempre por delante del resto. Recuerda que pase lo que pase, independientemente de si tu padre está lejos o cerca, tu futuro estará siempre en constante desarrollo, pero comenzará a estar en peligro una vez hayas perdido el control de los valores que te hacen ser como eres.

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Mi nombre es Éliarag Andrer, aunque todos me conocen como Éliar.

En mis veinticinco años de vida nunca jamás había salido del pueblo donde nací, ni siquiera me había adentrado en la arboleda que lo rodea. Este hecho no es algo que yo habría decidido, se trata de una injusta imposición. Un decreto que todas las personas con apellidos malditos debemos cumplir, y de no hacerlo, seremos condenados a pena de muerte. No importa nada de lo que hagamos en vida, nuestro destino queda sellado desde el mismo momento en el que venimos al mundo. ¿La causa? Ser los descendientes de un grupo de revolucionarios que conspiraron contra el rey hace más de cinco siglos. Álklanor Núndior, el soberano por aquel entonces, mató públicamente a los tres líderes de la rebelión y condenó a todos sus adeptos y sus futuros sucesores a una vida de exclusión. Desde ese momento, marcaron con un fierro quemador las espaldas de los participantes de la revuelta y fueron trasladados a Ástbur, en donde pasarían el resto de la eternidad.

Más allá de la villa somos conocidos como «marginados», y tenemos fama de ser personas sin escrúpulos que matarían por un trozo de codillo asado. Aunque esta reputación de la que os hablo está equivocada, bien es cierto que más de uno sí sería capaz de cometer un asesinato por llevarse algo caliente a la boca.

Pasamos mucha hambre y sed, en nuestro pueblo no existen los comercios, ni los pozos o campos de cultivo. Lo único que se nos tiene permitido consumir de forma lícita es el alcohol y la plantiquina, unas hierbas secas enrolladas en papel de maíz que utilizamos para fumar. Cualquier otro producto está vetado.

Tenemos prohibido sembrar o criar ganado, solo podemos nutrirnos con los alimentos que nos llegan desde el otro lado del bosque. Cada siete días, una docena de guardias armados tira en el centro de la plaza las sobras de comida que han quedado en los diferentes pueblos del reino, además de prendas usadas. La mayoría está en mal estado, pero aún así, es lo único que tenemos y por eso suele haber muertos a la hora de hacer la repartición. Cuando se tiene el estómago vacío nadie mira por las necesidades del prójimo, y tanto humanos como animales, somos capaces de hacer cualquier cosa por saciar nuestra desmesurada hambre. Es realmente odioso presenciar ese momento, ver como dos semejantes se matan por llevarse algo a la boca me sumerge en la más profunda tristeza.

Además de la escasez de sustentos vitales, cuando llegaba la época invernal, el frío también se convertía en nuestro asesino. Me duele decirlo, pero sé que nuestra inmundicia siempre ha sido la mofa de los ricachones que residen en la capital del reino.

Por si no tuviésemos suficientes penurias, también tenemos que sufrir la esclavitud de tener que trabajar en Bajos Hornos. Desde que cumplimos los catorce años, tanto hombres como mujeres estamos obligados a presentarnos cada mañana en la zona industrial situada al otro lado del contaminado río Noivren. Las únicas personas exentas de este deber son las mujeres que han sido madres, quienes gozan de un permiso especial para cuidar a sus retoños hasta que estos cumplan los diez años, y las personas que hayan sobrepasado los seis decenios.

Allí, cada vez que finalizamos la jornada nos entregan una chapa redonda, la cual podemos intercambiar únicamente por una consumición en la tasca situada al sur del pueblo. Como he dicho anteriormente, en Ástbur solo existen dos mercancías legales, y se trata del alcohol y la plantiquina que Oslok almacena en su taberna.

Aunque parezca que nada puede superar esta inmundicia, los marginados estamos expuestos a otra dolorosa penitencia. Los nobles de la capital pueden reclamarnos como esclavos privados cuando lo deseen, y esto es peor que cualquier otra mortificación. A veces, han traído de vuelta a los sometidos que han dejado de serles útiles, y estos, demacrados, han contado a sus paisanos las horribles tesituras que se han visto obligados a sufrir. Ninguno de los esclavos que ha regresado se ha recuperado jamás de las secuelas vividas al otro lado del pueblo. Sus testimonios aseguran haber sido víctimas de violaciones, arranques de pelo y uñas, servir de comida para las mascotas o incluso hacer de caballo para sus dueños, entre otras muchas atrocidades.

Estas injusticias y muchas otras que no he mencionado, fueron el motivo por el que hace años decidí crear mi propia pandilla de ladrones. Mis amigos de confianza, también cansados de tantas tropelías, se unieron a la Banda del Lazo Blanco. El nombre del grupo hace referencia a los pañuelos que llevamos atados a nuestro brazo izquierdo. Nuestro dogma es sencillo de entender, hacemos todo lo que está en nuestra mano para que nuestras familias puedan vivir lo mejor posible. Robamos restos de comida, leña, agua o cualquier bien que esté a nuestro alcance, con el único propósito de ayudar a los seres que más nos importan.

Soy una persona que siempre ha creído que lo que hagamos en vida tendrá sentido una vez nuestra alma se separe del cuerpo. En este mundo hay personas buenas que sufren a diario, mientras otras con naturaleza vil subsisten llenas de vicios y gozos innecesarios. Las injusticias deben pagarse en algún momento, ese es mi credo y bajo su consecuencia actúo.

La vida que me ha tocado vivir desde que tengo uso de razón siempre ha sido cruel. Pero he de reconocer que mis padres me han ayudado a mitigar todo el dolor y sufrimiento que supone residir en este inmundo pueblo.

Si tuviera que enumerar los momentos que marcaron mi vida, sin duda uno de ellos sería la muerte de mi abuelo. Yo acababa de cumplir siete años cuando mi padre me sentó en la cama para decirme que había muerto por desnutrición. Nunca más volví a verle. Ese incidente significó un antes y un después en mi personalidad cobarde, y es que fue el principal motivo que me llevó a crear la banda de ladrones de la que he hablado anteriormente. Mi antecesor siempre me hablaba de cómo creía que debía ser la vida al otro lado del bosque, y nos prometimos que algún día saldríamos a comprobarlo.

Otro suceso que me marcó para siempre fue la grave enfermedad que estuvo a punto de llevarse a mi hermano pequeño. Ocurrió hace seis años, y las causas de su decadencia se debieron, una vez más, a la falta de nutrición. Estuvo muy cerca de morir, pero finalmente logró sobreponerse y pudo recuperarse. Ese incidente volvió a recordarme la agonía que se siente al perder a un ser querido, y me daba pánico el pensar que podía volver a pasar por esa angustia. Es por eso que aumenté la frecuencia y volumen de mis saqueos, hasta el punto de atreverme incluso a robar comida a los mismísimos guardias. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, hace dos años tuvimos que enterrar a nuestras hermanas con tan solo unos meses de vida. La escualidez de mi madre le impidió generar leche suficiente para amamantar a sus dos retoñas, e irremediablemente, un trágico día dejaron de respirar. De haber parido un único hijo en lugar de gemelas, muy probablemente hubiese podido salir adelante, pero el destino no entiende de circunstancias. Te construye el camino sin tener en cuenta como de altas son las pendientes que has de rebasar.

Aquel desgraciado acontecimiento ha mermado el ánimo de mi madre y ahora vive en una profunda depresión. Yo también me siento culpable por no haber podido hacer honor a la banda y salvar sus vidas, pero el terror que siento al pensar que podría vivir otra situación similar, me hace seguir luchando por nuestro futuro. Nunca olvido cual es mi objetivo, recuperar la libertad que un día la dinastía de los Núndior nos arrebató.

Ahora que ya he hablado de mi pavoroso pasado en el pueblo de los marginados, es momento de relatar las peripecias que cambiaron mi vida y la de todos los que me rodeaban. Todo comenzó a cambiar el día en que vi por primera vez a aquella hermosa joven de pelo dorado, y a los tres misteriosos forasteros que entraron de manera violenta en la taberna.

Día 28, Periodo del Viento, año 1314.

Recuerdo mirar el añil del firmamento de aquella tarde soleada e imaginar ser libre en cualquier otra parte del mundo. Solo me hizo faltar bajar la cabeza y echar la vista al frente, para que mi fantasía se esfumase de inmediato.

Acababa de terminar mi jornada laboral en Bajos Hornos, y por costumbre, mis amigos y yo solíamos tomar un trago antes de regresar a nuestras casas. Me había quedado trabajando más tiempo del habitual, y es que los encargados de la serrería me presionaron para que terminase el marco para las ruedas del ariete que estábamos fabricando. Por lo que cuando salí al exterior, mis camaradas ya no estaban.

Crucé el puente que atravesaba el río Noivren y comencé a caminar en dirección a la taberna. Avancé con las manos metidas en los bolsillos mientras observaba las mismas escenas de cada día: personas tiradas por el suelo suplicando por comida, gatos esqueléticos maullando por las esquinas y ratas mordiendo los cadáveres de los que habían sucumbido a la muerte.

Había completado ya más de la mitad del trayecto, cuando de pronto, me topé con un misterioso carruaje estacionado en las proximidades de la plaza central. Muy cerca de él, tres hombres encapuchados hablaban con los transeúntes.

Mi instinto hizo que me arrimara a hurtadillas, y con mucha cautela, abrí ligeramente la capota del vehículo.

—Debo estar soñando… —me dije para mis adentros.

El interior de la cubierta estaba repleto de joyas doradas y brillantes, semejantes a las que había visto a los nobles que entraban en Ástbur en busca de nuevos esclavos. Me apresuré por llenar el zurrón que llevaba colgado al hombro y me alejé de allí antes de que los extraños se percatasen de mi presencia. No podía creerlo, era la primera vez en toda mi vida que tenía objetos tan valiosos entre mis manos. Nervioso y con cierto temblor en las piernas, corrí sin descanso hasta llegar a los aledaños de Cripta Escamosa.

Allí, como era frecuente, dos pájaros cantaban posados en el cartel de madera de la entrada. El grande, de color azul cielo, y el pequeño, rojo de tonos negros. En el letrero podía leerse el nombre de la tasca, el cual hacía referencia a los peces crudos que el dueño guardaba para su posterior consumo en tarros de salmuera.

Empujé las puertas batientes y accedí al interior.

—Póngame un trago —le dije tras posar sobre la mesa la chapa obtenida en Bajos Hornos.

Oslok posó una taza sobre la barra y la rellenó de vino.

—¿Qué me miras? —me preguntó cabreado.

—Discúlpeme, lamento haberle incomodado.

El tabernero era un tipo grande, obeso y un tanto siniestro. Su lengua color carbón, mezclada con la sangre y las tripas de los pescados sin cocinar que ingería, me ponían los pelos de punta. Era la única persona del pueblo, a excepción de los jefes de Bajos Hornos, que guardaba relación con los guardias del reino. Y es que estos últimos le suministraban las bebidas y la plantiquina, que como ya he mencionado antes, eran lo único por lo que podíamos intercambiar las hojalatas obtenidas en las fábricas.

Esquivé los cuerpos de los borrachos que dormían en el suelo, y a uno de ellos le quité el liadillo de papel de maíz que sostenía entre los dedos. Luego, llegué a la mesa donde mis amigos empinaban el codo.

—¿Por qué has tardado tanto? —me preguntó Saloscon—. Ya creí que no vendrías.

Utilicé el cigarrillo de uno de mis camaradas para encender el mío.

—He tenido que quedarme a terminar un encaje, el encargado de la serrería no me dejaba marchar —respondí tras dar la primera calada.

—¡Esos malditos gusanos, como me gustaría arrancarles los ojos de cuajo! —exclamó Ádatost mientras apretaba con fuerza el asa de la taza.

—Cálmate, nunca sabes quien podría escucharte decir esas barbaridades —le reprochó Galiestre.

Saloscon Sanos, Ádatost Rausnola y Galiestre Sánez, los cuatro formamos la Banda del Lazo Blanco.

El primero tuvo la niñez más difícil de todos nosotros, y es que además de lidiar con el hambre y la sed, con tan solo cinco años tuvo que hacer frente a la ausencia de sus padres. Nunca hemos sabido que les pasó realmente, de niño le dijeron que un noble adinerado se los llevó como esclavos, pero ya de adulto, ha escuchado el rumor de que fue abandonado. Sea como fuere, Saloscon fue adoptado por una simpática anciana, la cual le crio con amor y supo educarle con valores afables y virtuosos. Lamentablemente, al poco de cumplir los catorce años, la caritativa anciana murió a consecuencia de la vejez. Desde entonces era frecuente verle involucrado en trifulcas y peleas callejeras.

Ádatost, en cambio, siempre fue mucho más responsable. Nunca le ha gustado estar implicado en altercados, aunque es cierto que desde que creamos la pandilla no le ha quedado más remedio que hacer frente a alguna que otra gresca. Ha sido el primero de los cuatro en tener descendencia, una preciosa niña de cinco años y otra de seis meses. Desde que le conozco siempre ha estado dispuesto a ayudar a los demás, y me ha demostrado ser una persona en la que se puede confiar. Le encantan los libros de historia. Debe ser una devoción hereditaria, y es que tanto su padre como su abuelo han sido unos entusiastas de los acontecimientos del pasado. Aunque los marginados tenemos prohibido tener posesión de cualquier texto que hable de la historia de nuestro mundo, su familia se las ha ingeniado para poseer en secreto varios libros antiguos. Mi abuelo también tenía uno, y ahora está en mi posesión.

Aunque todos nacimos en 1289, Galiestre es el mayor. Es una persona muy alegre y divertida, a quien le apasiona investigar cualquier suceso. Aunque parezca que a veces tiene la mirada perdida, en realidad se entera muy bien de todo lo que acontece a su alrededor. Es de esas personas a las que es casi imposible engañar. Le encantan los niños, y es por eso que convirtió su casa en un orfanato, en donde ampara a los pequeños que se quedan sin padres. Mora junto a ellos en una finca situada a las afueras del pueblo. Si bien él mismo reconoce que es de naturaleza cobarde, cuando ha de proteger a los huérfanos se vuelve sumamente bravío.

Volviendo a lo acontecido aquella tarde, apoyé ambos brazos sobre la mesa y expiré el humo del liadillo.

—¿Dónde están vuestros lazos? —les pregunté al observar que ninguno llevaba puesto el pañuelo de la banda en el brazo—. Hasta ahora no os he dicho nada, pero hace tiempo que me había dado cuenta de que no los lleváis puestos.

Todos miraron cabizbajos hacia abajo.

—¿De verdad vais a renunciar a nuestro sueño?

—Escúchame, Éliar —Ádatost se secó el vino que le había salpicado en la barba y apagó su cigarillo—. Ya no somos críos, debemos hacer frente a la realidad y aceptar nuestra ventura.

Escuchar semejante absurdez me hizo clavar sobre la mesa el cuchillo que llevaba guardado en el fajín.

—Quiero pensar que no estás hablando enserio —Mi tono de voz se volvió frío—. Nosotros no tenemos porque soportar esta mierda de vida, no hemos hecho nada para merecer este castigo. ¡Lo sabes de sobra!

—Por supuesto —contestó también con gesto enfadado—. ¿Acaso crees que no quiero que mis hijas vivan en un entorno feliz y sin hambruna?

—¿Entonces por qué das la espalda a nuestros ideales?

—No abandono nada, Éliar —Ádatost apoyó la cabeza en su mano izquierda—. Nuestra lucha nunca ha dejado de ser un mero juego de niños. Nunca hemos hecho nada encomiable como para poder pensar que seremos capaces de conseguir algo que nadie ha logrado en más de quinientos años.

—¿Qué estás diciendo? —cuestioné tras tragar saliva.

—Lo que oyes, nuestra banda ha sido, es y siempre será una farsa.

Las palabras de mi amigo me pusieron los pelos de punta.

—¿Y nuestro amigo Maner? —pregunté con voz temblorosa—. ¿Te has olvidado de él?

—¡No me hables ahora de ese cretino! —gritó cabreado—. ¡Nadie le obligó a entrar en la arboleda!

—Si Maner entró al bosque fue para tratar de conseguir la comida que transportaban esos misteriosos mercaderes —le reproché—. Escucharte hablar así de un antiguo miembro de la pandilla me provoca ganas de vomitar.

Pegué un puñetazo a la mesa antes de señalar a los otros dos.

—¿Y vosotros dos no vais a decir nada? —les pregunté decepcionado.

Saloscon y Galiestre dieron un trago a sus respectivas bebidas.

—Éliar, creo que Ádatost tiene razón, nuestro objetivo es justo y honrado, pero no hay nada que podamos hacer para revertir esta situación —dijo el primero—. Con el tiempo nos hemos dado cuenta de que todo lo que hagamos será en vano, no hay forma de revertir nuestra situación.

Le miré fijamente a los ojos y pude sentir su profunda tristeza.

—Yo seguiré ayudando a salir adelante a los niños de mi orfanato, puedes echarme una mano si quieres —añadió Galiestre.

Me mordí los labios y me levanté de la silla.

—¿De verdad que ya no soñáis con una vida lejos de este vertedero?

¿Habéis olvidado nuestro juramento? Prometimos cruzar el bosque y rehacer nuestras vidas fuera de Ástbur. ¿Lo recordáis? Dijimos que nos alistaríamos en el ejército y con el tiempo ascenderíamos a nobles, para luego regresar aquí a comprar a nuestras familias.

Ádatost me agarró del brazo.

—Éliar, ¿te has parado por un momento a escuchar las idioteces que estás diciendo? —me preguntó tajante—. Teníamos tan solo siete años cuando hicimos ese estúpido juramento, por favor, abre los ojos de una vez.

Me quedé quieto, no sabía que decir ni que hacer, hasta que recordé lo que llevaba escondido en el zurrón.

—En ese caso, supongo que no estaréis interesados en lo que tengo aquí guardado.

Dejé caer la alforja sobre la mesa y parte del botín se dejó ver por la embocadura.

—¿Qué demonios? —Mis tres amigos se quedaron boquiabiertos al contemplar el interior.

Ninguno daba crédito a lo que veía, jamás habían visto de cerca nada parecido.

—¡Guarda eso, idiota! —Galiestre le reprochó a Saloscon que expusiese el collar de perlas que sostenía entre las manos—. No dudarán en matarnos si se enteran que poseemos semejantes alhajas.

—¡Éliar, no dejarás de sorprenderme! —exclamó Ádatost tras levantar la taza para dar un buen trago—. ¿Dónde has encontrado estos tesoros?

—Los he robado.

En ese momento, el sonido de las puertas batientes de la entrada indicó que alguien había accedido a la taberna.

—¡No habrás sido tan idiota de haber sustraído las pertenencias del grupo de nobles que ha venido hoy a Bajos Hornos! ¡Eso es cruzar el límite, imbécil! Te has sentenciado…

—¡Cállate de una vez, esto no se lo he quitado a ninguno de esos repulsivos ricachones! —dije justo antes de esconder el zurrón bajo la mesa—. Se lo he quitado a ellos.

Señalé a los tres forasteros, que se detuvieron junto al acceso para mirar detenidamente cada rincón del local. Todos vestían un pañuelo rojo bajo el cuello, en el que se podía distinguir un pequeño broche con forma de llama de fuego.

—¡Hola! —La del medio no era un hombre, sino una mujer.

Nadie en la taberna abrió la boca.

—Estamos buscando a un joven de pelo negro, tiene un pendiente cilíndrico color grana en la oreja izquierda —dijo tras echarse hacia atrás la capucha y sacar de su bolsillo un frasco de licor—. Según tenemos entendido debe pertenecer a un grupo llamado «la Banda del Lazo Blanco», y los testimonios de varios transeúntes nos han guiado hasta este antro.

—¿Sois de por aquí? —cuestionó Oslok—. Nunca os había visto antes.

La mujer alzó la botella y comenzó a beber.

—¡Nadie puede entrar en mi local con su propia bebida! —gritó enrabietado el tabernero.

Casi antes de que Oslok terminase la frase, la forastera le lanzó el frasco con rabia. La redoma llegó a rozarle la cabeza antes de chocar contra las damajuanas de las baldas y destrozarlas en cientos de añicos.

—¡Guarda tu oscura lengua, esbirro del demonio! En cuanto encuentre a quien busco iré a por ti.

La determinación de la mujer dejó sin habla al tabernero.

—¡Vamos, borrachos! ¡Decidme donde está el muchacho o tendré que sacároslo a la fuerza!

—¿Por qué levantas la voz de esa manera? —Boraku, uno de los tipos más peligrosos de todo el pueblo, se levantó de la silla en la que estaba recostado—. Me has despertado de la siesta.

Todavía mareado por los efectos del alcohol, caminó a trompicones hasta situarse frente a los recién llegados. Su imponente altura obligaba a la mujer a levantar la mirada hacia arriba.

—¿Qué demonios quieres? —le preguntó el marginado—. ¡Fuera de aquí!

Yo aproveché el conflicto para poner mi chaqueta a Saloscon y esconderme debajo de la mesa.

—Maldito farsante —murmuró entre risas—. Si te has alzado sobre el resto, supongo que vas a proporcionarnos la información que precisamos.

La prepotencia de la mujer sacó de quicio a Boraku, que levantó su puño derecho con intenciones de asestar un buen puñetazo.

—Yo no tengo miedo a nada ni a nadie —La forastera apretó los dientes justo antes de desenvainar la espada que guardaba bajo su vestimenta.

Antes de que el hombre pudiese alcanzarla, el filo del arma le alcanzó el cuello, provocándole un profundo tajo en la garganta del que comenzó a salir sangre a borbotones.

—¡Aaagghhh! —Boraku agonizaba ante la atónita mirada de todos los presentes.

—No lo volveré a repetir —dijo la mujer una vez terminó de cortarle el pescuezo—. Decidme donde está el tipo de la cicatriz.

La cabeza de su víctima rodó por el suelo hasta chocar contra la pared inferior de la barra y Oslok no dudó en huir hacia la bodega.

—Esa hija de perra está loca —murmuró Ádatost con rostro pálido—. Le ha decapitado sin tan siquiera pestañear.

La forastera se acercó al cuerpo y le ensartó la punta de su espada en el centro del pecho.

Ante aquella tesitura, los clientes no dudaron en señalar con el dedo la dirección en la que nos encontrábamos, lo que hizo que los atacantes comenzasen a caminar hacia nuestra posición.

—Vas a venir conmigo —La mujer agarró al único que estaba de espaldas—. Tú y yo tenemos que hablar.

Pero cuando echó hacia atrás la caperuza y observó que a quien sujetaba no era la persona que buscaba, pegó un grito ensordecedor.

—¡¿Dónde diantre está?!

Saloscon trató de articular palabra, pero solo pudo emitir vergonzosos titubeos.

—Ya veo —musitó mientras apretaba el cuello de mi amigo—. Debe haberse escondido debajo de la mesa, ¿no es así?

Pareciera que nuestros corazones se iban a salir del pecho, la tensión del momento era exorbitante. No cabía duda de que aquellos tipos estaban dispuestos a matar para conseguir su objetivo.

—¡No puede ser! —exclamó tras agacharse y no ver a nadie—. ¡Es imposible!

Tocó las maderas del suelo y no tardó en darse cuenta de nuestra abertura secreta, los tablones de debajo de la mesa que frecuentábamos estaban sueltos. Era el hueco que utilizábamos para entrar y salir de la taberna a escondidas, y por el que robábamos infinidad de botellas y plantiquina.

—¡Vamos, no puede haberse ido muy lejos! —gritó enfadada—. ¡Tenemos que encontrarle!

Los tres forasteros se disponían a abandonar la taberna, cuando de pronto, las puertas batientes volvieron a chirriar.

—¿Alguien sería tan amable de ayudar a este pobre anciano?

Se trataba del viejo que pasaba el día sentado bebiendo y fumando en soledad, bajo los tilos de la entrada a la arboleda. Un tipo muy raro que siempre estaba rodeado de palomas. Nunca se le había visto interactuando con los demás marginados, y es por eso que corría el rumor de que era mudo. Aunque algunos han intentado atracarle, los animales del bosque acuden en su ayuda cuando está en peligro. Nadie sabe de donde saca los licores ni la plantiquina que consume, pero lleva más de quince años con los mismos hábitos que menciono.

—Aparta de nuestro camino —Uno de los encapuchados le empujó para abrirse paso, pero para su sorpresa, los pies del anciano no se movieron ni un ápice—. ¿Te has quedado pegado al suelo?

El viejo sacó una sonrisa antes de volver a abrir la boca.

—¿Seríais tan amables de encenderme este liadillo?

La mujer que había decapitado a Boraku se quedó mirándole con gesto de desconcierto, mientras uno de sus compañeros utilizó su cigarro para encender el que el senil sostenía entre los dedos.

—Gracias, eso es todo lo que necesitaba —murmuró—. ¡Jiejiejie!

—¡Idiota! ¡Se está burlando de ti! —La líder de los encapuchados se posicionó frente a él—. Creí que nunca volvería a escuchar esa estúpida risa.

Al verla la cara, el semblante alegre del anciano se desvaneció de repente. Sus ojos parecían estar viendo un fantasma. La escena se tornó confusa, incluso para los dos compañeros de la mujer.

—¿Os conocéis?

Un tenso silencio volvió a dar paso a las curiosas carcajadas del viejo.

—No tientes a la suerte —le advirtió la mujer con mirada desafiante—. Yo no titubeo ante nadie, ya deberías saberlo.

El hombre de avanzada edad sacó un frasco de su bolsillo y se bebió más de la mitad de un solo trago.

—Lo sé —dijo con tono serio.

Agarró el liadillo y se lo acercó a la boca ante la atenta mirada de la mujer, que se percató de sus intenciones.

—¡Maldito desgraciado, no estás bebiendo alcohol! —gritó fuera de sí—. ¡Es aceite incendiario!

El viejo volvió a sonreír antes de meterse el cigarrillo en la boca.

—¡Poneos a cubierto! —ordenó la líder de los encapuchados.

Acto seguido, el anciano sopló con fuerza y una descomunal llamarada provocó que toda la taberna comenzase a arder. El fuego se propagó más rápido de lo normal, y en un abrir y cerrar de ojos, el humo impedía ver más allá de un palmo. Los forasteros fueron los primeros en salir del local, pero al ver como un numeroso grupo de guardias se acercaba a la zona no tuvieron más remedio que huir. Cortaron las cuerdas que unían a sus caballos con el carruaje que habían estacionado frente a la puerta y escaparon montados en los corceles.

Mis amigos también abandonaron la tasca a tiempo, y en cuanto los vi, me acerqué a ellos.

—¿Estáis bien? —les pregunté preocupado.

Ádatost me agarró de la pechera, y cabreado, apretó los dientes.

—¡Desgraciado! —exclamó tras golpearme en la cara.

Saloscon y Galiestre le agarraron por la espalda y yo di dos pasos hacia atrás.

—¡Conseguirás que nos maten a todos! —gritó mientras yo me limpiaba las gotas de sangre que caían por mi nariz—. ¡Esos tipos volverán para recuperar lo que les has robado, y saben que te conocemos!

Las palabras de mi camarada tenían sentido.

—¡Si les ocurre algo a mis hijas juro que seré yo mismo el que acabe contigo! —continuó desencajado.

Aunque mi orgullo me incitaba a devolverle el puñetazo, cogí aire por la nariz y suspiré con fuerza.

—¿A dónde crees que vas? —vociferó mientras me alejaba despacio con el zurrón colgado al hombro—. ¡Eres un miserable cobarde! ¡Crece de una maldita vez, ya no eres un niño!

Las palabras de mi amigo me dolieron, y a pesar de que no miré hacia atrás, creo que los tres se dieron cuenta de que mis ojos estaban repletos de lágrimas.

Comencé a correr y no tardé en alejarme.

—¡¿Qué estáis haciendo?! —Uno de los centinelas les reprochó su parsimonia—. ¡Ayudadnos a extinguir el incendio!

Nadie entró a rescatar a los borrachos que dormían en el interior del fuego. Los guardias comenzaron a quitar los jarrones de agua que los vecinos de los alrededores poseían en sus casas.

—Es lo único que nos queda —lamentó un padre de familia—. Sin esa agua moriremos de sed.

—¡Silencio, escoria!¡No tenéis derecho a quejaros!

Cuando parecía que la tragedia era inevitable, el fuego que hacía arder la Cripta Escamosa se desvaneció misteriosamente. Nadie supo el motivo de dicho fenómeno, pero gracias a él, pudieron salvarse no solo las vidas de los que yacían en su interior, sino también la de las personas a las que injustamente les iban a arrebatar el agua.

Sabía que llorar no me haría sentir mejor. Me sequé las mejillas y volví a echar la vista al frente. Aunque mis amigos dejasen la banda, yo no estaba dispuesto a abandonar el sueño que me motivaba a seguir viviendo.

—Abuelo… —musité—. Parece que poco a poco nuestro sueño va perdiendo fuerza.

Me senté junto al montículo de tierra, en donde un fragmento de lanza que robé hace años en Bajos Hornos señalaba el lugar exacto en donde yacían sus huesos. Solté el pañuelo que adornaba el trozo de acero y lo sacudí antes de volver a anudarlo.

—Así está mejor —sonreí—. Ahora es casi tan blanco como el mío.

Me tumbé a su lado y comencé a hablar como si mi abuelo realmente me estuviera escuchando. Por extraño que parezca, exteriorizar mis problemas en aquel lugar era algo que me reconfortaba enormemente.

—Tal vez tengas razón —dije haciéndome creer a mi mismo que mi antecesor respondía a mis indecisiones—. Si utilizo las joyas para salir de aquí y tratar de comenzar una nueva vida, mis amigos podrían sufrir las consecuencias.

Me levanté y comencé a excavar muy cerca de sus restos.

—Será mejor que los esconda aquí, a tu lado, para que puedas protegerlos —murmuré—. Volveré a por ellos en cuanto esos forasteros regresen a la villa.

Los dos pájaros que mencioné anteriormente en la entrada de la Cripta Escamosa, también solían acompañarme en las peculiares conversaciones que mantenía con mi abuelo. El de color rojo se me posó en el hombro izquierdo, mientras el azulado me observaba desde la rama de un árbol.

—¿Vosotros también queréis darme consejo? —cuestioné entre risas—. Estoy empezando a perder la cabeza.

Justo en ese instante, el sonido de unas pisadas me puso en alerta.

—¡Hola! —saludó sin frenar el avancé.

Se trataba de una joven de pelo rubio y ojos verdes, a la que nunca antes había visto por el pueblo.

—Se avecina una noche agradable, ¿no crees?

Pasó muy cerca de mí, me guiñó un ojo y se adentró en la arboleda.

Tragué saliva. El gesto de aquella misteriosa mujer había conseguido ponerme los pelos de punta.

—¿Quién demonios es? —cuestioné para mis adentros—. ¿Por qué se ha metido en el bosque? ¿Acaso no es una marginada?

Mi cabeza comenzó a considerar un montón de interrogantes, pero el piar de las dos aves me recordó que debía terminar de tapar la alforja.

El crepúsculo se adueñó del cielo y decidí que ya era el momento de regresar a casa. Me adentré de nuevo en las calles del pueblo y caminé hasta mi morada, en donde para mi sorpresa, Saloscon me esperaba en la puerta.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

Sin mediar palabra, se acercó a mí y me abrazó.

—Siento mucho lo ocurrido—Podía notar como sus dedos temblaban—. ¿Te encuentras bien?

—Sí —contesté tajante—. No es necesario que te preocupes por mí, entiendo vuestra postura.

Saloscon se echó ligeramente para atrás y posó su mano en mi hombro.

—Ádatost ha sido demasiado duro contigo, quiero que sepas que yo estaré a tu lado siempre que lo necesites —aseguró—. Sabes de sobra que sufro por ti, aunque a veces pueda parecer impasible.

Le agarré de la muñeca y asentí con la cabeza.

—Lo sé, nunca lo he dudado.

—Gracias, Éliar —Mi respuesta le liberó del desasosiego que le perturbaba—. Aunque no llevemos la misma sangre, la lealtad que siento hacia ti te convierte en mi hermano.

Hacía mucho tiempo que no veía enrojecidos los ojos de mi amigo.

—Sé lo mucho que quieres a Ádatost, y por eso me duele toda esta situación —prosiguió—. No sé qué hacer o decir para que volvamos a reír juntos como hacíamos en el pasado.

Le aparté la mano y se la coloqué en su corazón.

—Tú no tienes culpa de nada —le dije—. Es normal que el imposible que juramos cuando teníamos siete años ya no tenga la misma fuerza que antaño. Ádatost tiene razón, hemos dejado de ser niños y él ha formado su propia familia. Esa es ahora su prioridad, como lo sería para mi en caso de estar en su misma situación.

Mi amigo se quedó callado.

—Yo voy a continuar luchando por ese sueño porque así se lo prometí a mi abuelo, pero vosotros no tenéis porque seguir mis mismas aspiraciones —Mi gesto serio denotaba la sinceridad de mis palabras—. Soy consciente de que aceptar la realidad me ahorraría angustia y desconsuelo, por eso entiendo que abandonéis la banda.

Le aparté de la entrada y abrí la cerradura.

—He escondido el zurrón con las joyas junto a la tumba de mi abuelo —confesé—. Cuando esos tres forasteros regresen al pueblo, lo desenterraré y se lo devolveré, de esa manera estaréis exentos de problemas.

Una vez dentro de mi casa, cerré la puerta.

—No tienes por qué hacerlo —dijo desde el otro lado de las maderas—. Podemos intentar…

—¡Cállate! —le interrumpí—. Vete a casa.

Me alejé de la entrada y caminé hasta el salón con las manos cubriéndome la cara. Después, abrí el armario donde guardaba las botellas de licor robadas en la taberna de Oslok y coloqué una de ellas sobre la mesa.

—Maner… —murmuré tras sacar de mi bolsillo un obsequio que mi compañero me dio poco antes de desaparecer para siempre—. ¿Seguirás vivo en alguna parte? Ojalá hayas podido encontrar vida más allá de este vertedero, quiero pensar que lograste salir al otro lado del bosque.

El obsequio era de lo más útil, se trataba de un curioso eslabón unido a un trozo de pedernal. Ambas piezas estaban ligeramente perforadas, por lo que se podían mantener unidas por mediación de un cordel.

Me encendí un liadillo golpeando los dos fragmentos y me dejé caer en una silla para comenzar a ahogar mis penas.

¡¡Hola!! Fijáte ese acento (lo sé: te compenetraste tanto en la escritura que a veces pasa :wink: ). Voy por el prólogo. Tengo que ir a trabajar pero de a poco iré leyendo todo en la medida que pueda así te doy una opinión global :slight_smile: .
Saludos :slight_smile: .

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¡Gracias por la corrección! Ya lo he tenido en cuenta y está editado en el archivo original :grin:. Aquí no me deja.

Si os gusta, puedo ir subiendo más para que me deis vuestra opinión.

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¡Hola! Esta parte me hace ruido, pero quizás sea solo yo. Veremos qué dicen los demás.

Acá tal vez puedas sustituir para que no quede una repetición.

Fuera de estas cositas técnicas, he disfrutado mucho la lectura. Me gustaron los personajes aunque me cuesta retener información de cada uno de la banda al tenerla toda junta. Creo que en un futuro se pueden presentar de modo más individual. Tal vez es sólo problema mío, pero lo menciono por si te sirve para otra historia.
Siempre es útil dejar un tiempo lo escrito y volver a leerlo para notar esas pequeñeces técnicas que menciono. Suelen sucederme por estar muy metida escribiendo. Si releo en el momento puede que las pase de largo, pero si lo dejo un día o dos y vuelvo a leer, ahí las noto.
Como sea, me parece un excelente comienzo, me ha enganchado y empatizo con el protagonista y su causa porque me has mostrado muy bien el mundo y sus circunstancias.
Recordá que mis observaciones son como lectora más que nada. De nuevo te digo: has logrado engancharme, quiero ver cómo sigue.
Me encanta leerte, así que no aflojes nunca :slight_smile: .

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Una vez más, ¡mil gracias por tu apoyo!
Tomo nota de las puntualizaciones, las corregiré en el archivo de texto.

Continuaré subiendo capítulos para que puedas seguir leyendo, me alegra mucho saber que te gusta :grin: :grin: :smiling_face_with_three_hearts:

Fue una noche corta. Terminé de masticar el trozo de pan duro que guardaba para el desayuno y salí de casa para dirigirme a Bajos Hornos. Teníamos que presentarnos cada día antes de que asomase el sol, y es qué de hacerlo más tarde, además de no recibir la chapa correspondiente a nuestra jornada, nos exponíamos a los latigazos de los encargados. Depende del retraso, el castigo se acrecentaba.

Caminando hacia allí, me agaché para beber las gotas de rocío que empapaban las plantas que brotaban en las esquinas de las fachadas. Era una maña que aprendí de mi abuelo.

No me paré a hablar con nadie durante el trayecto, solo quería llegar a mi puesto de trabajo y que el tiempo pasase deprisa. Era el cumpleaños de mi hermano pequeño y en cuanto acabase la jornada laboral iría a verle a casa de mis padres. Me dolía la tripa, seguramente a consecuencia del pedazo de pan en mal estado.

—¡Hola, Éliar!

La voz de Kiora frenó mi avance.

—Buenos días —saludé.

Kiora Néguren, una joven de pelo corto cuyo dominio con el martillo y la sierra era excepcional. Algunos decían que era la mejor carpintera de toda la serrería, pero siendo sincero, yo no creo que superase mis habilidades. Hace años que comenzamos a entablar una gran amistad. Es una persona intrépida y de buen corazón, pero a pesar de mis insistencias, nunca ha querido unirse a la Banda del Lazo Blanco.

—¿A qué viene esa cara? —me preguntó—. ¿Has trasnochado?

—No quieras saberlo.

Kiora se arrimó a mí.

—No me digas que has pasado toda la noche dale que te pego con alguna de tus vecinas —murmuró con gesto pícaro—. ¡Luego no te quejes de cansancio!

—Sí, he estado dándole que te pego —confesé—. ¡Pero a las botellas de mi armario!

Pasó su brazo por mi espalda y comenzó a reír a carcajadas.

—¡Qué tonto eres! —exclamó—. ¿Qué celebrabas?

Cuando se percató de la tristeza que reflejaba mi rostro, cambió el semblante.

—¿Qué ocurre, Éliar? ¿Te ha pasado algo que deba saber?

—No es nada—respondí a la vez que negaba con la cabeza—. Una pequeña discusión entre miembros de mi pandilla.

Tuvimos que apartarnos para dejar pasar a los guardias que transportaban media docena de balistas en las que habíamos estado trabajando antes de iniciar con los arietes. Eran soldados de la capital, que habían venido expresamente para llevarse las armas de asedio.

—¿Para que crees que las utilizarán? —preguntó en voz baja.

—No tengo ni idea, se supone que más allá de este pueblo el mundo es un lugar armonioso —contesté—. No existen guerras ni conflictos.

Además de tener curiosidad por conocer el uso que le darían a la maquinaria, también quería saber cómo lograban atravesaban el bosque. A mi entender, cruzar una arboleada tan espesa con semejantes instrumentos bélicos debía ser una tarea imposible.

Nos detuvimos a mirar como se llevaban las armas de asedio, cuando uno de los encargados de Bajos Hornos comenzó a gritar desde la lejanía.

—¡Vamos, gusanos! —voceó a todos los que mirábamos a los soldados—. ¡Moveos!

Avanzamos hacia la puerta y entramos en el recinto. El capataz me propinó un latigazo en la espalda cuando giré la cabeza para ver como Saloscon y los demás se acercaban desde la lejanía. El sol no tardaría en asomarse por el levante y la gran mayoría de obreros ya habíamos llegado a los pabellones.

Bajos Hornos se dividía en tres grandes secciones: la serrería, la herrería y la cantera. Kiora y yo trabajábamos en el aserradero, mientras que mis amigos lo hacían en la fragua.

La serrería era un lugar enorme con dos edificios en sus laterales: la carpintería y la ebanistería. Todo el conjunto estaba situado en las proximidades del río, cuyo caudal facilitaba el transporte de los troncos y empujaba las aspas de los molinos que movían las sierras mecánicas. Allí fabricábamos piezas para construir viviendas, mangos para armamento, arcos y saetas, o como mencioné anteriormente, diversos fragmentos para la posterior creación de armas de asedio.

La jornada transcurría con normalidad, Kiora y yo manipulábamos las maderas para el montaje de los arietes, cuando de pronto, uno de nuestros compañeros soltó el martillo que sostenía entre las manos y se dejó caer al suelo.

—¡No puedo más! —gritó desesperado—. ¡Ya no lo aguanto!

—Resiste un poco, pronto será el día de la repartición —le dije a la vez que trataba de levantarle.

—¡Suéltame! —Me apartó de su lado—. ¡Tú no lo entiendes, mi mujer ha muerto esta misma noche! ¡No me quedan fuerzas para seguir luchando por sobrevivir!

Tragué saliva, su rostro demacrado me puso los pelos de punta.

—Por favor, todopoderoso Señor del Fuego, ruego escuche mis plegarias y me deje reunirme con mi familia en la otra vida —El hombre se inclinó y comenzó a rezar—. Le suplico que me acoja en su seno y me permita volver a…

Uno de los encargados que vigilaba nuestro pabellón le ensartó un puñal en la nuca.

—¡Los rezos están prohibidos! —exclamó enfadado—. ¡A trabajar!

El cuerpo sin vida del desdichado se desplomó delante de mí y provocó que me quedará inmóvil por un instante.

—¿Tú también quieres morir? —me preguntó el capataz.

Por suerte, Kiora me hizo reaccionar con un golpe en la espalda.

—Discúlpeme, Amo —dije tras apartar el cadáver de mis rodillas—. Volveré a mis labores.

No era el primer compañero que moría frente a mis ojos. Todo marginado que se postrase a rezar, tanto fuera como dentro de Bajos Hornos, era ejecutado.

Gracias a los libros que Ádatost ha heredado en secreto, hemos sabido que, cuando Álklanor fundó el reino y ocupó el trono hace quinientos años, vetó todas y cada una de las religiones que existían hasta entonces. Antes de su coronación, la mayoría de personas rendían fe a Proudon, el dios del Fuego, y existían unos templos donde se podían escuchar las ceremonias que cada cierto tiempo celebraban los sacerdotes. Estos hombres, también conocidos como «Los Espirituales», aseguraban poder comunicarse con los todopoderosos y trataban de difundir sus mensajes divinos. Sin embargo, tras la investidura de Álklanor, los templos donde promulgaban su credo fueron destruidos y se vieron obligados a abandonar sus doctrinas.

Más allá de ese angustioso incidente, el día en el aserradero fue de lo más ordinario. Kiora y yo continuamos trabajando sin descanso hasta que finalizó la jornada, momento en el que obtuvimos la chapa pertinente de manos de nuestro encargado.

—Si quieres puedo acompañaros a tus amigos y a ti a tomar un trago —me dijo sonriente—. Hace mucho que no bebemos juntos.

—¿Y tu madre?

—Parece que su enfermedad está paliándose, su estado de salud ha mejorado mucho.

—¡Qué gran noticia! —exclamé—. Lo celebraremos otro día, hoy es el decimocuarto cumpleaños de mi hermano y quiero pasar la tarde a su lado.

—No hay problema Éliar, felicítale de mi parte.

La levanté el pulgar de la mano derecha y asentí con la cabeza.

—Mis amigos pasarán por la Cripta Escamosa, no perdonan un día, si quieres puedes beber con ellos —la propuse.

Kiora me dio las gracias y nos alejamos de allí en direcciones diferentes.

Ya era media tarde y me dirigía a casa de mis padres, cuando de improviso, el repetido sonido de un cencerro proveniente de la plaza central llamó mi atención. Se trataba del pregonero, quién con una pequeña barra de hierro golpeaba la campana cilíndrica que sostenía con la otra mano. Había llegado al pueblo a lomos de un enorme tejón lleno de cicatrices.

—¡Atención, atención! —gritaba a viva voz—. ¡Reclamo vuestra presencia para anunciaros un mensaje de la casa real!

En poco tiempo, la explanada de piedra situada en mitad del pueblo se llenó de gente y el divulgador comenzó a transmitir el aviso.

—Ayer, poco antes del crepúsculo, la taberna de Oslok sufrió un grave percance. Unos forasteros armados asaltaron la Cripta Escamosa y se dieron a la fuga, no sin antes prender fuego al local. El ejército está buscando a esos bandidos, y cualquier información que podáis proporcionarnos podría ser útil para facilitar su captura —paró a coger aire—. Tenemos constancia de que buscaban a un joven de pelo negro, que debe llevar un pendiente cilíndrico color grana en la oreja izquierda. Al parecer, pertenece a una desdeñable banda de ladrones denominada la Banda del Lazo Blanco.

La muchedumbre comenzó a murmurar.

—Además del joven, también queremos interrogar al anciano que entró en la tasca momentos antes de que ocurriera el desafortunado incendio —prosiguió—. Si tenéis información acerca de estos dos individuos, deberéis comunicársela a cualquiera de los guardias que patrullan por estas repugnantes calles. Asimismo, me dirigiré a Bajos Hornos para comunicar a sus dirigentes esta primicia. Cualquier reporte verídico será gratamente recompensado.

No sé muy bien como describir lo que sentí en ese momento.

—Si alguno de vosotros trata de ocultarnos información, lo pagará con su despreciable vida —concluyó—. Eso es todo, ratas inmundas.

Para cuando el orador terminó de dar la advertencia, yo ya estaba marchándome del lugar con la capucha de mi chaqueta puesta en la cabeza.

—¿Qué voy a hacer ahora? —pregunté para mis adentros—. Si el ejército se entera de que esos desalmados me persiguen para recuperar las joyas que les he robado, de seguro me las confiscarán.

Continué caminando a paso ligero en dirección a la morada de mi familia, tratando de que las personas que deambulaban por las calles no me viesen el rostro.

—¡Oye, muchacho! —una voz ronca detuvo mi avance—. ¿A dónde vas con tanta premura?

Volví la mirada y me di cuenta de que tenía a cinco hombres a mis espaldas.

—No tengas prisa —El más osado me cogió del hombro y tiró de mi capucha, dejando mi rostro al descubierto.

—¿Qué queréis de mí? —pregunté asustado.

El grupo de malhechores me rodeó, y alguno crujió los dedos de sus manos.

—No hay duda de que tú eres el joven que buscan, ese pendiente que portas es inconfundible —dijo sonriente.

El hombre me agarró de la cara y apretó mis pómulos con fuerza, mientras que con la otra mano acariciaba el adorno color grana.

—¿De dónde lo has sacado? —cuestionó con mirada penetrante—. Nunca había visto nada igual, se parece a las joyas que llevan los nobles.

De pronto, un incesante calor proveniente del pendiente le quemó la mano.

—¡¿Qué demonios significa esto?! —gritó dolorido.

Mi corazón latía muy deprisa, no sabía que hacer ni decir para salir de aquella comprometida situación.

—Dame ese pendiente —El hombre volvió a posicionarse frente a mí—. Diremos que no los llevabas puesto cuando te encontramos.

—¡No! —exclamé nervioso—. ¡No puedo entregároslo, es un regalo de mi difunto abuelo! ¡Le tengo una estima incalculable!

—¡Dame esa extraña alhaja si quieres preservar tu vida!

Intenté huir, pero los maleantes me frenaron a puñetazos. Me tiraron al suelo y me golpearon con saña mientras yo trataba de cubrir mi cara con los antebrazos.

—¡Lo tengo! —dijo el cabecilla, que logró agarrar el pendiente de nuevo—. ¡Parece que está encajado, le arrancaré la oreja!

Casi antes de que acabase la frase, el objeto volvió a abrasarle la mano, esta vez chamuscándosela por completo.

—¡Mi mano, mi mano! —bramaba desesperado.

La carbonización se extendió hasta el codo e incrementó la agonía del damnificado, provocándole un dolor insufrible.

—¡Ese pendiente está maldito! —gritaron varios de sus compañeros, que no sabían cómo socorrerle.

Yo solía acariciar el pendiente con frecuencia y jamás había sentido ningún tipo de quemazón. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero aproveché la confusión para levantarme del pavimento y echar a correr despavorido.

La retirada del sol me ayudó a darles esquinazo, y tras asegurarme de que ya no me seguían, volví a retomar el trayecto a casa de mis padres.

Una vez allí, golpeé la entrada con mis nudillos.

—¿Quién es?

—Soy yo, Éliar.

Sin más dilaciones, me abrieron la puerta y accedí al interior.

—Buenas tardes, Nerin —saludé—. ¿Cómo va todo por aquí?

—Que interrogante más estúpido.

El gesto apagado de mi hermana denotaba cansancio y desgana.

Avancé por el pasillo hasta ver a mis padres, Álanar y Nirane, dormidos en las sillas del salón.

—No les despiertes —me advirtió—. El trabajo les deja completamente agotados.

Aunque su desempeño no era el mismo que el de los jóvenes, también tenían que realizar la jornada diaria en Bajos Hornos. Afortunadamente, estaban cerca de cumplir los sesenta años, momento en el que dejarían de estar obligados a acudir a las fábricas.

—¿Dónde están Avenio y Kinóbol? —pregunté por mis otros dos hermanos.

—Avenio está en el cobertizo quitando la roña y el moho a los alimentos que nos quedan, a diferencia de ti, suele ser muy cuidadoso con la comida—respondió—. Aunque tenga tres años menos, hace mejor de hermano mayor que tú.

Saqué un liadillo de maíz y me lo encendí con el yesquero.

—No me aturulles la cabeza, si por mi fuese, todos tendríamos comida y agua saludable —contesté tras dar la primera calada.

Nerin se percató enseguida de las heridas que los golpes de aquellos hombres me habían provocado en la cara.

—¿Qué te ha pasado? —cuestionó preocupada—. Estás lleno de magulladuras.

Justo en ese momento, Kinóbol tocó la puerta y me apresuré por mover la tarabilla que la aseguraba.

—¡Éliar! —dejó caer al suelo todo lo que llevaba en las manos y me abrazó con fuerza—. ¡Qué alegría verte por aquí!

Su elevado tono de voz despertó a nuestros padres.

—He venido para felicitarte por tu cumpleaños, te estás convirtiendo en todo un hombre.

Notaba como su cuerpo temblaba de emoción.

—Desde que te fuiste de casa apenas nos vemos —murmuró con pena—. Me gustaría pasar más tiempo contigo.

—Lo sé, por eso ahora que has cumplido catorce años voy a hacerte un regalo muy especial.

Metí la mano a mi bolsillo y saqué un pañuelo.

—Kinóbol, ¿quieres unirte a mi banda?

Sus ojos se iluminaron como el sol, siempre había soñado ser un miembro de la Banda del Lazo Blanco.

—¡Ya basta! —el grito de nuestro padre interrumpió el emotivo momento—. ¡No dejaré que tu hermano pequeño siga tus imprudentes pasos! Acaba de cumplir catorce años, los guardias no tardarán en venir a buscarlo para alistarle en Bajos Hornos, no le hagas más daño del que ya ha de sufrir.

—¿De qué estás hablando? —cuestioné—. Nunca le haría daño.

Álanar se posicionó frente a mí.

—¡Mírate la cara, tienes golpes por todos los lados! —Me puso el dedo en la frente—. ¡Esto es precisamente a lo que me refiero, tus actos tienen consecuencias!

—Por favor, ya basta, dejad de gritar.

La voz suave de mi madre le hizo girar la cabeza.

—Nirane, sabes perfectamente que tengo razón —continuó—. Éliar quiere que su hermano se una a esa estúpida banda de ladrones.

—No somos ladrones como tal, solo robamos para intentar mejorar la calidad de vida de nuestras familias —le interrumpí.

Mi padre se echó a reír de forma sarcástica.

—¿Acaso ves felicidad en esta morada?

—No la veo en ninguna parte de este asqueroso pueblo, y esa es la razón por la que cree la banda que simboliza este pañuelo —dije tras agarrarme la prenda—. Terminaré abandonando este lugar y me alistaré en el ejército. Una vez inscrito, conseguiré hazañas que me harán destacar del resto y me ascenderán a noble, de esa manera podré regresar y fingir que os llevo como esclavos. Se lo prometí al abuelo.

Álanar se echó las manos a la cabeza.

—No eres consciente de las estupideces que estás diciendo, eres el descendiente de un traidor. ¡No puedes unirte al ejército!

—¿Por qué? —cuestioné—. Si nadie me ve atravesar el bosque y logró rehacer mi vida al otro lado, no tienen por qué conocer mis orígenes.

—Éliar, ¿te has olvidado de la marca grabada a fuego en nuestras espaldas? —Mi hermana intervino en el diálogo—. Tarde o temprano te descubrirán y serás ejecutado de la forma más cruel.

Siendo sincero, solía ignorar aquel significativo detalle.

—Álklanor perdonó la vida a nuestros antepasados a cambio de marginarnos en este lugar —me recordó mi padre—. No importa lo que consigas hacer fuera de este cautiverio, nadie te respetará jamás porque tu apellido siempre irá contigo.

—Éliar, escúchame —mi madre tomó la palabra—. Lo que tu padre intenta decirte es que no es necesario que te pongas en peligro para tratar de conseguirnos ropas o alimentos. No queremos que sufras por nosotros.

Dio unos pasos hacia mí y me acarició las mejillas.

—Sé que tenemos poca comida y que cuando nieva pasamos frío, pero nos tenemos los unos a los otros y has de comenzar a entender que eso es lo más importante —confesó—. Prefiero pasar hambre y sentirte, que llenar el estómago y no poder volver a verte.

—Entiendo lo que tratas de decirme, pero…

—Por favor, Éliar, prométeme que nunca jamás atravesarás el bosque —me presionó—. No podríamos soportar perder a otro hijo, moriríamos de pena.

Las palabras de mi madre provocaron un incómodo silencio que fue interrumpido por Kinóbol.

—He pensado que tal vez podríamos celebrar mi cumpleaños cenando este apetitoso pescado.

Sacó el pez de la cesta que portaba en el hombro y nos lo mostró.

—¿De dónde lo has sacado? —Álanar no podía creer lo que veían sus ojos, aquel vertebrado acuático era tan grande que no le entraba en las manos—. Está fresco.

—Lo he pescado cerca de las rocas de la orilla —contestó orgulloso.

—¡¿Has bajado los acantilados?!

Mi hermano asintió con la cabeza.

Álanar le dio una bofetada en la cara.

—¿Sabes cuanta gente a muerto en ese despeñadero? —le preguntó enfadado—. ¡Además, si alguien se hubiese percatado del contenido de tu cesta te hubiese matado para arrebatártelo!

—No le pongas la mano encima —le advertí con mirada atrevida.

Nuestro padre se tapó los ojos con las manos y comenzó a llorar.

—Solo intento protegeros, siento mucho que tengáis que vivir de manera tan miserable —murmuró—. Lamento que hayáis heredado semejante apellido.

—Estoy orgulloso de mi apellido —contesté tajante—. Los hijos no deberíamos pagar por los pecados de los padres, mucho menos aún por los de nuestros antepasados.

Me acerqué a él y le pasé la mano por la espalda para tratar de consolarle.

—No debes sentirte culpable de nuestra desgracia —le dije—. Estamos orgullosos de la educación que tanto mamá como tú nos habéis dado.

Acto seguido, recogí el pescado que se había caído al suelo.

—Yo lo cocinaré, ¿os parece bien?

Cuando comencé a eviscerarlo, Kinóbol se acercó a mí por la espalda.

—No abandones tu sueño, hermano —me dijo con voz emotiva—. Nosotros decidiremos lo grande que puede llegar a ser nuestro futuro.

Miré hacia atrás y observé que se había atado al brazo el pañuelo que le acababa de entregar hacía un momento.

—Gracias —murmuré orgulloso.

Justo en ese instante, Avenio entró por la puerta trasera que conectaba con el cobertizo.

—¡Éliar, que demonios has hecho esta vez! —gritó cabreado—. ¡Los guardias te están buscando!

Sus palabras provocaron que todos nos pusiéramos nerviosos.

—¿Qué ocurre? —cuestionó nuestra madre con gesto aterrado—. ¿Es eso cierto?

Les expliqué que todo se debía a un mal entendido y que no debían preocuparse.

—Pronto se solucionará —les aseguré.

—No estes tan seguro —añadió Avenio—. Según parece, los guardias están registrando tu casa.

—¡¿Qué?!

Sin decir ni una palabra más, me dirigí hacia la puerta y eché a correr en dirección a mi hogar. Los gritos de mis familiares no frenaron mi avance, debía apresurarme, tenía pertenencias que podrían ponerme en serios aprietos. Afortunadamente, la plantiquina y las botellas robadas en la taberna estaban guardadas en armarios de doble fondo, al igual que el comprometido libro que heredé de mi abuelo, pero no podía tentar a la suerte.

Vi de lejos a la multitud que se congregaba en los aledaños de mi casa y no tardé en distinguir a mis amigos. Estaban rodeados por una docena de guardias y el pregonero, quien subido a lomos de su tejón, les señalaba con el dedo.

—¡Un momento! —grité sin cesar mi carrera—. ¡Estoy aquí!

Observé que la puerta estaba abierta. Me detuve frente a ellos y me concentré en coger aire.

—¡Éliar! —exclamó Kiora—. Nos han traído arrastras desde la Cripta Escamosa, ¿qué sucede?

Me costó un poco normalizar mi respiración.

—Ellos no tienen nada que ver con este asunto, todo esto no es más que una desagradable tergiversación.

Los soldados me acarralaron rápidamente y el orador se puso frente a mí.

—¿De qué conoces a los forasteros que aparecieron ayer en la taberna de Oslok? —me preguntó con gesto irritado—. Si no me dices la verdad, te mataremos.

Trague saliva.

—No los había visto en toda mi vida, lo juro —aseguré tratando de paliar mi nerviosismo—. Os garantizo que se trata de un desafortunado malentendido.

Me encontraba en medio de una gran tesitura, si me sinceraba y desvelaba lo sucedido, también sería sentenciado a muerte. Los marginados teníamos prohibido enterrar a nuestros familiares fallecidos. Los guardias eran los encargados de recoger los cadáveres tanto de los que morían en las calles, como de los que lo hacían en el interior de sus casas. No sabíamos que hacían con los cuerpos, corría el murmullo de que nos los devolvían despedazados, mezclados con los alimentos que nos proporcionaban durante el día de repartición.

—¡Dentro no hemos encontrado nada! —exclamaron los soldados que salían del interior de mi morada.

El orador bajó del animal, me agarró del pelo y puso el filo de su puñal en mi garganta.

—No voy andarme con tonterías, la mujer que entró en la taberna no da puntadas sin hilo —me susurró al oído—. Si no me dices el motivo por el que te busca, te degollaré aquí mismo.

—Robé las pertenencias que esos forasteros guardaban en el interior de su carruaje —balbuceé.

El hombre me soltó.

—¿Qué bienes poseían?

—Un puñado de joyas y oro —contesté—. Juro que digo la verdad.

Mis amigos me miraban con gesto preocupado.

—En ese caso, supongo que podrás mostrarnos las riquezas que mencionas, ¿no es así? —cuestionó sonriente.

—Verá Señor, sé que es difícil de creer, pero unos tipos me robaron el zurrón esta misma tarde —respondí con voz firme—. Uno de ellos tiene la mano quemada, estoy seguro de que no os resultará difícil encontrarles.

Fue la solución que se me ocurrió para tratar de salir de aquella tesitura. Si los guardias les interrogaban, estoy convencido de que reconocerían nuestra altercado, y aunque no supiesen nada de mi alforja, sería mi palabra contra la suya.

—¡Éliar, ya basta! —el grito inesperado de Ádatost me sorprendió—. ¡Diles la verdad de una maldita vez!

No podía creerlo, mi propio amigo me estaba traicionando.

—Saloscon me lo ha contado, has enterrado el zurrón para devolvérselo a esos forasteros y así evitar ponernos en peligro —prosiguió.

Le clavé la mirada y apreté los dientes, mientras Saloscon le golpeaba con el codo.

—¿Qué ocurre? —preguntó confundido—. Si el ejército atrapa a esos canallas ya no podrán hacernos nada.

—¿Dónde están enterradas esas joyas que mencionas? —cuestionó el pregonero.

—En unos matorrales cerca de la entrada al bosque, junto a los…

Fue en ese momento cuando se dio cuenta del error que había cometido, si descubrían la tumba de mi abuelo me ejecutarían de inmediato.

—¡Llévanos hasta allí! —le ordenó—. ¡Ahora!

La cara de Ádatost reflejaba un gran arrepentimiento, sus ojos lagrimosos me pedían perdón.

—¡Muévete! —Le golpearon con la parte trasera de una lanza y no tuvo más remedio que avanzar—. Guíanos ahora al lugar que has mencionado o mataremos a toda tu familia.

Los guardias me cruzaron los brazos por detrás de la cintura y me obligaron a caminar junto a los demás.

Comento para colocarlo de primero en la sección e ir leyendo cuando tenga tiempo.

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