Fue una noche corta. Terminé de masticar el trozo de pan duro que guardaba para el desayuno y salí de casa para dirigirme a Bajos Hornos. Teníamos que presentarnos cada día antes de que asomase el sol, y es qué de hacerlo más tarde, además de no recibir la chapa correspondiente a nuestra jornada, nos exponíamos a los latigazos de los encargados. Depende del retraso, el castigo se acrecentaba.
Caminando hacia allí, me agaché para beber las gotas de rocío que empapaban las plantas que brotaban en las esquinas de las fachadas. Era una maña que aprendí de mi abuelo.
No me paré a hablar con nadie durante el trayecto, solo quería llegar a mi puesto de trabajo y que el tiempo pasase deprisa. Era el cumpleaños de mi hermano pequeño y en cuanto acabase la jornada laboral iría a verle a casa de mis padres. Me dolía la tripa, seguramente a consecuencia del pedazo de pan en mal estado.
—¡Hola, Éliar!
La voz de Kiora frenó mi avance.
—Buenos días —saludé.
Kiora Néguren, una joven de pelo corto cuyo dominio con el martillo y la sierra era excepcional. Algunos decían que era la mejor carpintera de toda la serrería, pero siendo sincero, yo no creo que superase mis habilidades. Hace años que comenzamos a entablar una gran amistad. Es una persona intrépida y de buen corazón, pero a pesar de mis insistencias, nunca ha querido unirse a la Banda del Lazo Blanco.
—¿A qué viene esa cara? —me preguntó—. ¿Has trasnochado?
—No quieras saberlo.
Kiora se arrimó a mí.
—No me digas que has pasado toda la noche dale que te pego con alguna de tus vecinas —murmuró con gesto pícaro—. ¡Luego no te quejes de cansancio!
—Sí, he estado dándole que te pego —confesé—. ¡Pero a las botellas de mi armario!
Pasó su brazo por mi espalda y comenzó a reír a carcajadas.
—¡Qué tonto eres! —exclamó—. ¿Qué celebrabas?
Cuando se percató de la tristeza que reflejaba mi rostro, cambió el semblante.
—¿Qué ocurre, Éliar? ¿Te ha pasado algo que deba saber?
—No es nada—respondí a la vez que negaba con la cabeza—. Una pequeña discusión entre miembros de mi pandilla.
Tuvimos que apartarnos para dejar pasar a los guardias que transportaban media docena de balistas en las que habíamos estado trabajando antes de iniciar con los arietes. Eran soldados de la capital, que habían venido expresamente para llevarse las armas de asedio.
—¿Para que crees que las utilizarán? —preguntó en voz baja.
—No tengo ni idea, se supone que más allá de este pueblo el mundo es un lugar armonioso —contesté—. No existen guerras ni conflictos.
Además de tener curiosidad por conocer el uso que le darían a la maquinaria, también quería saber cómo lograban atravesaban el bosque. A mi entender, cruzar una arboleada tan espesa con semejantes instrumentos bélicos debía ser una tarea imposible.
Nos detuvimos a mirar como se llevaban las armas de asedio, cuando uno de los encargados de Bajos Hornos comenzó a gritar desde la lejanía.
—¡Vamos, gusanos! —voceó a todos los que mirábamos a los soldados—. ¡Moveos!
Avanzamos hacia la puerta y entramos en el recinto. El capataz me propinó un latigazo en la espalda cuando giré la cabeza para ver como Saloscon y los demás se acercaban desde la lejanía. El sol no tardaría en asomarse por el levante y la gran mayoría de obreros ya habíamos llegado a los pabellones.
Bajos Hornos se dividía en tres grandes secciones: la serrería, la herrería y la cantera. Kiora y yo trabajábamos en el aserradero, mientras que mis amigos lo hacían en la fragua.
La serrería era un lugar enorme con dos edificios en sus laterales: la carpintería y la ebanistería. Todo el conjunto estaba situado en las proximidades del río, cuyo caudal facilitaba el transporte de los troncos y empujaba las aspas de los molinos que movían las sierras mecánicas. Allí fabricábamos piezas para construir viviendas, mangos para armamento, arcos y saetas, o como mencioné anteriormente, diversos fragmentos para la posterior creación de armas de asedio.
La jornada transcurría con normalidad, Kiora y yo manipulábamos las maderas para el montaje de los arietes, cuando de pronto, uno de nuestros compañeros soltó el martillo que sostenía entre las manos y se dejó caer al suelo.
—¡No puedo más! —gritó desesperado—. ¡Ya no lo aguanto!
—Resiste un poco, pronto será el día de la repartición —le dije a la vez que trataba de levantarle.
—¡Suéltame! —Me apartó de su lado—. ¡Tú no lo entiendes, mi mujer ha muerto esta misma noche! ¡No me quedan fuerzas para seguir luchando por sobrevivir!
Tragué saliva, su rostro demacrado me puso los pelos de punta.
—Por favor, todopoderoso Señor del Fuego, ruego escuche mis plegarias y me deje reunirme con mi familia en la otra vida —El hombre se inclinó y comenzó a rezar—. Le suplico que me acoja en su seno y me permita volver a…
Uno de los encargados que vigilaba nuestro pabellón le ensartó un puñal en la nuca.
—¡Los rezos están prohibidos! —exclamó enfadado—. ¡A trabajar!
El cuerpo sin vida del desdichado se desplomó delante de mí y provocó que me quedará inmóvil por un instante.
—¿Tú también quieres morir? —me preguntó el capataz.
Por suerte, Kiora me hizo reaccionar con un golpe en la espalda.
—Discúlpeme, Amo —dije tras apartar el cadáver de mis rodillas—. Volveré a mis labores.
No era el primer compañero que moría frente a mis ojos. Todo marginado que se postrase a rezar, tanto fuera como dentro de Bajos Hornos, era ejecutado.
Gracias a los libros que Ádatost ha heredado en secreto, hemos sabido que, cuando Álklanor fundó el reino y ocupó el trono hace quinientos años, vetó todas y cada una de las religiones que existían hasta entonces. Antes de su coronación, la mayoría de personas rendían fe a Proudon, el dios del Fuego, y existían unos templos donde se podían escuchar las ceremonias que cada cierto tiempo celebraban los sacerdotes. Estos hombres, también conocidos como «Los Espirituales», aseguraban poder comunicarse con los todopoderosos y trataban de difundir sus mensajes divinos. Sin embargo, tras la investidura de Álklanor, los templos donde promulgaban su credo fueron destruidos y se vieron obligados a abandonar sus doctrinas.
Más allá de ese angustioso incidente, el día en el aserradero fue de lo más ordinario. Kiora y yo continuamos trabajando sin descanso hasta que finalizó la jornada, momento en el que obtuvimos la chapa pertinente de manos de nuestro encargado.
—Si quieres puedo acompañaros a tus amigos y a ti a tomar un trago —me dijo sonriente—. Hace mucho que no bebemos juntos.
—¿Y tu madre?
—Parece que su enfermedad está paliándose, su estado de salud ha mejorado mucho.
—¡Qué gran noticia! —exclamé—. Lo celebraremos otro día, hoy es el decimocuarto cumpleaños de mi hermano y quiero pasar la tarde a su lado.
—No hay problema Éliar, felicítale de mi parte.
La levanté el pulgar de la mano derecha y asentí con la cabeza.
—Mis amigos pasarán por la Cripta Escamosa, no perdonan un día, si quieres puedes beber con ellos —la propuse.
Kiora me dio las gracias y nos alejamos de allí en direcciones diferentes.
Ya era media tarde y me dirigía a casa de mis padres, cuando de improviso, el repetido sonido de un cencerro proveniente de la plaza central llamó mi atención. Se trataba del pregonero, quién con una pequeña barra de hierro golpeaba la campana cilíndrica que sostenía con la otra mano. Había llegado al pueblo a lomos de un enorme tejón lleno de cicatrices.
—¡Atención, atención! —gritaba a viva voz—. ¡Reclamo vuestra presencia para anunciaros un mensaje de la casa real!
En poco tiempo, la explanada de piedra situada en mitad del pueblo se llenó de gente y el divulgador comenzó a transmitir el aviso.
—Ayer, poco antes del crepúsculo, la taberna de Oslok sufrió un grave percance. Unos forasteros armados asaltaron la Cripta Escamosa y se dieron a la fuga, no sin antes prender fuego al local. El ejército está buscando a esos bandidos, y cualquier información que podáis proporcionarnos podría ser útil para facilitar su captura —paró a coger aire—. Tenemos constancia de que buscaban a un joven de pelo negro, que debe llevar un pendiente cilíndrico color grana en la oreja izquierda. Al parecer, pertenece a una desdeñable banda de ladrones denominada la Banda del Lazo Blanco.
La muchedumbre comenzó a murmurar.
—Además del joven, también queremos interrogar al anciano que entró en la tasca momentos antes de que ocurriera el desafortunado incendio —prosiguió—. Si tenéis información acerca de estos dos individuos, deberéis comunicársela a cualquiera de los guardias que patrullan por estas repugnantes calles. Asimismo, me dirigiré a Bajos Hornos para comunicar a sus dirigentes esta primicia. Cualquier reporte verídico será gratamente recompensado.
No sé muy bien como describir lo que sentí en ese momento.
—Si alguno de vosotros trata de ocultarnos información, lo pagará con su despreciable vida —concluyó—. Eso es todo, ratas inmundas.
Para cuando el orador terminó de dar la advertencia, yo ya estaba marchándome del lugar con la capucha de mi chaqueta puesta en la cabeza.
—¿Qué voy a hacer ahora? —pregunté para mis adentros—. Si el ejército se entera de que esos desalmados me persiguen para recuperar las joyas que les he robado, de seguro me las confiscarán.
Continué caminando a paso ligero en dirección a la morada de mi familia, tratando de que las personas que deambulaban por las calles no me viesen el rostro.
—¡Oye, muchacho! —una voz ronca detuvo mi avance—. ¿A dónde vas con tanta premura?
Volví la mirada y me di cuenta de que tenía a cinco hombres a mis espaldas.
—No tengas prisa —El más osado me cogió del hombro y tiró de mi capucha, dejando mi rostro al descubierto.
—¿Qué queréis de mí? —pregunté asustado.
El grupo de malhechores me rodeó, y alguno crujió los dedos de sus manos.
—No hay duda de que tú eres el joven que buscan, ese pendiente que portas es inconfundible —dijo sonriente.
El hombre me agarró de la cara y apretó mis pómulos con fuerza, mientras que con la otra mano acariciaba el adorno color grana.
—¿De dónde lo has sacado? —cuestionó con mirada penetrante—. Nunca había visto nada igual, se parece a las joyas que llevan los nobles.
De pronto, un incesante calor proveniente del pendiente le quemó la mano.
—¡¿Qué demonios significa esto?! —gritó dolorido.
Mi corazón latía muy deprisa, no sabía que hacer ni decir para salir de aquella comprometida situación.
—Dame ese pendiente —El hombre volvió a posicionarse frente a mí—. Diremos que no los llevabas puesto cuando te encontramos.
—¡No! —exclamé nervioso—. ¡No puedo entregároslo, es un regalo de mi difunto abuelo! ¡Le tengo una estima incalculable!
—¡Dame esa extraña alhaja si quieres preservar tu vida!
Intenté huir, pero los maleantes me frenaron a puñetazos. Me tiraron al suelo y me golpearon con saña mientras yo trataba de cubrir mi cara con los antebrazos.
—¡Lo tengo! —dijo el cabecilla, que logró agarrar el pendiente de nuevo—. ¡Parece que está encajado, le arrancaré la oreja!
Casi antes de que acabase la frase, el objeto volvió a abrasarle la mano, esta vez chamuscándosela por completo.
—¡Mi mano, mi mano! —bramaba desesperado.
La carbonización se extendió hasta el codo e incrementó la agonía del damnificado, provocándole un dolor insufrible.
—¡Ese pendiente está maldito! —gritaron varios de sus compañeros, que no sabían cómo socorrerle.
Yo solía acariciar el pendiente con frecuencia y jamás había sentido ningún tipo de quemazón. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero aproveché la confusión para levantarme del pavimento y echar a correr despavorido.
La retirada del sol me ayudó a darles esquinazo, y tras asegurarme de que ya no me seguían, volví a retomar el trayecto a casa de mis padres.
Una vez allí, golpeé la entrada con mis nudillos.
—¿Quién es?
—Soy yo, Éliar.
Sin más dilaciones, me abrieron la puerta y accedí al interior.
—Buenas tardes, Nerin —saludé—. ¿Cómo va todo por aquí?
—Que interrogante más estúpido.
El gesto apagado de mi hermana denotaba cansancio y desgana.
Avancé por el pasillo hasta ver a mis padres, Álanar y Nirane, dormidos en las sillas del salón.
—No les despiertes —me advirtió—. El trabajo les deja completamente agotados.
Aunque su desempeño no era el mismo que el de los jóvenes, también tenían que realizar la jornada diaria en Bajos Hornos. Afortunadamente, estaban cerca de cumplir los sesenta años, momento en el que dejarían de estar obligados a acudir a las fábricas.
—¿Dónde están Avenio y Kinóbol? —pregunté por mis otros dos hermanos.
—Avenio está en el cobertizo quitando la roña y el moho a los alimentos que nos quedan, a diferencia de ti, suele ser muy cuidadoso con la comida—respondió—. Aunque tenga tres años menos, hace mejor de hermano mayor que tú.
Saqué un liadillo de maíz y me lo encendí con el yesquero.
—No me aturulles la cabeza, si por mi fuese, todos tendríamos comida y agua saludable —contesté tras dar la primera calada.
Nerin se percató enseguida de las heridas que los golpes de aquellos hombres me habían provocado en la cara.
—¿Qué te ha pasado? —cuestionó preocupada—. Estás lleno de magulladuras.
Justo en ese momento, Kinóbol tocó la puerta y me apresuré por mover la tarabilla que la aseguraba.
—¡Éliar! —dejó caer al suelo todo lo que llevaba en las manos y me abrazó con fuerza—. ¡Qué alegría verte por aquí!
Su elevado tono de voz despertó a nuestros padres.
—He venido para felicitarte por tu cumpleaños, te estás convirtiendo en todo un hombre.
Notaba como su cuerpo temblaba de emoción.
—Desde que te fuiste de casa apenas nos vemos —murmuró con pena—. Me gustaría pasar más tiempo contigo.
—Lo sé, por eso ahora que has cumplido catorce años voy a hacerte un regalo muy especial.
Metí la mano a mi bolsillo y saqué un pañuelo.
—Kinóbol, ¿quieres unirte a mi banda?
Sus ojos se iluminaron como el sol, siempre había soñado ser un miembro de la Banda del Lazo Blanco.
—¡Ya basta! —el grito de nuestro padre interrumpió el emotivo momento—. ¡No dejaré que tu hermano pequeño siga tus imprudentes pasos! Acaba de cumplir catorce años, los guardias no tardarán en venir a buscarlo para alistarle en Bajos Hornos, no le hagas más daño del que ya ha de sufrir.
—¿De qué estás hablando? —cuestioné—. Nunca le haría daño.
Álanar se posicionó frente a mí.
—¡Mírate la cara, tienes golpes por todos los lados! —Me puso el dedo en la frente—. ¡Esto es precisamente a lo que me refiero, tus actos tienen consecuencias!
—Por favor, ya basta, dejad de gritar.
La voz suave de mi madre le hizo girar la cabeza.
—Nirane, sabes perfectamente que tengo razón —continuó—. Éliar quiere que su hermano se una a esa estúpida banda de ladrones.
—No somos ladrones como tal, solo robamos para intentar mejorar la calidad de vida de nuestras familias —le interrumpí.
Mi padre se echó a reír de forma sarcástica.
—¿Acaso ves felicidad en esta morada?
—No la veo en ninguna parte de este asqueroso pueblo, y esa es la razón por la que cree la banda que simboliza este pañuelo —dije tras agarrarme la prenda—. Terminaré abandonando este lugar y me alistaré en el ejército. Una vez inscrito, conseguiré hazañas que me harán destacar del resto y me ascenderán a noble, de esa manera podré regresar y fingir que os llevo como esclavos. Se lo prometí al abuelo.
Álanar se echó las manos a la cabeza.
—No eres consciente de las estupideces que estás diciendo, eres el descendiente de un traidor. ¡No puedes unirte al ejército!
—¿Por qué? —cuestioné—. Si nadie me ve atravesar el bosque y logró rehacer mi vida al otro lado, no tienen por qué conocer mis orígenes.
—Éliar, ¿te has olvidado de la marca grabada a fuego en nuestras espaldas? —Mi hermana intervino en el diálogo—. Tarde o temprano te descubrirán y serás ejecutado de la forma más cruel.
Siendo sincero, solía ignorar aquel significativo detalle.
—Álklanor perdonó la vida a nuestros antepasados a cambio de marginarnos en este lugar —me recordó mi padre—. No importa lo que consigas hacer fuera de este cautiverio, nadie te respetará jamás porque tu apellido siempre irá contigo.
—Éliar, escúchame —mi madre tomó la palabra—. Lo que tu padre intenta decirte es que no es necesario que te pongas en peligro para tratar de conseguirnos ropas o alimentos. No queremos que sufras por nosotros.
Dio unos pasos hacia mí y me acarició las mejillas.
—Sé que tenemos poca comida y que cuando nieva pasamos frío, pero nos tenemos los unos a los otros y has de comenzar a entender que eso es lo más importante —confesó—. Prefiero pasar hambre y sentirte, que llenar el estómago y no poder volver a verte.
—Entiendo lo que tratas de decirme, pero…
—Por favor, Éliar, prométeme que nunca jamás atravesarás el bosque —me presionó—. No podríamos soportar perder a otro hijo, moriríamos de pena.
Las palabras de mi madre provocaron un incómodo silencio que fue interrumpido por Kinóbol.
—He pensado que tal vez podríamos celebrar mi cumpleaños cenando este apetitoso pescado.
Sacó el pez de la cesta que portaba en el hombro y nos lo mostró.
—¿De dónde lo has sacado? —Álanar no podía creer lo que veían sus ojos, aquel vertebrado acuático era tan grande que no le entraba en las manos—. Está fresco.
—Lo he pescado cerca de las rocas de la orilla —contestó orgulloso.
—¡¿Has bajado los acantilados?!
Mi hermano asintió con la cabeza.
Álanar le dio una bofetada en la cara.
—¿Sabes cuanta gente a muerto en ese despeñadero? —le preguntó enfadado—. ¡Además, si alguien se hubiese percatado del contenido de tu cesta te hubiese matado para arrebatártelo!
—No le pongas la mano encima —le advertí con mirada atrevida.
Nuestro padre se tapó los ojos con las manos y comenzó a llorar.
—Solo intento protegeros, siento mucho que tengáis que vivir de manera tan miserable —murmuró—. Lamento que hayáis heredado semejante apellido.
—Estoy orgulloso de mi apellido —contesté tajante—. Los hijos no deberíamos pagar por los pecados de los padres, mucho menos aún por los de nuestros antepasados.
Me acerqué a él y le pasé la mano por la espalda para tratar de consolarle.
—No debes sentirte culpable de nuestra desgracia —le dije—. Estamos orgullosos de la educación que tanto mamá como tú nos habéis dado.
Acto seguido, recogí el pescado que se había caído al suelo.
—Yo lo cocinaré, ¿os parece bien?
Cuando comencé a eviscerarlo, Kinóbol se acercó a mí por la espalda.
—No abandones tu sueño, hermano —me dijo con voz emotiva—. Nosotros decidiremos lo grande que puede llegar a ser nuestro futuro.
Miré hacia atrás y observé que se había atado al brazo el pañuelo que le acababa de entregar hacía un momento.
—Gracias —murmuré orgulloso.
Justo en ese instante, Avenio entró por la puerta trasera que conectaba con el cobertizo.
—¡Éliar, que demonios has hecho esta vez! —gritó cabreado—. ¡Los guardias te están buscando!
Sus palabras provocaron que todos nos pusiéramos nerviosos.
—¿Qué ocurre? —cuestionó nuestra madre con gesto aterrado—. ¿Es eso cierto?
Les expliqué que todo se debía a un mal entendido y que no debían preocuparse.
—Pronto se solucionará —les aseguré.
—No estes tan seguro —añadió Avenio—. Según parece, los guardias están registrando tu casa.
—¡¿Qué?!
Sin decir ni una palabra más, me dirigí hacia la puerta y eché a correr en dirección a mi hogar. Los gritos de mis familiares no frenaron mi avance, debía apresurarme, tenía pertenencias que podrían ponerme en serios aprietos. Afortunadamente, la plantiquina y las botellas robadas en la taberna estaban guardadas en armarios de doble fondo, al igual que el comprometido libro que heredé de mi abuelo, pero no podía tentar a la suerte.
Vi de lejos a la multitud que se congregaba en los aledaños de mi casa y no tardé en distinguir a mis amigos. Estaban rodeados por una docena de guardias y el pregonero, quien subido a lomos de su tejón, les señalaba con el dedo.
—¡Un momento! —grité sin cesar mi carrera—. ¡Estoy aquí!
Observé que la puerta estaba abierta. Me detuve frente a ellos y me concentré en coger aire.
—¡Éliar! —exclamó Kiora—. Nos han traído arrastras desde la Cripta Escamosa, ¿qué sucede?
Me costó un poco normalizar mi respiración.
—Ellos no tienen nada que ver con este asunto, todo esto no es más que una desagradable tergiversación.
Los soldados me acarralaron rápidamente y el orador se puso frente a mí.
—¿De qué conoces a los forasteros que aparecieron ayer en la taberna de Oslok? —me preguntó con gesto irritado—. Si no me dices la verdad, te mataremos.
Trague saliva.
—No los había visto en toda mi vida, lo juro —aseguré tratando de paliar mi nerviosismo—. Os garantizo que se trata de un desafortunado malentendido.
Me encontraba en medio de una gran tesitura, si me sinceraba y desvelaba lo sucedido, también sería sentenciado a muerte. Los marginados teníamos prohibido enterrar a nuestros familiares fallecidos. Los guardias eran los encargados de recoger los cadáveres tanto de los que morían en las calles, como de los que lo hacían en el interior de sus casas. No sabíamos que hacían con los cuerpos, corría el murmullo de que nos los devolvían despedazados, mezclados con los alimentos que nos proporcionaban durante el día de repartición.
—¡Dentro no hemos encontrado nada! —exclamaron los soldados que salían del interior de mi morada.
El orador bajó del animal, me agarró del pelo y puso el filo de su puñal en mi garganta.
—No voy andarme con tonterías, la mujer que entró en la taberna no da puntadas sin hilo —me susurró al oído—. Si no me dices el motivo por el que te busca, te degollaré aquí mismo.
—Robé las pertenencias que esos forasteros guardaban en el interior de su carruaje —balbuceé.
El hombre me soltó.
—¿Qué bienes poseían?
—Un puñado de joyas y oro —contesté—. Juro que digo la verdad.
Mis amigos me miraban con gesto preocupado.
—En ese caso, supongo que podrás mostrarnos las riquezas que mencionas, ¿no es así? —cuestionó sonriente.
—Verá Señor, sé que es difícil de creer, pero unos tipos me robaron el zurrón esta misma tarde —respondí con voz firme—. Uno de ellos tiene la mano quemada, estoy seguro de que no os resultará difícil encontrarles.
Fue la solución que se me ocurrió para tratar de salir de aquella tesitura. Si los guardias les interrogaban, estoy convencido de que reconocerían nuestra altercado, y aunque no supiesen nada de mi alforja, sería mi palabra contra la suya.
—¡Éliar, ya basta! —el grito inesperado de Ádatost me sorprendió—. ¡Diles la verdad de una maldita vez!
No podía creerlo, mi propio amigo me estaba traicionando.
—Saloscon me lo ha contado, has enterrado el zurrón para devolvérselo a esos forasteros y así evitar ponernos en peligro —prosiguió.
Le clavé la mirada y apreté los dientes, mientras Saloscon le golpeaba con el codo.
—¿Qué ocurre? —preguntó confundido—. Si el ejército atrapa a esos canallas ya no podrán hacernos nada.
—¿Dónde están enterradas esas joyas que mencionas? —cuestionó el pregonero.
—En unos matorrales cerca de la entrada al bosque, junto a los…
Fue en ese momento cuando se dio cuenta del error que había cometido, si descubrían la tumba de mi abuelo me ejecutarían de inmediato.
—¡Llévanos hasta allí! —le ordenó—. ¡Ahora!
La cara de Ádatost reflejaba un gran arrepentimiento, sus ojos lagrimosos me pedían perdón.
—¡Muévete! —Le golpearon con la parte trasera de una lanza y no tuvo más remedio que avanzar—. Guíanos ahora al lugar que has mencionado o mataremos a toda tu familia.
Los guardias me cruzaron los brazos por detrás de la cintura y me obligaron a caminar junto a los demás.