¡Saludos, colegas escritores de Ebrolis!
Me presento con mi novela de fantasía épica grimdark, “Crónicas de las Tierras Quebrati” , un mundo fracturado por antiguas guerras, odios arraigados y donde las decisiones morales rara vez son sencillas. La historia se adentra en las luchas de poder, las consecuencias brutales de los conflictos y la supervivencia en una tierra al borde del abismo.
Tras mucho trabajo, he completado la obra y ahora me encuentro en esa fase crucial donde una mirada externa y honesta es oro puro, al igual que personas experimentadas en este mundo que ayuden a poder lanzar mi novela. Me gustaría invitaros a sumergiros en éste primer capítulo y compartir vuestro veredicto inicial y FEEDBACK . Si es necesario, y alguien está interesado en mostrar su novela, me ofrezco como lector beta a cambio de ese feedback de mi novela
¿Qué busco específicamente?
- Vuestras primeras impresiones generales.
- ¿El tono grimdark/oscuro se percibe con claridad?
- ¿Hay algún elemento (personaje, diálogo, descripción, giro) que os haya impactado especialmente, para bien o para mal?
- ¿Os sentiríais inclinados a seguir leyendo después de este capítulo?
No busco una crítica exhaustiva (a menos que os sintáis inspirados), sino esas primeras sensaciones crudas y sinceras que un lector experimenta al adentrarse en una nueva historia.
Si estáis interesados, responded a este tema indicando vuestro interés y feedback
Agradezco de antemano vuestro tiempo y vuestra valentía para adentraros en las Tierras Quebrati. ¡Espero vuestros implacables (pero constructivos) veredictos!
Un saludo y gracias por vuestra ayuda, [FRANCISCO JOSÉ BORREGO QUINTANA]
I.LA MELODÍA MACABRA
La noche se había tragado Dansa Arevica, ahogándola en una oscuridad premonitoria. El cielo, un lienzo amoratado y enfermo, prometía una tormenta de las que arrancan tejas y almas. El viento aullaba ya, un lamento agudo y persistente que se estrellaba contra los muros de piedra y las casas apiñadas de este maldito bastión fronterizo. Parecía el gemido de un dios moribundo atrapado entre los árboles retorcidos y las rocas frías.
Nubes preñadas de agua corrían como bestias asustadas por el firmamento, aunque aún contenían su furia líquida. Desde la garita norte, en lo alto de la atalaya que apuñalaba el cielo, Gauterio, un miliciano de la reserva con más hastío que miedo, observaba el espectáculo. Era una rareza para esta época del año, un mal presagio. «Brujería», masculló para sí, «o alguna mierda de los Hijos de Ron».
Hacía demasiado tiempo que los ronari no asomaban sus sucias cabezas. Veinte putos años desde que se firmó esa farsa de Armisticio en Caleborna, poniendo fin a la sexta –y ojalá última– guerra entre las Baronías. El pacto era simple: ningún cabrón armado cruzaría la frontera de Faustos. Punto.
Aquella guerra les había costado cara a los ronari, sobre todo por su estúpido intento de invasión. Dos décadas llevaban lamiéndose las heridas en su rincón del este, sumidos en un silencio que olía a rencor contenido. Mientras tanto, los faustanos mantenían la guardia alta en estos pueblos fortificados, llenos de milicianos con más mala leche que entrenamiento, vigilando cualquier sombra sospechosa.
Gauterio escupió al suelo y miró hacia el este, más allá de la línea invisible que separaba la vida de la muerte. Tras la guerra, se había formado la Liga Faustana, un puñado de pueblos bajo el ala de Neveldune, la ciudad que intentaba mantener a salvo la Baronia Oeste.
Flotaba en el aire la sensación de que Claudico, el actual Barón de Ron –ese usurpador que había trepado al poder sobre el cadáver del anterior Barón, cuando no era más que el Siervo de Ermesh en Malerga–, seguía con sus ansias de sangre. Aunque sus estandartes solo ondeaban tras los muros de sus ciudades-estado, el miedo no se había disipado en Faustos. El Armisticio firmado en Caleborna con el Barón Ellenor de los Dalmatis le ataba las manos, le obligaba a quedarse quieto en sus tierras y a evitar hasta la más mínima trifulca. Pero veinte años no bastaban para borrar la memoria de las jugarretas ronari. Nadie olvidaba la traición del Siervo de Ermesh Cliterro y sus banderas blancas en el Valle de Velitele, engañando al Sexto Ejército faustano. Había pactado una retirada pacífica con el Mariscal Vanos, y mientras los faustanos bajaban confiados, les tendió una emboscada rastrera. Una carnicería. Desde entonces, a ese valle lo llamaban el Valle de las Piras, o el Valle de los Empalados, por los cuerpos que aún adornaban sus estacas. Un lugar maldito. Y los faustanos, joder, los faustanos no olvidaban.
Esa batalla marcó un antes y un después. Faustos parecía perdida, a merced de Ron. Pero, por algún milagro o por la vuelta del Lord Mariscal Eleuterios, los ejércitos de las Trece Ciudades se recompusieron y lograron echar a patadas a los invasores.
Pero ahora… ¿qué coño eran esos aullidos que llegaban desde la Arboleda de Intígar? Corría el rumor entre la gente del pueblo, chismes de taberna y cuentos de viejas, que los lobos del hielo habían bajado de las Montañas Inexpugnables. Hacía años que esos bichos rondaban por los bosques de Intígar, pero las continuas batallas los habían empujado más arriba. ¿Serían ellos? ¿O era solo el viento jugando con sus nervios? Gauterio conocía cada ruido de ese bosque. Había pasado incontables noches en esa atalaya, bajo tormentas peores que esta. Dansa Arevica estaba acostumbrada al viento furioso. Pero no en pleno verano. No así.
«¿Dónde se habrá metido ese borracho de Zálamos?», pensó con creciente irritación. Su relevo ya debería estar aquí, apestando a vino barato. La espera, la noche, los ruidos… todo le estaba crispando.
El aullido volvió, más cercano, más… desagradable. No, no era el viento. Ni su puta imaginación. «¿Lobos del hielo?». No cuadraba. Esas bestias eran fieras, sí, pero solo si te metías en su territorio. Jamás se acercaban a los pueblos a buscar pelea. Y él estaba seguro en la atalaya. Ningún lobo podía saltar tan alto.
La oscuridad era un manto espéso que apenas dejaba adivinar las formas del bosque. Solo sabía que ahí delante estaba la Arboleda de Intígar y, más al este, las murallas distantes de Letargos, la ciudad más cercana de la Baronia.
«Maldito Zálamos…» El nerviosismo empezaba a roerle las entrañas. Ni rastro de su compañero. Ni movimiento en el cuartel, al sur. Ni siquiera en la cantina, donde seguro que Zálamos apuraba la última jarra. «Cuando llegue, le parto la cara… ¿Va a venir o no, el muy capullo?».
Otro movimiento entre los árboles. ¿Viento? ¿Lobos? ¿Ronari? «Joder con la tormenta… No se ve una mierda».
Su mente, ya alterada, empezó a jugarle malas pasadas. Las sombras de los árboles se retorcían, adoptando formas extrañas, antinaturales. No parecían hombres, ni bestias. Eran… otra cosa.
«¿Qué cojones se mueve ahí?»
Las siluetas, apenas distinguibles en la negrura, avanzaban con una lentitud exasperante, como si el tiempo no existiera para ellas. Poco a poco, tomaron forma: figuras humanoides, pero alargadas, inhumanamente altas, de más de tres metros. Vio un par flotando, suspendidas en el aire, y un escalofrío helado le recorrió la espalda. El miedo, frío y pegajoso, empezó a atenazarle.
Había algo profundamente erróneo en su avance. El aullido lejano no era un aullido animal. Era un cántico. Intencionado, con un propósito oscuro. Una melodía primitiva, repetitiva, hipnótica, que no parecía de este mundo.
Gauterio borró la palabra «lobos» de su mente. Esto era magia negra. Figuras espectrales cantando al unísono. Y cada vez eran más, multiplicándose en las sombras como una plaga.
Trató de recordar, de buscar en los rincones polvorientos de su memoria. Le costaba pensar, como si algo ajeno estuviera hurgando en su cerebro. Había oído historias, claro. Cuentos de viejas junto al fuego, baladas de bardos borrachos… Seres como esos, un cántico que transmitía un mensaje de puro terror directamente a la mente. El cántico se hacía más fuerte, más cercano. Sentía cómo amenazaba no solo su cordura, sino su propio cuerpo, su alma…
Primero fueron susurros, luego leyendas… «Mitos y leyendas», se repetía, intentando aferrarse a la incredulidad. Pero el sudor frío que le empapaba la camisa y los temblores incontrolables decían otra cosa. Estaba paralizado, prisionero del pánico.
«¿El Cántico de la Ruina?»
Las viejas historias lo decían claro: quien escuchaba esa melodía quedaba atrapado, su mente se retorcía y una horrible piroquinesis lo consumía desde dentro. Fuego naciendo en el cerebro, devorándolo todo. Por eso decían que la procesión del Cántico de la Ruina no dejaba supervivientes. Leyendas… Tenían que ser leyendas… «Si nadie sobrevivió, ¿quién coño contó la historia?», pensó con una lógica desesperada.
Los seres irreales, visibles solo para aquellos atrapados por la música maldita, se acercaban sin prisa. Gauterio pensó fugazmente en los sordos. «Ellos estarían a salvo».
Contó una veintena al principio, formados en cuatro filas perfectas. Pudo distinguir ojos en cada uno de ellos, puntos brillantes de un verde enfermizo que parecían clavarse en él. No había odio en esa mirada, solo una indiferencia gélida, un asco cósmico hacia lo mortal. Su único propósito era aniquilar con fuego interior.
Se abalanzó sobre la cuerda de la campana y tiró con fuerza. Una vez. Dos. Tres. Un toque era una patrulla de vuelta. Dos, el Reverendo. Tres… tres significaba ataque.
Al tercer tañido metálico, todo se precipitó. El cántico de los espectros se intensificó, subió de volumen, una respuesta directa a la alarma. La música infernal arrancó a la gente de Dansa Arevica de sus camas, una llamada mortal y teledirigida que resonó en cada cráneo.
—¿Qué cojones haces, idiota? —La voz jadeante de Zálamos surgió de las escaleras. El muy cabrón por fin aparecía.
—¿Es que no lo oyes? ¿No los ves? —le espetó Gauterio, señalando con dedo tembloroso las sombras que ya casi lamían la empalizada—. ¡Es el Cántico de la Ruina, gilipollas!
—¿El Cántico de qué…? ¿Cuánto grimmel te has metido hoy? —se burló Zálamos, siguiendo la dirección del dedo de su compañero—. Solo son unos putos peregrinos cantando…
Pero las palabras se le ahogaron en la garganta al verlos. No eran peregrinos. Eran espectros. El color huyó de su rostro.
—El Cántico… desapareció hace mil años… ¡No puede ser! —murmuró, apenas audible—. Además… no veo a Virmire con su violín.
—¿Tú también conoces la leyenda? —se extrañó Gauterio—. Es verdad. El violín de Virmire dirige la Ruina. Y yo no oigo ningún puto violín.
Era cierto. Faltaba el violinista fantasmal. ¿Dónde estaba Virmire?
Abajo, las primeras puertas se abrían. Habitantes confusos salían a la calle, preguntándose qué demonios pasaba. La milicia, alertada por la campana, empezaba a salir del cuartel y de la cantina, torpes y medio dormidos.
Todas las miradas se clavaron en los seres que emergían del bosque, flotando a un metro del suelo. El pánico se extendió como la pólvora mientras los oficiales gritaban órdenes inútiles a sus hombres.
Desde la atalaya, Gauterio y Zálamos eran espectadores de palco de la inminente matanza. Los civiles corrían a refugiarse en sus casas, presas del terror. Los soldados, unos veinte que habían llegado a la plaza, se preparaban para luchar contra… ¿la nada? ¿Cómo coño se lucha contra algo que no puedes tocar, que no puedes matar? Pronto lo descubrirían.
Dicen que el Cántico de la Ruina es letal a corta distancia. Un metro. La música se te mete hasta los huesos, enciende la piroquinesis y te consume en un final agónico. Cerebro frito, cuerpo en llamas. No había muerte más jodida. Los dos milicianos lo sabían. Por eso quedarse arriba era su única, y jodida, esperanza.
Lo que eran veinte espectros se había convertido en una horda, más de cien. Cruzaron la empalizada como si no existiera, atravesando incluso a los soldados que guardaban las puertas, y se plantaron en medio del pueblo. Sin prisa, se acercaron a las primeras víctimas, aquellos que se habían quedado paralizados por el cántico o por el puro terror. Los soldados en la plaza los miraban con la palidez de la muerte pintada en la cara.
Los espectros avanzaron hacia los militares. Una lluvia de flechas silbó en el aire. Algunas alcanzaron a los espectros, atravesando lo que parecían órganos vitales. Fue inútil. Los cánticos siguieron, imperturbables. Ni un quejido.
Como en una pesadilla febril, los dos centinelas observaron la masacre. Los soldados, aún sin asimilar la inutilidad de su resistencia, atacaban por pura inercia, sus espadas cortando el aire vacío mientras la piroquinesis los alcanzaba. El cántico se cobraba sus víctimas. Hombres cayendo de rodillas, gritando, temblando, hasta que las llamas brotaban de sus ojos y bocas, consumiéndolos en segundos. La plaza se convirtió en un jardín de antorchas humanas. Desde la altura, parecían cirios macabros. La defensa se desmoronó entre gritos de agonía y el olor a carne quemada. Los milicianos caían carbonizados ante unos enemigos a los que el acero no les hacía ni cosquillas.
Cuando no quedó nadie en pie en la plaza, el Cántico de la Ruina se volvió hacia las casas. Los espectros, uno a uno, atravesaron muros de piedra y madera como si fueran humo, penetrando en los hogares. Los gritos que surgieron del interior helaban la sangre. Grupos de espectros se dispersaron por las calles, entrando casa por casa, una matanza sistemática e inmisericorde que se alargó durante las horas más oscuras.
Finalmente, los primeros rayos del sol asomaron por encima de las Montañas Inexpugnables, tiñendo de rojo el cielo y la carnicería. El Cántico de la Ruina al completo, tras no dejar alma viva en Dansa Arevica, se congregó bajo la atalaya. Flotaban como un enjambre de moscas espectrales, sus ojos verdes fijos en los dos únicos supervivientes.
Uno de los espectros se acercó a la base de la torre e intentó subir. No podían elevarse más de dos metros. Los centinelas, a ocho metros de altura, respiraron aliviados por un instante. Pero el alivio duró poco. La criatura empezó a girar, un movimiento en espiral contra la estructura. La atalaya tembló violentamente. Gauterio y Zálamos perdieron el equilibrio y cayeron sobre la plataforma junto a la escalera. Zálamos rodó escaleras abajo entre gritos ahogados, deteniéndose a un par de metros del enjambre cantarín. El sudor le bañaba la frente. El pánico puro le paralizó.
Con un tirón desesperado, Gauterio agarró las piernas de su compañero y lo arrastró hacia arriba, justo a tiempo.
Un nuevo cántico surgió del enjambre, más agudo, más apremiante. Parecían tener prisa ahora.
Y entonces, tan rápido como habían aparecido, empezaron a desvanecerse. Se disolvieron en el aire, hundiéndose en el suelo como vapor, engullidos por la tierra al contacto con la luz del sol naciente.
Silencio. Solo roto por el crepitar lejano de alguna casa aún en llamas y el zumbido en los oídos de los supervivientes.
Durante un largo rato, los dos milicianos permanecieron inmóviles, asomando apenas la cabeza, paralizados por el shock y el miedo a que las figuras regresaran. Finalmente, viendo que nada surgía de la tierra ensangrentada, descendieron con una cautela extrema. Sus ojos no dejaban de moverse, escrutando cada sombra, cada rincón, especialmente el suelo donde los espectros se habían evaporado.
—La luz… parece que la luz los jode —dijo Zálamos, rompiendo el silencio tenso. Su voz era un susurro ronco—. Normal, son bichos de la oscuridad.
Gauterio, que había bajado más despacio, aún estaba en los últimos peldaños.
—No hay tiempo que perder —dijo, su voz temblando ligeramente a pesar de intentar mostrarse firme—. Busca caballos. Tenemos que largarnos de este puto infierno antes de que vuelva a anochecer.
Pasaron la mañana registrando el pueblo muerto, evaluando la magnitud de la masacre, recogiendo lo poco útil que encontraban. El hedor a carne quemada era insoportable, una peste dulzona y nauseabunda que se pegaba a la garganta. El panorama era desolador: cuerpos carbonizados por todas partes, retorcidos en posturas grotescas. Ni los animales se habían salvado. Vomitaron varias veces, superados por el olor y la visión de la carnicería. Ni siquiera estar acostumbrado a destripar animales para comer te preparaba para algo así.
—Tenemos que enterrarlos —dijo Gauterio, mirando los restos de un niño.
—¿Enterrarlos? ¿Tienes estómago para eso? —replicó Zálamos, incrédulo—. ¿Y tiempo? ¿Crees que acabaremos antes de que caiga la noche y vuelvan esos cabrones? Haz lo que te salga de los cojones. Yo me piro a Neveldune. Que las autoridades y el puto Barón Ellenor se encarguen de esta mierda. —Sentenció, metiendo unas manzanas magulladas en su zurrón raído.
«Cinco días a pata. Sin caballos. Hay que moverse ya», pensó Zálamos. «No me quedo ni un segundo más en esta tumba apestosa».