La Inocencia
Mi primer recuerdo consciente está relacionado con salir de un antiguo cine y jugar en la reja metálica de la entrada. Había visto una película de Tom y Jerry. Luego las plantas del patio… las pequeñitas flores que conforman la flor de lantana, tocar la suavidad de las vainas de habas. El columpio bajo el parrón. Olor a tierra mojada.
Sin embargo, mucho antes de eso, lo primero que reconocí fue una gigantesca mano muy suave, que en algunas ocasiones me acunaba y protegía…y de vez en cuando me aplastaba y lastimaba…
Esa mano, a veces tan dulce y otras tan violenta, me acompañó durante toda mi niñez y al ser mi único referente, aprendí a amarla y a entender que merecía su dureza, pero me estremecía el temor, la incertidumbre de no saber qué haría.
Más tarde, aprendí a huir de ella, meterme bajo la cama, encerrarme en el baño o en un ropero, correr fuera de la casa y recorrer las calles cercanas hasta que saliera algún perro que me atemorizara. Debo decir que no era una medida muy útil, solo era ganar tiempo antes del castigo… mientras acrecentaba su enojo.
No entendía el amor que sentía por esa mano que me lastimaba. Como Tom y Jerry, siempre lastimándose, pero en el fondo amigos. Incomprensible.
Las marcas en las piernas se volvieron normales cuando la mano empezó a usar un cinturón de cuero. Ritualmente, terminaba siempre en el llanto ahogado bajo la ducha con la ropa estilando… (no!! …con mi vestido rojo nooo!!. Siempre fue mi favorito). Para cuando lograba controlar el llanto, debía salir del agua–en silencio- ponerme la pijama y acostarme a pensar, mientras la mano me acariciaba la cabeza, para hacerme entender las consecuencias de mis actos.
¿Pensar qué? Nunca lo supe. En esos momentos mi mente solo divagaba mil formas de venganza que nunca ejecutaría. Esa asociación de odio amo casi explotaba mi cerebro y me dejaba noches enteras sin dormir.
Mil veces desee ser invisible para que la mano no me encontrara, desaparecer mágicamente o en definitiva morir. Pero la magia nunca ocurrió. En cambio, aprendí a mentir para salvarme alguna que otra vez, hasta que finalmente un día esa mano, que ya no era tan grande al compararla con la mía, fue bloqueada por mi rabia y debió resignarse a la sentencia de que ya no tenía la fuerza para doblegarme.
Un periodo de latencia se apoderó de mi vida… el sin sentido de no tener la forzosa guía que indicara el camino a seguir. No fui educada para decidir.
Al crecer, la mano se convirtió en mi mano y lo comprendí.
Entendí que el amor a veces se presenta en formas retorcidas y nefastas. Que se adapta a las circunstancias e interpretaciones que cada cual da a los hechos. Que es inherente a la naturaleza humana adaptarse o morir.
Me prometí entonces que, si de mí dependía, nadie pasaría por el temor de vivir esperando el próximo golpe.
Lamentablemente esa noción distorsionada del amor siguió viviendo escondida en mi corazón. Y sigo siendo una niña asustada de equivocarse y de que la vida la aplaste a golpes y aún hay noches que no duermo planeando mi venganza contra el mundo.