“LA LLAMADA DE LAURA”, la versión alargada de “EL CERRO”

Bueno, pues ya está disponible en AMAZON (y pronto en KOBO) el relato o novela corta “LA LLAMADA DE LAURA: Un eco de la eternidad”.

Al final, en formato ebook (AZW3 para Kindle, lo mismo en ePub para Kobo) son 70 páginas.

Pero, atención, también está disponible en formato audiolibro a través de Amazon, con una narración de 2 horas en castellano, en voz masculina. No ha quedado nada mal, y está muy claro que la de narrador es una profesión a extinguir “gracias” a la IA. En la página de Amazon podéis escuchar una muestra del audio del primer capítulo (no pongo en enlace para no contravenir las normas del foro).

También podéis descargar el capítulo 1 de esta novela, aunque aquí os voy a poner los capítulos 1, 2 y 3 en los siguientes post, a ver qué os parece.

Saludos

LA LLAMADA DE LAURA: un eco de la eternidad

Capítulo 1

LA RESPUESTA DEL VIEJO LUGAREÑO me llegó a través de la ventanilla, envuelta en una nube de saliva y en el hedor rancio que exhalaba su dentadura devastada por los años y la desidia. Su voz, áspera como la grava, se colaba entre los huecos de sus dientes como si cada palabra luchara por sobrevivir al naufragio de su boca.

Aun así, logró indicarme con claridad la ruta a seguir. Le di las gracias con una sonrisa forzada, conteniendo el impulso de apartarme, y pisé el acelerador con una discreta urgencia, alejándome de la gasolinera, del hombre y de sus podredumbres bucales, procurando que no se notara demasiado la prisa con la que huía de aquel encuentro.

Tal y como me había dicho, no tardé en alcanzar el desvío junto al aserradero, donde giré a la derecha y me interné por un camino rural sin asfaltar, flanqueado por matorrales resecos y árboles decrépitos que parecían custodiar el paso. El sendero moría junto a un puente de piedra que salvaba el cauce de lo que apenas era un arroyo tímido, de aguas claras y poco profundas. El “puente romano” del que hablaba el viejo era, como tantos otros desperdigados por la geografía peninsular, una construcción modesta, más cercana al Siglo de las Luces que al Imperio de los Césares. Sus sillares, erosionados por el tiempo, el viento y la lluvia, sostenían con dignidad el peso de una historia anónima, tejida por generaciones de campesinos, pastores, mercaderes y caminantes que lo cruzaron sin dejar más huella que el desgaste de sus pasos.

Rústico pero firme, el puente ofrecía el ancho justo para que el Dacia lo cruzara sin sobresaltos. Al otro lado me aguardaba una pista forestal que se retorcía cuesta arriba, serpenteando entre un bosque espeso y sombrío. Las ramas de robles y pinos centenarios se entrelazaban en lo alto, formando una bóveda vegetal que apenas dejaba filtrar la luz del sol. El aire olía a tierra, a resina y a hojas en descomposición. A medida que ascendía, el silencio se hacía más profundo, roto solo por el crujido de las ruedas sobre la grava y canto lejano de algún ave alarmada por el ruido del vehículo.

Finalmente, tras varios minutos de ascenso, llegué a la cima pelada. Frené junto al ruinoso torreón que presidía el altozano y salí del coche para echar una primera ojeada al lugar. Mientras el sol aceleraba en su descenso al horizonte, me acerqué con precaución al borde del abismo. En efecto, como me habían comentado en el pueblo, desde allí se dominaba buena parte de la comarca.

Era aquel un lugar solitario, de difícil acceso, pero que a cambio ofrecía una panorámica sensacional: hacia el norte, las aguas de un gran pantano centelleaban en tonos dorados bajo la moribunda luz del ocaso; mirando hacia poniente, el sol descendía sobre la lejana cordillera que parecía marcar los límites de una tierra incógnita; hacia el levante, comprobé satisfecho que las escasas luces del pueblo apenas supondrían un problema para la observación nocturna.

Al poco, el sol comenzó a ocultarse con una lentitud solemne, como si se despidiera de cada hoja, cada piedra, cada criatura que había tocado con su luz. El paisaje se iluminó en una sinfonía de colores: naranjas encendidos, púrpuras melancólicos, y un dorado que parecía derramarse como miel sobre los contornos del horizonte. Las sombras se alargaban, tímidas al principio, luego audaces, reclamando el terreno que la luz les cedía, mientras las sombras comenzaban a enseñorearse de los bosques que circundaban el cerro. El cálido aire del estío se volvía más fresco, más íntimo, como si el cerro susurrara secretos antiguos a quien se atreviera a escucharlos.

Era una visión mágica. Suspiré y, con el último resplandor que se extinguía tras las montañas lejanas, me volví hacia el coche. Tenía que montar el equipo antes de que el cielo se transformase en un profundo océano de oscuridad. De hecho, las primeras estrellas de la constelación de Acuario empezaban a asomar detrás del torreón.

Sí, había sido una magnífica idea subir hasta el Cerro de las Ánimas.

Capítulo 2

Oficialmente, había elegido aquel remoto rincón de la meseta para disfrutar de unos días de descanso en un pueblo “con encanto” lejos del mundanal ruido, dando largos paseos por el campo y observando las estrellas en un cielo limpio, libre de contaminación lumínica. Pero la verdad, la cruda y poco romántica verdad, era que aquella escapada rural era lo más que mi delicada situación económica podía permitirme. La sangría imparable del alquiler urbano y las cuotas del crédito con el que había financiado mis nuevos juguetes de astrónomo aficionado me tenían contra las cuerdas. Y es que, aunque tengas un buen sueldo, la vida de un soltero en una gran ciudad es cara, y más aún cuando uno se empeña en mirar al cielo sin dejar de pisar la tierra. De la paga extra de verano y de la nómina de julio apenas quedaba un eco lejano así que, cuando descubrí aquel lugar en un foro de internet, no lo pensé dos veces: reservé una habitación en el única casa rural del pueblo, metí el bolso de viaje y mis cachivaches en el coche, y me lancé a la carretera.

Tres horas de autovía y media hora de carretera comarcal me depositaron en la plaza mayor de un pueblecito recogido entre montes abruptos, abrazado por el curso de un río modesto que se perdía entre los árboles como si no quisiera ser encontrado. Allí, en las afueras, junto a un viejo molino de agua que ya no molía nada, me esperaba la casa rural Las Alondras donde había reservado mi habitación. Sencilla pero acogedora, paredes de piedra y vigas de madera que olían a historia. Los propietarios, un matrimonio próximo a la ancianidad, habían invertido sus ahorros en rehabilitar la antigua casa familiar, y el resultado era cálido, hospitalario, casi entrañable. Tenía media docena de habitaciones para huéspedes, piscina para niños, jardín, garaje exterior, y una cocina de aromas caseros que prometía que cada comida sería un pequeño festín. Por aquel precio, era casi un milagro.

—Ha llegado usted justo a tiempo para el almuerzo —me anunció Esteban, el marido y recepcionista—. Hoy tenemos unos entrantes ibéricos, caldereta y ensalada de la huerta. Para beber hay agua, refrescos y un tinto Fuentespina o un blanco Marqués de Cáceres, como prefiera. De postres, helados variados y fruta de temporada. Por supuesto, tiene toda la casa y la finca a su disposición. Teng,a su llave y su DNI. Su habitación es la tres, la primera a la izquierda según sube. La clave del WiFi es Alondras25.

—Muchas gracias, Esteban. Es usted muy amable.

La cómoda habitación que me habían asignado encarnaba a la perfección el espíritu de lo sencillo y duradero: sin lujos, pero sin carencias y sin renunciar al buen gusto. Bajo un techo de vigas de madera expuestas que aún conservaban el aroma de los crudos inviernos pasados, dos camas individuales vestidas con colchas blancas salpicadas de motivos florales azulados se iluminaban con la luz del campo que penetraba por una ventana enmarcada por cortinas estampadas. Sus cabeceros, de sobria carpintería castellana, descansaban sobre un muro de piedra natural y mortero, dibujando un espacio que no necesitaba artificios para convencer.

El suelo, de baldosas cerámicas en tonos marrones, completaba la paleta terrosa del cuarto, recordando que allí todo está hecho para durar, para acoger, para invitar al descanso. Entre las dos camas, una mesita de noche intemporal servía de base a una lámpara de cerámica con pantalla blanca, tan discreta como el mueble que la sostenía. Frente a las camas, un pequeño armario empotrado, un escritorio de madera y una silla tapizada del mismo material completaban el mobiliario de la habitación, donde las únicas concesiones a la modernidad eran el radiador bajo la ventana y la unidad interior de aire acondicionado sobre ella. No estaba nada mal.

Satisfecho con el alojamiento, dejé la bolsa con la ropa y la maleta con parte de mis instrumentos astronómicos sobre la cama libre, y bajé a disfrutar de las habilidades gastronómicas de Martina, la esposa de Esteban. El comedor, que seguía la acogedora pauta estética de las habitaciones del resto de la casa, albergaba media docena de mesas pulcramente dispuestas para cuatro comensales cada una, un mostrador repleto de productos locales y una máquina para cápsulas de café e infusiones. No faltaba de nada, salvo el resto de la clientela, que —según me contó Martina— llegaría a primera hora de la tarde: un matrimonio mayor y una familia con un par de hijos.

—Ahora tiene el comedor para usted solo. Que aproveche.

Tras saborear una caldereta de cordero regado por el Fuentespina que me reconcilió con la vida, decidí explorar los alrededores. Siguiendo la recomendación de Esteban, me dirigí al sendero que se extendía junto al río y que permitía llegar al pueblo caminando, bajo la sombra generosa de nogales, abedules y castaños. El agua corría alegre por el cauce, formando pequeñas cascadas en los tramos más irregulares, y el frescor que desprendía era un bálsamo contra el calor del verano. El entorno era tan bonito que me detuve varias veces para capturar rincones especialmente hermosos con el móvil: un meandro del río, un tronco caído cubierto de musgo, un claro donde la luz se filtraba como en una pintura impresionista. Los cantos de ruiseñores y jilgueros componían una sinfonía natural, interrumpida de vez en cuando por el ladrido de algún perro guardián o por el graznido áspero de urracas y cuervos que parecían vigilar desde las alturas.

El pueblo, con sus apenas dos centenares de almas censadas que quizás en esa época del año fueran algunas más, parecía suspendido en el tiempo, como si el reloj de la historia hubiese decidido detenerse allí por capricho. Las calles, empedradas y estrechas, serpenteaban entre casas de piedra con tejados de pizarra y balcones de hierro forjado donde aún colgaban geranios y ropa tendida. En medio de la plaza mayor porticada, corazón palpitante de la vida local, se alzaba un kiosco de música de estructura octogonal, pintado de blanco y verde, que en otros tiempos acogía las actuaciones de bandas de música durante las fiestas patronales. A un lado de la plaza se alzaba el ayuntamiento, un edificio sobrio de dos plantas con escudo en la fachada y ventanas de madera, que parecía vigilar el ir y venir de los vecinos con la solemnidad de quien ha visto pasar generaciones enteras. Al otro lado, una iglesia románica del siglo doce imponía su recia presencia con un enorme rosetón de piedra y vidrio en su fachada, acompañada de una torre campanario en la que resonaban de tanto en tanto tañidos graves y melancólicos. Completaban el paisaje urbano una tienda de ultramarinos, un bazar y dos bares: uno, oscuro y vetusto, con mesas de mármol y olor a vino y café en el que algunos parroquianos mataban el tiempo jugando ruidosamente al dominó; el otro, de estilo más moderno, precedido por una amplia y agradable terraza bajo un emparrado y refrescada por una pequeña fuente ornamental. A aquella hora de la tarde, pese al recio calor castellano, algunos lugareños empezaban a tomar posiciones en la plaza, ya charlando animadamente bajo los soportales, ya haciendo compras en el colmado, ya buscando acomodo en los bares, tejiendo la rutina de un pueblo que, aunque pequeño, conservaba intacta su dignidad rural.

Me acomodé en una de las mesas de la terraza del bar más moderno, bajo la sombra generosa de una parra que trepaba por el enrejado como si quisiera abrazar el cielo. El sol seguía apretando y el calor traía consigo el aroma de la tierra caliente y el canto constante, casi insolente, de las chicharras que colonizaban los árboles cercanos. Me sorprendí pensando que en realidad las chicharras no cantan para nadie. Cantan porque sí, porque el verano las empuja a hacerlo, como a mí me empujaba a pedir una de cerveza a la mujer morena de mediana edad que atendía la barra y las mesas de la terraza, y a quedarme allí sentado, sin prisa, viendo cómo poco a poco las sombras se alargaban sobre la plaza empedrada como gatos perezosos sobre una alfombra.

La cerveza llegó en una copa fría y acompañada por una generosa tapa formada por una rebanada de pan coronada por varias lonchas de chorizo casero, salchichón y queso curado que olía a bodega y a paciencia. Mientras saboreaba el primer sorbo helado de la lager y mi paladar se perdía en los sabrosos matices de los embutidos, se acercaron dos vecinos de edad indefinida —setenta y tantos, quizás más; enjuto y medio calvo uno, de sobrada humanidad y pelo cano el otro— que se sentaron sin ceremonia en la mesa contigua, saludaron a la dueña del bar con esa naturalidad que solo se da en los lugares donde todos se conocen y el tiempo no apremia, y pidieron también sendas cervezas, que les llegaron también escoltadas por tapas de pan y embutido todavía más generosas que la que me había llegado a mi mesa. Privilegios de parroquianos, me dije, mientras el murmullo de las chicharras seguía inalterable, como avisando de que el día aún no había terminado, que el calor aún tenía algo que contar.

Tras los saludos de rigor, la conversación surgió sola, como brota el agua de una fuente. Sin demasiada sutileza me preguntaron de dónde venía, qué me traía por allí, si era familia de los de la casa rural o si simplemente había dado con el pueblo por casualidad. Les conté lo justo, sin entrar en demasiados detalles, y ellos asintieron con esa mezcla de cortesía y desinterés que caracteriza a quienes ya han escuchado muchas historias parecidas. Hablamos del calor, de lo bien que se estaba en la sombra, de lo caro que se había puesto todo en la ciudad y de lo tranquilo que era vivir allí, aunque —decían— cada vez quedaba menos gente joven. Uno de ellos, el más locuaz y entrado en carnes, me recomendó visitar la Fuente del Nogal, “que tiene agua buena, de la que cura el empacho”, y el otro me habló de un elevado cerro a no mucha distancia del pueblo desde el que, según él, podía verse toda la comarca en los días despejados y que los vecinos conocían como el Cerro de las Ánimas.

—Allí está también el castillo moro —añadió—. Bueno, lo que queda de él, poco más que un torreón. Decía mi madre que el castillo estaba embrujado, que en ciertas noches del año se escuchaban lloros y suspiros, pero a los mozos nos daba igual, ¿verdad, Lucas?

—Ya te digo ¡Yo allí los únicos suspiros que escuché de mozo ahí arriba fueron los de la Amparo cuando retozábamos entre las ruinas!

La charla, amable y sin pretensiones, se fue deslizando como la tarde, sin sobresaltos, hasta que el sol se escondió tras los tejados y las campanas de la iglesia marcaron las siete con un repique lento y solemne. Cuando de las raciones de embutido y de las cervezas solo quedaron migas y trazas de espuma, los dos hombres se levantaron, se despidieron con un gesto amable y se alejaron calle abajo, dejando tras de sí el eco de sus pasos y una estela de sencilla humanidad. Mi copa estaba también vacía y estuve tentado de pedir otra cerveza, pero tenía cosas que hacer si quería disfrutar esa noche de una de mis aficiones favoritas, así que pagué la consumición y emprendí el camino de regreso a Las Alondras, donde, tras pedir el oportuno permiso a los propietarios, desplegué mis cachivaches en la trasera ajardinada de la casa.

Capítulo 3

Para aquella primera toma de contacto con el cielo local opté por no sacar la artillería pesada del coche, dejando tranquilo en su maleta el refractor triplete de cien milímetros de apertura y su aparatosa montura ecuatorial, limitándome a instalar unos voluminosos prismáticos astronómicos en un trípode fotográfico estándar y, sobre la mesa del jardín, mi más flamante y apreciado juguete: un pequeño telescopio digital Seestar S/50, específicamente diseñado para astrofotografía de cielo profundo que podía controlarse desde una app en el móvil, simplemente eligiendo el objetivo a fotografiar. Culminados los preparativos, mientras esperaba a que la noche se cerrase sobre mi modesto observatorio, me fui a cenar. Doña Martina había preparado unos deliciosos canelones de carne con bechamel y a mí las tripas me rugían.

Durante mi ausencia había llegado el resto de los clientes, que ya ocupaban sus lugares en el comedor. Tal como Marina me comentó durante la comida, se trataba de una simpática pareja de jubilados septuagenarios, refractarios según decían a los viajes del Imserso, y de una familia de ciudad con dos gemelos preadolescentes que pasaban el día más pendientes de su Nintendo Switch que de las aburridas alternativas lúdicas que ofrecía aquel rincón de la España rural vaciada. Tanto los ancianos como la familia urbanita eran oriundos del pueblo, del que habían escapado tiempo atrás en busca de horizontes más prósperos, y al que ahora regresaban por unos días, unos para rememorar infancias y juventudes que el paso de las décadas había teñido de nostalgia, y otros para visitar a familiares casi olvidados y tratar de inculcar en sus hijos conocimientos arcanos como el relativo al auténtico origen de la leche de vaca o el de las chuletas de ternera. Esfuerzo inútil a la postre, porque los dos chavales estaban más atentos a su partida de Mario Kart que a la clase magistral paterna sobre la molienda del grano, el uso adecuado del torno de alfarero o las peculiaridades de la cría ecológica de gallinas ponedoras.

Otra de las mesas estaba ocupada por Esteban, Martina y su hija, Sonia, que acababa de llegar del pueblo cargada con suministros para la despensa. Desde el primer instante en que la vi, su presencia me desconcertó, como lo haría un inesperado golpe de aire cálido en una fría tarde de invierno. Era una joven en la medianía de la veintena, agraciada con una belleza serena pero desarmante, como la de esas flores silvestres que crecen sin permiso en los márgenes del camino y que, sin intención, acaparan la mirada del caminante. Y cuanto más la miraba, más atractiva la veía.

Su espesa melena morena caía en ondas suaves sobre los hombros, con un brillo natural que parecía absorber la luz del comedor. Tenía unos ojos grandes, de un negro profundo y vivaz que contrastaban con el tono cálido de una piel tostada por el sol y el aire seco de la meseta, y que hablaban en silencio con una intensidad capaz de desarmar cualquier intento de indiferencia. Su rostro, de contornos suaves y simétricos, parecía esculpido con mimo, y en él se dibujaba una sonrisa franca, casi traviesa, que se apoyaba en una inteligencia despierta y en una dicción suave y perfecta, como quedó claro tras un rato de amena charla alrededor de la fuente de canelones. Así tuve noticia de que era ella, no sus padres, quien se encargaba de la gestión de la casa rural y, a la vista del resultado, lo hacía con sobrada solvencia. Pero no era solo una recia belleza y agradable conversación lo que me atrapaba, sino también su figura, esbelta y proporcionada, que se movía alrededor de las mesas cuando era menester con una gracia y naturalidad que rozaba lo hipnótico, como si cada gesto suyo obedeciera a una coreografía secreta.

Resumiendo, me descubrí observándola con más atención y deleite de lo que habría querido admitir, casi en el límite de lo descortés. Sonia no tardó en ser consciente de mi turbación. Y a Martina, su madre, tampoco.

—Espero que no se hayan enfriado los canelones, no perdonan el horno ni el descuido —comentó, sacándome de mi embelesamiento.

—Están perfectos y deliciosos —respondí, tratando de recuperar algo de decoro—. Y el queso… tiene algo especial. ¿Es de aquí?

—De la quesería de Pedro, al otro lado del pueblo. Tiene buena mano.

—Demasiado larga, a veces —gruñó Sonia por lo bajo, añadiendo un resoplido.

Esteban y Martina no pudieron contener la risa.

—Pobre chaval, no le das cuartelillo.

—Se lo di una vez y ahora se cree que puede hacer lo que quiera. Se está buscando un problema y lo va a tener… Voy a traer los postres.

Sonia se levantó de la mesa y, dirigiéndose a sus huéspedes, cambió de registro para anunciar:

—De postre hay copa de helado de chocolate y de vainilla, melón, fruta fresca, natillas y flan de huevo. Ustedes dirán.

—Para nosotros, el melón —dijo la señora mayor.

—Yo me apunto al helado de vainilla —elegí.

—¡Nosotros también queremos helado! —anunciaron a dúo los gemelos desde la mesa del fondo.

—Ni hablar —les cortó severa su madre, una mujer de unos cuarenta años que todavía mantenía un sutil atractivo juvenil—. Ya habéis comido bastantes helados hoy. Acabaros los canelones y de postre, fruta.

—Pero mamá…

—Ni peros ni peras. Os vais a comer una manzana y un plátano y no vais a protestar más por nada ni a dar más voces si no queréis que os requise la consola hasta que volvamos a casa.

La perspectiva de pasar varios días sin una fuerte dosis de entretenimiento digital fue aliciente suficiente para que los dos chavales plegaran velas y se rindieran de forma incondicional a los designios dietéticos maternos.

—Jo, qué rollo… Vaaale.

—No te enfades, mami. Nos comemos la fruta ahora mismo.

—Bien. Y tú —se volvió hacia su marido, que estaba apurando su plato de canelones—, podrías poner algo de orden a estos dos y no quedarte mirando, ¿no?

—Pero si yo no he dicho nada, cariño —protestó.

—Ese es el problema, Roberto. Que nunca dices nada. Los tienes muy consentidos.

—Venga, Ángela, tengamos la fiesta en paz, que estamos de vacaciones…

Ni yo ni la pareja de jubilados de la mesa contigua dejamos de maravillarnos con aquella pequeña muestra de dulce felicidad familiar y cooperación conyugal. Los dos ancianos comentaron algo por lo bajo y sonrieron, divertidos, creí que quizás rememorando alguna situación parecida, pero sin videoconsolas portátiles, décadas atrás.

Pero no, no iban por ahí los tiros.

—Perdone, joven, que me meta donde no me llaman —se dirigió educadamente a mí la anciana, que se llamaba Rosa, sin levantar la voz—. Esos instrumentos que están instalados en la parte trasera del jardín, ¿son suyos?

—En efecto —respondí tras limpiarme los labios tras ingerir el último canelón—. Soy astrónomo aficionado, aquí hay unos cielos estupendos y los dueños de esta casa me han dado permiso para instalar mis trastos.

La mujer asintió.

—¿Ves, Raúl? Tenía yo razón —le dijo a su marido, antes de volverse de nuevo hacia mí—. Nos habían llamado la atención los prismáticos, son bastante grandes, y había supuesto que eran para ver las estrellas.

—Sí, son prismáticos de quince por setenta… Es decir, el diámetro de las lentes de los objetivos es de setenta milímetros y tienen quince aumentos. Es un instrumento ideal para ver campos estelares, la Vía Láctea, algunos objetos como la galaxia de Andrómeda, cúmulos globulares como M13, nebulosas como la de Orión, etcétera.

—Pensába que para ver esas cosas eran mejores los telescopios.

—Por supuesto, con un telescopio de cierto tamaño pueden verse más objetos y detalles en los principales planetas y en la Luna, así como hacer astrofotografía planetaria y de objetos muy lejanos. De hecho, en el coche tengo un telescopio refractor con su montura, pero esta noche prefiero disfrutar del cielo sin complicaciones, y hacer algunas fotos sencillas.

—¿Y cómo va a hacer las fotos? —se interesó el marido.

—¿Han visto el aparato que está en un trípode junto a los prismáticos? Es un pequeño telescopio electrónico de cincuenta milímetros que puede seguir el movimiento de los astros y hacer fotografías de larga exposición. Se controla con el móvil y proporciona imágenes sorprendentemente buenas.

—Vaya, qué interesante.

—Como les he dicho, en el coche tengo un telescopio más potente con el que se puede hacer fotografía planetaria, pero para eso hay que usar una cámara especial acoplada al ocular del telescopio y manejarlo todo con un ordenador portátil.

—Parece complicado.

—Bueno, sobre todo requiere paciencia y práctica.

—Qué cosas —comentó el anciano—. Mi padre fue oficial de la marina mercante y sabía orientarse con las estrellas; yo, sin embargo, he trabajado en ferrocarriles toda mi vida y nunca he mirado mucho el cielo, excepto para ver si el tiempo acompañaba o no.

—Pues si les apetece, pueden echar una ojeada con los prismáticos dentro de un rato. Hay algunas cosas fáciles de ver, como la nebulosa M57 que está cerca de la estrella Vega, o el cúmulo M13, en la constelación de Hércules.

—Es usted muy amable —agradeció Rosa—. Pero no queremos molestar.

—No es ninguna molestia —repuse—. Siempre es más divertido mirar el cielo en compañía que en solitario. Si les parece, podemos quedar en el jardín a medianoche.

—¿Puedo apuntarme yo también?

Pegué un respingo. Sonia acababa de regresar de la cocina con la bandeja de postres y sin que me diera cuenta se había puesto junto a mí. Su voz, dulce y juvenil, me alcanzó como un hálito cálido, envolviendo mis sentidos. No era solo el timbre suave, con ese matiz aterciopelado con que me había hecho la pregunta, sino la cadencia con que pronunciaba cada palabra, capaz de plegar el tiempo para escucharla.

Y con su voz llegó el aroma de su cuerpo, una mezcla de lavanda y rosas con un sutil fondo a hierba recién cortada. Entonces sentí que algo empezaba a removerse en mi interior, como si aquella voz y aquél perfume fueran la llave que daba acceso a un mensaje cifrado que solo yo podía descifrar.

Sonia se inclinó a mi lado para retirar el plato vacío de los canelones y dejar en su lugar otro con la copa de helado de vainilla. El roce fugaz de su brazo contra el mío me sacudió con una corriente eléctrica que viajó hasta la nuca, erizándome la piel.

—Por supuesto que puede, señorita —respondí, procurando que la voz no delatara el temblor que sentía y sin apartar la mirada de su rostro, apenas a un palmo del mío—. Será un placer que me acompañe en un paseo por el cielo.

Ella sonrió. No era la sonrisa formal con la que recibía a los clientes, sino otra, más lenta, más honda, que parecía abrir una puerta hacia un territorio incierto. Una sonrisa dirigida solo a mí.

—Qué bien —dijo—. Siempre me han gustado las estrellas pero nunca he podido dedicarles mucho tiempo. Quizá esta noche me enseñe usted a mirarlas de otra manera.

Su sonrisa permaneció suspendida en el aire, como una nota que desafía el silencio más allá del compás. Pero aquella última frase, que acarició con delicadeza mi alma desde sus labios, hizo que algo se removiera en mi interior.

Asentí, quizá demasiado rápido, y aparté la mirada hacia la ventana, tratando de ocultar mi arrobo, viendo cómo el último resplandor del día se deshacía en tonos malva.

Y entonces, a la luz de aquel anochecer reflejado en el cristal, lo entendí. La repentina inquietud que había sentido no era sino el eco de un recuerdo ahogado, sofocado por el paso implacable del tiempo, una vieja herida nunca había cicatrizado del todo pese a que la había cubierto con capas de negación y silencio. Un fragmento de mi existencia que había vivido con una intensidad tal que ahora se me antojaba irreal, como si le hubiera pertenecido a otro hombre, a un yo que ya no existía. Y, sin embargo, había bastado con escuchar aquella frase en los labios de Sonia para que ese doloroso retazo de un tiempo pasado se hiciera presente de nuevo.

“Sé que ahora mirarás las estrellas de otra manera…”

Lo que retornaba desde las brumas de mi memoria era el recuerdo de Laura.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Sonia, inclinando apenas la cabeza.

Su voz me arrancó del laberinto de mis recuerdos. La miré. En sus ojos negros no había nada de Laura y, al mismo tiempo, lo había todo.

—Sí… —mentí, con una sonrisa que me supo falsa—. Solo pensaba en lo hermoso que estará el cielo esta noche.

—Pues entonces, nos vemos ahí fuera.

Ella sostuvo mi mirada un segundo más de lo necesario, como si intuyese que la verdad no estaba en mis palabras, sino en el temblor que no lograba ocultar. Luego se alejó hacia otra mesa con la bandeja, y con cada paso que daba yo sentía que la muralla que tanto tiempo me había costado levantar empezaba a desmoronarse.

Con todo mi corazón, por toda la eternidad…

—¿Alguien más quiere participar? —traté de disimular, mirando hacia los padres de los gemelos.

—¿Para mirar el cielo? —respondió Ángela, la madre de los gemelos—. No, gracias. Con estos dos por en medio, mucho me temo que su equipo tendría un final catastrófico. Además, no hay quien los despegue de la consola.

Volví a dibujar una sonrisa que ahogué en la copa de helado, mientras desde el fondo de mi alma un susurro del pasado, tanto tiempo ahogado, crecía hasta convertirse en un torrente imparable.

El recuerdo de las noches compartidas con Laura mirando las estrellas.

ACTUALIZO

Hoy, día 10 de diciembre, y mañana, día 11, podréis bajaros gratis en Amazon.es esta pequeñs novela.

También está en versión audiolibro en Audible.

Saludos

1 me gusta

Sigamos con esta pequeña novela.

¿Y si nos planteáramos una versión en inglés para el mercado estadounidense?

Bien, pues esto también lo estoy haciendo, usando para ello mi suscripción a Gemini, la IA de Google.

Lógicamente, la traducción debe ser precisa pero no literal, ya que hay que adaptar los modismos del español peninsular a sus equivalentes norteamericanos. Por ejemplo, española “ellos plegaron velas”, en el sentido de no discutir más y aceptar la imposición u orden de otra persona, tiene una traducción literal, “Fold their sails”, que no refleja exactamente ese significado, sino que se refiere solo a la acción de plegar velas en un barco. Así que en este caso es más adecuada la expresión “They caved in".

Así pues, cargamos un capítulo (o la totalidad del relato) en el chat IA correspondiente y le decimos:

Traduce el documento, escrito en español peninsular o castellano, al inglés americano literario, adaptando los modismos propios del castellano a sus equivalentes en inglés americano y también las convenciones del mundo editorial estadounidense. A tener en cuenta que el título del relato en inglés americano sería “Laura’s Call: An Echo of Eternity”. Una vez finalizada la traducción del documento, dicha traducción será verificada en modo revisor bilingüe experto para comprobar si hay algún modismo o frase en el español peninsular que no haya sido traducido al equivalente más natural o común en el inglés americano y, en caso de haberlo, sugerir la mejor alternativa si la hay.

La indicación de que el resultado sea revisado para asegurar que no se ha escapado nada en lo que a modismos se refiere es fundamental, aunque hay expresiones que puede que exijan de una segunda revisión. Por ejemplo, en una primera traducción Gemini tradujo la frase “pueblo con encanto” por “charming town” cuando, en este caso, es más adecuado “charming village” por referirse a un pueblo pequeño. Igualmente, “back road” sería el equivalente yanki de “carretera comarcal”. Son detallitos.

En el siguiente post, los dos primeros capítulos traducidos y aquí la portada en inglés.

LAURA’S CALL: An Echo of Eternity

Chapter 1

THE RESPONSE FROM THE OLD LOCAL reached me through the car window, wrapped in a cloud of spittle and the rancid stench exhaled by his dental ruin, ravaged by years and neglect. His voice, rough as gravel, seeped between the gaps in his teeth as though each word struggled to survive the shipwreck of his mouth.

Still, he managed to clearly point out the route I should follow. I thanked him with a forced smile, suppressing the urge to pull away, and pressed the accelerator with a subtle urgency, driving away from the gas station, the man, and his oral decay, making sure my haste wasn’t too obvious as I fled the encounter.

Just as he had told me, it wasn’t long before I reached the turn-off by the sawmill, where I steered right and headed down an unpaved country lane, flanked by dried-up scrub and decrepit trees that seemed to stand guard over the passage. The path terminated at a stone bridge that spanned the channel of what was little more than a modest, shallow, clear-watered stream. The “Roman bridge” the old man spoke of was, like so many others scattered across the Iberian geography, a modest structure, closer to the Age of Enlightenment than to the Empire of the Caesars. Its hewn stones, eroded by time, wind, and rain, still dignifiedly bore the weight of an anonymous history, woven by generations of farmers, shepherds, merchants, and travelers who crossed it, leaving no deeper mark than the wearing down of their footsteps.

Rustic yet firm, the bridge was just wide enough for the Dacia to cross without a hitch. On the other side, a forest track awaited me, twisting uphill, snaking through a thick, shadowed wood. The branches of centennial oaks and pines intertwined overhead, forming a vegetal vault that barely filtered the sunlight. The air smelled of earth, resin, and decaying leaves. As I ascended, the silence grew deeper, broken only by the crunch of the tires on the gravel and the distant call of some bird alarmed by the vehicle’s noise.

Finally, after several minutes of climbing, I reached the bare summit. I braked beside the ruinous turret that presided over the hillock and got out of the car to take a first look at the place. While the sun hastened its descent toward the horizon, I approached the edge of the abyss with caution. Indeed, as I had been told in the town, a good part of the region was commanded from there.

It was a solitary place, difficult to access, but which, in return, offered a sensational panorama: to the north, the waters of a great reservoir glistened in golden tones beneath the dying light of the sunset; looking toward the west, the sun dropped over the distant mountain range that seemed to mark the limits of an unknown land; toward the east, I noted with satisfaction that the few lights of the town would barely pose a problem for nocturnal observation.

Shortly thereafter, the sun began to hide with a solemn slowness, as if bidding farewell to every leaf, every stone, every creature it had touched with its light. The landscape ignited in a symphony of colors: burning oranges, melancholic purples, and a gold that seemed to pour like honey over the contours of the horizon. Shadows lengthened, timid at first, then audacious, claiming the terrain yielded by the light, while the darkness began to lord over the forests surrounding the hill. The warm summer air turned cooler, more intimate, as if the hill were whispering ancient secrets to anyone who dared to listen.

It was a magical sight. I sighed and, with the last glow extinguishing behind the distant mountains, I turned back toward the car. I had to set up the equipment before the sky transformed into a deep ocean of darkness. In fact, the first stars of the Aquarius constellation were already beginning to peek out from behind the turret.

Yes, driving up to The Hill of the Spirits had been a magnificent idea.

—————

Chapter 2

Officially, I had chosen that remote corner of Castile to enjoy a few days of rest in a “charming village” far from the madding crowd, taking long walks in the countryside and stargazing in a clean sky, free from light pollution. But the truth—the raw, unromantic truth—was that this rural getaway was the most my delicate financial situation could afford. The unstoppable bleed of urban rent and the payments on the loan I had taken out to finance my new amateur astronomer toys had me against the ropes. The fact is, even with a good salary, life as a single person in a big city is expensive, and even more so when one insists on looking at the sky without losing touch with the ground. Of the summer bonus and the July paycheck, barely a distant echo remained, so when I discovered that place on an internet forum, I didn’t think twice: I booked a room at the town’s only country house, threw my overnight bag and my gear into the car, and hit the road.

Three hours on the highway and half an hour on the back road deposited me in the main square of a small town nestled among abrupt mountains, embraced by the course of a modest river that disappeared among the trees as if it didn’t want to be found. There, on the outskirts, next to an old water mill that no longer ground anything, awaited me the Las Alondras country house where I had booked my room. Simple but cozy, with stone walls and wooden beams that smelled of history. The owners, a couple nearing old age, had invested their savings in renovating the old family home, and the result was warm, hospitable, almost endearing. It had half a dozen guest rooms, a children’s pool, a garden, outdoor parking, and a kitchen of homemade aromas that promised every meal would be a little feast. For that price, it was almost a miracle.

“You’ve arrived just in time for lunch,” Esteban, the husband and receptionist, announced to me. “Today we have Iberian appetizers, caldereta stew, and garden salad. To drink, there’s water, sodas, and a Fuentespina red or a Marqués de Cáceres white, whichever you prefer. For dessert, various ice creams and seasonal fruit. Of course, you have the entire house and grounds at your disposal. Here is your key and your ID card. Your room is number three, the first on the left as you go up. The WiFi password is Alondras25.”

“Thank you very much, Esteban. That is very kind of you.”

The comfortable room they had assigned me perfectly embodied the spirit of simplicity and durability: no luxuries, but no deficiencies, and without sacrificing good taste. Under a ceiling of exposed wooden beams that still retained the scent of past harsh winters, two single beds dressed in white bedspreads speckled with bluish floral motifs were illuminated by the country light that streamed through a window framed by patterned curtains. Their headboards, of sober Castilian carpentry, rested against a wall of natural stone and mortar, outlining a space that needed no artifice to impress.

The floor, with ceramic tiles in brown tones, completed the earthy palette of the room, a reminder that everything there was made to last, to welcome, to invite rest. Between the two beds, a timeless nightstand served as the base for a ceramic lamp with a white shade, as discreet as the furniture supporting it. Opposite the beds, a small built-in closet, a wooden desk, and an upholstered chair made of the same material completed the room’s furnishings, where the only concessions to modernity were the radiator under the window and the indoor air conditioning unit above it. It wasn’t bad at all.

Satisfied with the accommodation, I left the bag with my clothes and the suitcase with some of my astronomical instruments on the empty bed, and went down to enjoy the culinary skills of Martina, Esteban’s wife. The dining room, which followed the cozy aesthetic pattern of the rest of the house’s rooms, housed half a dozen tables neatly set for four guests each, a counter stocked with local products, and a machine for coffee pods and infusions. Nothing was missing, except the rest of the clientele, who—Martina told me—would arrive in the early afternoon: an elderly couple and a family with a couple of kids.

“Now you have the dining room all to yourself. Enjoy your meal.”

After savoring a lamb caldereta stew, washed down with the Fuentespina red wine, that reconciled me with life, I decided to explore the surroundings. Following Esteban’s recommendation, I headed to the path that stretched beside the river and allowed me to walk to the town, under the generous shade of walnut, birch, and chestnut trees. The water flowed cheerfully through the channel, forming small waterfalls in the more irregular sections, and the coolness it gave off was a balm against the summer heat. The setting was so beautiful that I stopped several times to capture especially lovely spots with my phone: a meander of the river, a moss-covered fallen log, a clearing where the light filtered down like an Impressionist painting. The songs of nightingales and goldfinches composed a natural symphony, interrupted occasionally by the barking of a guard dog or the harsh croak of magpies and crows that seemed to watch from above.

The town, with its barely two hundred registered souls—which might be a few more at that time of year—seemed suspended in time, as if the clock of history had decided to stop there on a whim. The streets, cobblestone and narrow, snaked between stone houses with slate roofs and wrought-iron balconies where geraniums and laundry still hung. In the middle of the arcaded main square, the beating heart of local life, stood an octagonal bandstand, painted white and green, which in times past hosted performances by music bands during the patron saint festivals. On one side of the square stood the town hall, a sober two-story building with a coat of arms on the facade and wooden windows, which seemed to watch the comings and goings of the residents with the solemnity of one who has seen entire generations pass. On the other side, a twelfth-century Romanesque church imposed its sturdy presence with a huge stone and glass rose window on its facade, accompanied by a bell tower from which deep, melancholic chimes occasionally resonated. The urban landscape was completed by a general store, a bazaar, and two bars: one, dark and ancient, with marble tables and the smell of wine and coffee, where some locals killed time playing dominoes noisily; the other, of a more modern style, preceded by a wide and pleasant terrace under a trellis and cooled by a small ornamental fountain. At that hour of the afternoon, despite the harsh Castilian heat, some locals were beginning to take up positions in the square, either chatting animatedly under the arcades, shopping at the general store, or finding seating in the bars, weaving the routine of a town that, although small, kept its rural dignity intact.

I settled into one of the tables on the terrace of the more modern bar, under the generous shade of a grapevine that climbed the trellis as if wanting to embrace the sky. The sun was still bearing down, and the heat brought with it the aroma of hot earth and the constant, almost insolent, song of the cicadas that colonized the nearby trees. I caught myself thinking that cicadas don’t really sing for anyone. They sing because they do, because summer compels them to, just as it compelled me to order a beer from the dark-haired, middle-aged woman tending the bar and the terrace tables, and to just sit there, unhurriedly, watching as the shadows slowly stretched across the cobblestone square like lazy cats on a rug.

The beer arrived in a cold glass and was accompanied by a generous tapa consisting of a slice of bread topped with several slices of homemade chorizo, salchichón, and cured cheese that smelled of the cellar and of patience. As I savored the first ice-cold sip of the lager and my palate became lost in the savory nuances of the cured meats, two neighbors of indefinite age approached—seventy-something, perhaps older; one lean and semi-bald, .the other of ample girth and gray hair —who sat down unceremoniously at the next table, greeted the bar owner with that naturalness that only exists in places where everyone knows each other and time is not pressing, and also ordered a beer each, which also arrived escorted by even more generous tapas of bread and cured meat than the one that had arrived at my table. Privileges of the regulars, I told myself, while the murmur of the cicadas remained constant, as if warning that the day was not yet over, that the heat still had something to say.

After the customary greetings, the conversation flowed naturally, like water springing from a fountain. Without too much subtlety, they asked me where I was from, what brought me there, if I was related to the people at the country house or if I had simply stumbled upon the town by chance. I told them only what was necessary, without going into too many details, and they nodded with that mix of politeness and disinterest characteristic of those who have heard many similar stories. We talked about the heat, how good it felt in the shade, how expensive everything had become in the city, and how peaceful it was to live there, although—they said—fewer young people remained each year. One of them, the more talkative and heavyset one, recommended that I visit the Walnut Spring (Fuente del Nogal), “which has good water, the kind that cures a stomachache,” and the other spoke to me about a high hill not far from the town from which, according to him, the entire region could be seen on clear days, and which the locals knew as The Hill of the Spirits.

“The Moorish castle is also up there,” he added. “Well, what’s left of it, little more than a turret. My mother used to say the castle was haunted, that on certain nights of the year you could hear weeping and sighing, but we young men didn’t care, right, Lucas?”

“Tell me about it! The only sighs I heard up there back in the day were Amparo’s when we wrestled around among the ruins!”

The conversation, friendly and unpretentious, slid by like the afternoon, without incident, until the sun hid behind the rooftops and the church bells marked seven with a slow, solemn chime. When of the portions of cured meat and the beers only crumbs and beer foam residue remained, the two men stood up, said goodbye with a kind gesture, and walked away down the street, leaving behind the echo of their footsteps and a trail of simple humanity. My glass was also empty and I was tempted to order another beer, but I had things to do if I wanted to enjoy one of my favorite hobbies that night, so I paid for the drink and started back to Las Alondras, where, after asking the owners’ permission, I set up my gear in the house’s garden in the back.

Como veis, el potencial de la IA para ayudar al escritor que se autopublica es formidable.

Saludos

Bueno, no ha ido mal la campaña de lanzamiento de estos dos últimos días…

Son 40 ejemplares descargados. A la gente le encanta lo gratis. :rofl::rofl::rofl: El bajón vendrá ahora que vuelve el libro a su precio “normal” (2,70€).