Capítulo 3
Para aquella primera toma de contacto con el cielo local opté por no sacar la artillería pesada del coche, dejando tranquilo en su maleta el refractor triplete de cien milímetros de apertura y su aparatosa montura ecuatorial, limitándome a instalar unos voluminosos prismáticos astronómicos en un trípode fotográfico estándar y, sobre la mesa del jardín, mi más flamante y apreciado juguete: un pequeño telescopio digital Seestar S/50, específicamente diseñado para astrofotografía de cielo profundo que podía controlarse desde una app en el móvil, simplemente eligiendo el objetivo a fotografiar. Culminados los preparativos, mientras esperaba a que la noche se cerrase sobre mi modesto observatorio, me fui a cenar. Doña Martina había preparado unos deliciosos canelones de carne con bechamel y a mí las tripas me rugían.
Durante mi ausencia había llegado el resto de los clientes, que ya ocupaban sus lugares en el comedor. Tal como Marina me comentó durante la comida, se trataba de una simpática pareja de jubilados septuagenarios, refractarios según decían a los viajes del Imserso, y de una familia de ciudad con dos gemelos preadolescentes que pasaban el día más pendientes de su Nintendo Switch que de las aburridas alternativas lúdicas que ofrecía aquel rincón de la España rural vaciada. Tanto los ancianos como la familia urbanita eran oriundos del pueblo, del que habían escapado tiempo atrás en busca de horizontes más prósperos, y al que ahora regresaban por unos días, unos para rememorar infancias y juventudes que el paso de las décadas había teñido de nostalgia, y otros para visitar a familiares casi olvidados y tratar de inculcar en sus hijos conocimientos arcanos como el relativo al auténtico origen de la leche de vaca o el de las chuletas de ternera. Esfuerzo inútil a la postre, porque los dos chavales estaban más atentos a su partida de Mario Kart que a la clase magistral paterna sobre la molienda del grano, el uso adecuado del torno de alfarero o las peculiaridades de la cría ecológica de gallinas ponedoras.
Otra de las mesas estaba ocupada por Esteban, Martina y su hija, Sonia, que acababa de llegar del pueblo cargada con suministros para la despensa. Desde el primer instante en que la vi, su presencia me desconcertó, como lo haría un inesperado golpe de aire cálido en una fría tarde de invierno. Era una joven en la medianía de la veintena, agraciada con una belleza serena pero desarmante, como la de esas flores silvestres que crecen sin permiso en los márgenes del camino y que, sin intención, acaparan la mirada del caminante. Y cuanto más la miraba, más atractiva la veía.
Su espesa melena morena caía en ondas suaves sobre los hombros, con un brillo natural que parecía absorber la luz del comedor. Tenía unos ojos grandes, de un negro profundo y vivaz que contrastaban con el tono cálido de una piel tostada por el sol y el aire seco de la meseta, y que hablaban en silencio con una intensidad capaz de desarmar cualquier intento de indiferencia. Su rostro, de contornos suaves y simétricos, parecía esculpido con mimo, y en él se dibujaba una sonrisa franca, casi traviesa, que se apoyaba en una inteligencia despierta y en una dicción suave y perfecta, como quedó claro tras un rato de amena charla alrededor de la fuente de canelones. Así tuve noticia de que era ella, no sus padres, quien se encargaba de la gestión de la casa rural y, a la vista del resultado, lo hacía con sobrada solvencia. Pero no era solo una recia belleza y agradable conversación lo que me atrapaba, sino también su figura, esbelta y proporcionada, que se movía alrededor de las mesas cuando era menester con una gracia y naturalidad que rozaba lo hipnótico, como si cada gesto suyo obedeciera a una coreografía secreta.
Resumiendo, me descubrí observándola con más atención y deleite de lo que habría querido admitir, casi en el límite de lo descortés. Sonia no tardó en ser consciente de mi turbación. Y a Martina, su madre, tampoco.
—Espero que no se hayan enfriado los canelones, no perdonan el horno ni el descuido —comentó, sacándome de mi embelesamiento.
—Están perfectos y deliciosos —respondí, tratando de recuperar algo de decoro—. Y el queso… tiene algo especial. ¿Es de aquí?
—De la quesería de Pedro, al otro lado del pueblo. Tiene buena mano.
—Demasiado larga, a veces —gruñó Sonia por lo bajo, añadiendo un resoplido.
Esteban y Martina no pudieron contener la risa.
—Pobre chaval, no le das cuartelillo.
—Se lo di una vez y ahora se cree que puede hacer lo que quiera. Se está buscando un problema y lo va a tener… Voy a traer los postres.
Sonia se levantó de la mesa y, dirigiéndose a sus huéspedes, cambió de registro para anunciar:
—De postre hay copa de helado de chocolate y de vainilla, melón, fruta fresca, natillas y flan de huevo. Ustedes dirán.
—Para nosotros, el melón —dijo la señora mayor.
—Yo me apunto al helado de vainilla —elegí.
—¡Nosotros también queremos helado! —anunciaron a dúo los gemelos desde la mesa del fondo.
—Ni hablar —les cortó severa su madre, una mujer de unos cuarenta años que todavía mantenía un sutil atractivo juvenil—. Ya habéis comido bastantes helados hoy. Acabaros los canelones y de postre, fruta.
—Pero mamá…
—Ni peros ni peras. Os vais a comer una manzana y un plátano y no vais a protestar más por nada ni a dar más voces si no queréis que os requise la consola hasta que volvamos a casa.
La perspectiva de pasar varios días sin una fuerte dosis de entretenimiento digital fue aliciente suficiente para que los dos chavales plegaran velas y se rindieran de forma incondicional a los designios dietéticos maternos.
—Jo, qué rollo… Vaaale.
—No te enfades, mami. Nos comemos la fruta ahora mismo.
—Bien. Y tú —se volvió hacia su marido, que estaba apurando su plato de canelones—, podrías poner algo de orden a estos dos y no quedarte mirando, ¿no?
—Pero si yo no he dicho nada, cariño —protestó.
—Ese es el problema, Roberto. Que nunca dices nada. Los tienes muy consentidos.
—Venga, Ángela, tengamos la fiesta en paz, que estamos de vacaciones…
Ni yo ni la pareja de jubilados de la mesa contigua dejamos de maravillarnos con aquella pequeña muestra de dulce felicidad familiar y cooperación conyugal. Los dos ancianos comentaron algo por lo bajo y sonrieron, divertidos, creí que quizás rememorando alguna situación parecida, pero sin videoconsolas portátiles, décadas atrás.
Pero no, no iban por ahí los tiros.
—Perdone, joven, que me meta donde no me llaman —se dirigió educadamente a mí la anciana, que se llamaba Rosa, sin levantar la voz—. Esos instrumentos que están instalados en la parte trasera del jardín, ¿son suyos?
—En efecto —respondí tras limpiarme los labios tras ingerir el último canelón—. Soy astrónomo aficionado, aquí hay unos cielos estupendos y los dueños de esta casa me han dado permiso para instalar mis trastos.
La mujer asintió.
—¿Ves, Raúl? Tenía yo razón —le dijo a su marido, antes de volverse de nuevo hacia mí—. Nos habían llamado la atención los prismáticos, son bastante grandes, y había supuesto que eran para ver las estrellas.
—Sí, son prismáticos de quince por setenta… Es decir, el diámetro de las lentes de los objetivos es de setenta milímetros y tienen quince aumentos. Es un instrumento ideal para ver campos estelares, la Vía Láctea, algunos objetos como la galaxia de Andrómeda, cúmulos globulares como M13, nebulosas como la de Orión, etcétera.
—Pensába que para ver esas cosas eran mejores los telescopios.
—Por supuesto, con un telescopio de cierto tamaño pueden verse más objetos y detalles en los principales planetas y en la Luna, así como hacer astrofotografía planetaria y de objetos muy lejanos. De hecho, en el coche tengo un telescopio refractor con su montura, pero esta noche prefiero disfrutar del cielo sin complicaciones, y hacer algunas fotos sencillas.
—¿Y cómo va a hacer las fotos? —se interesó el marido.
—¿Han visto el aparato que está en un trípode junto a los prismáticos? Es un pequeño telescopio electrónico de cincuenta milímetros que puede seguir el movimiento de los astros y hacer fotografías de larga exposición. Se controla con el móvil y proporciona imágenes sorprendentemente buenas.
—Vaya, qué interesante.
—Como les he dicho, en el coche tengo un telescopio más potente con el que se puede hacer fotografía planetaria, pero para eso hay que usar una cámara especial acoplada al ocular del telescopio y manejarlo todo con un ordenador portátil.
—Parece complicado.
—Bueno, sobre todo requiere paciencia y práctica.
—Qué cosas —comentó el anciano—. Mi padre fue oficial de la marina mercante y sabía orientarse con las estrellas; yo, sin embargo, he trabajado en ferrocarriles toda mi vida y nunca he mirado mucho el cielo, excepto para ver si el tiempo acompañaba o no.
—Pues si les apetece, pueden echar una ojeada con los prismáticos dentro de un rato. Hay algunas cosas fáciles de ver, como la nebulosa M57 que está cerca de la estrella Vega, o el cúmulo M13, en la constelación de Hércules.
—Es usted muy amable —agradeció Rosa—. Pero no queremos molestar.
—No es ninguna molestia —repuse—. Siempre es más divertido mirar el cielo en compañía que en solitario. Si les parece, podemos quedar en el jardín a medianoche.
—¿Puedo apuntarme yo también?
Pegué un respingo. Sonia acababa de regresar de la cocina con la bandeja de postres y sin que me diera cuenta se había puesto junto a mí. Su voz, dulce y juvenil, me alcanzó como un hálito cálido, envolviendo mis sentidos. No era solo el timbre suave, con ese matiz aterciopelado con que me había hecho la pregunta, sino la cadencia con que pronunciaba cada palabra, capaz de plegar el tiempo para escucharla.
Y con su voz llegó el aroma de su cuerpo, una mezcla de lavanda y rosas con un sutil fondo a hierba recién cortada. Entonces sentí que algo empezaba a removerse en mi interior, como si aquella voz y aquél perfume fueran la llave que daba acceso a un mensaje cifrado que solo yo podía descifrar.
Sonia se inclinó a mi lado para retirar el plato vacío de los canelones y dejar en su lugar otro con la copa de helado de vainilla. El roce fugaz de su brazo contra el mío me sacudió con una corriente eléctrica que viajó hasta la nuca, erizándome la piel.
—Por supuesto que puede, señorita —respondí, procurando que la voz no delatara el temblor que sentía y sin apartar la mirada de su rostro, apenas a un palmo del mío—. Será un placer que me acompañe en un paseo por el cielo.
Ella sonrió. No era la sonrisa formal con la que recibía a los clientes, sino otra, más lenta, más honda, que parecía abrir una puerta hacia un territorio incierto. Una sonrisa dirigida solo a mí.
—Qué bien —dijo—. Siempre me han gustado las estrellas pero nunca he podido dedicarles mucho tiempo. Quizá esta noche me enseñe usted a mirarlas de otra manera.
Su sonrisa permaneció suspendida en el aire, como una nota que desafía el silencio más allá del compás. Pero aquella última frase, que acarició con delicadeza mi alma desde sus labios, hizo que algo se removiera en mi interior.
Asentí, quizá demasiado rápido, y aparté la mirada hacia la ventana, tratando de ocultar mi arrobo, viendo cómo el último resplandor del día se deshacía en tonos malva.
Y entonces, a la luz de aquel anochecer reflejado en el cristal, lo entendí. La repentina inquietud que había sentido no era sino el eco de un recuerdo ahogado, sofocado por el paso implacable del tiempo, una vieja herida nunca había cicatrizado del todo pese a que la había cubierto con capas de negación y silencio. Un fragmento de mi existencia que había vivido con una intensidad tal que ahora se me antojaba irreal, como si le hubiera pertenecido a otro hombre, a un yo que ya no existía. Y, sin embargo, había bastado con escuchar aquella frase en los labios de Sonia para que ese doloroso retazo de un tiempo pasado se hiciera presente de nuevo.
“Sé que ahora mirarás las estrellas de otra manera…”
Lo que retornaba desde las brumas de mi memoria era el recuerdo de Laura.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Sonia, inclinando apenas la cabeza.
Su voz me arrancó del laberinto de mis recuerdos. La miré. En sus ojos negros no había nada de Laura y, al mismo tiempo, lo había todo.
—Sí… —mentí, con una sonrisa que me supo falsa—. Solo pensaba en lo hermoso que estará el cielo esta noche.
—Pues entonces, nos vemos ahí fuera.
Ella sostuvo mi mirada un segundo más de lo necesario, como si intuyese que la verdad no estaba en mis palabras, sino en el temblor que no lograba ocultar. Luego se alejó hacia otra mesa con la bandeja, y con cada paso que daba yo sentía que la muralla que tanto tiempo me había costado levantar empezaba a desmoronarse.
“Con todo mi corazón, por toda la eternidad…”
—¿Alguien más quiere participar? —traté de disimular, mirando hacia los padres de los gemelos.
—¿Para mirar el cielo? —respondió Ángela, la madre de los gemelos—. No, gracias. Con estos dos por en medio, mucho me temo que su equipo tendría un final catastrófico. Además, no hay quien los despegue de la consola.
Volví a dibujar una sonrisa que ahogué en la copa de helado, mientras desde el fondo de mi alma un susurro del pasado, tanto tiempo ahogado, crecía hasta convertirse en un torrente imparable.
El recuerdo de las noches compartidas con Laura mirando las estrellas.