Este es lo ultimo que escribí. Estaría muy agradecido si me dan retroalimentación para seguir mejorando
Silueta blanca
Conozco a la silueta blanca que aparece cada noche en mi ventana.
Todos la conocemos. Es popular entre los de mi edad, aunque no discrimina: hombres, mujeres, incluso niños. Al principio no la reconocí por la máscara de rostro triste, con ojos hundidos y boca arqueada hacia abajo.
Antes su aparición me aterraba, pero ahora me despierta un deseo confuso. Quiero besarla, aunque no sé si esas ganas son mías. Es como si el universo hubiera sembrado una idea en mi mente cultivándola como hizo con el mundo. Una parte de mí anhela sus labios: la otra, como un sexto sentido, grita «¡Huye!».
Me siento atraído hacia ella como un imán. Quiero acercarme a la ventana, pero mi instinto me frena. Me gustaría abrirla, pero un sueño denso me aplasta, como si mi perro gordo estuviera sobre mí. Quiero besarla, aunque eso consumiría mi último aliento, y nunca he probado un beso ahogado.
Cierro los ojos lentamente. Quisiera seguir mirándola, pero la cama me traga. Con cada segundo, despertar se vuelve más difícil; me alejo de la vida.
La lluvia me despierta. La silueta sigue ahí, empapada. Debería dejarla entrar. Solo lleva una manta; debe tener frío.
Se quita la manta y se desnuda lentamente. Cuando nuestros ojos se cruzan, su figura parece más humana.
Estoy a punto de caer en un sueño hipnótico cuando un relámpago sacude las ventanas. De repente, ella desaparece.
Despierto a las seis y media. Las ventanas están empañadas. Podría jurar que fue un sueño extraño o el efecto de una fiebre que nunca noté.
Me levanto y siento el frío de la alfombra. Al acercarme a la ventana, veo la huella de una mano. «No lo soñé», pensé. Ahora lo sé. Ojalá pudiera verla de nuevo, perderme un minuto más en sus ojos.
Creo que quería hacerme daño, aunque no sé si me habría importado.
Me pongo la bata y las pantuflas para bajar a desayunar. Al salir de mi habitación, me quedo un momento en el corredor, sintiendo el aroma familiar de la casa, como si fuera la primera vez, viendo el fantasma de lo que alguna vez fue un hogar.
Recuerdo a mi esposa vistiendo a Sebastián para la escuela mientras yo preparaba el desayuno. El corredor, estrecho, se llenaba de nosotros chocando, y luego seguíamos nuestro camino con una sonrisa. Sebastián se cepillaba los dientes, Carmen lavaba los platos, y yo recogía la ropa sucia para lavarla después de dejarlo en la escuela.
El cuarto de Sebastián tenía algo extraño ese día, como si me llamara. No entraba allí desde hacía mucho. Antes estaba lleno de sillas coloridas, una guitarra que había sido mía, carros de juguete y un pequeño escritorio donde practicábamos matemáticas. Ahora solo queda una cama pequeña, empolvada y con olor a humedad.
Llegó la noche y no puedo dormir. Siento pequeñas arañas caminando sobre mis brazos, cuyas patas se clavan en mi piel como finas agujas.
La silueta me mira fijamente desde el techo. No entiendo por qué querría atraparme. ¿Está enfadada? Un ruido agudo y estridente resuena en mi oreja, tan fuerte que siento que mis tímpanos van a estallar. Un hormigueo recorre mi cara; siento hormigas en mi rostro. Mi pecho se aplasta; me asfixio. El dolor en mi hombro aumenta, y en mis pulmones las arañas tejen su telaraña, asfixiándome.
Pequeñas partes de la silueta se acercan a mi boca, formadas por pelusitas puntiagudas. Un bostezo incontrolable me invade, pero sé que si bostezo, la dejaré entrar.
Me despierto con un cosquilleo en la garganta, que me provoca una tos seca que la raspa intensamente. Estoy agitado y sudando. Me siento en la cama, y poco a poco mi corazón recupera su ritmo. Me levanto a orinar y estoy muy mareado. Mi visión se pone borrosa, y comienzo a ver estrellas. Alcanzo a ver a la silueta en el reflejo del espejo del baño, mi cabeza cae e impacta contra el lavabo, y todo se oscurece.
De repente, estoy flotando y girando en círculos sobre una superficie mojada; el inodoro me tragó. Mi cuerpo se desplaza por las cañerías, deslizándose y dando vueltas. Salgo disparado de la cañería a un lugar en el fondo de un lago, en medio de una lluvia extremadamente fuerte. Nado hasta la orilla. Apenas salgo del lago, este se seca, y su superficie se transforma en arena, de la cual comienza a surgir una basílica gigante. Arbustos altos brotan a su alrededor, formando un laberinto. Muchas flores comienzan a crecer en los arbustos, y una enredadera abraza por completo la basílica.
Me levanto empapado y cansado. Estoy furioso; no sé qué me pasa, no sé qué significan estas visitas elocuentes. Ya no puedo fingir que no me importa; quiero respuestas.
Mi estómago se siente pesado. Me tiembla la voz; quiero gritar. Mis manos también tiemblan. ¿Por qué no puedo estar en paz? Mi estómago me duele, me duele mucho. Siento cómo la sangre sube a mi cabeza y cómo mi mente se desconecta.
Hay un silencio, un silencio que me atemoriza.
Veo a la silueta salir de la basílica. La miro directamente a los ojos. Ella se acerca hacia mí, mirándome los ojos, mirándome el alma. Pega su nariz con la mía y me besa. Sus labios eran fríos como el mármol de una lápida. Aunque me duele el pecho, nunca me he sentido tan aliviado. Mi respiración se vuelve entrecortada; me acuesto por un momento. Ahora solo quiero llorar. La silueta se da la vuelta, regresa a la basílica, y todo se esfuma en una nube de humo. Siento cómo mis ojos se cierran, y despierto en un suspiro.
Ahora estoy en un mirador muy alto. Me rodea un valle lleno de grandes montañas verdes, y yo estoy a la altura de la montaña más alta. Un volcán cubierto de nieve está bañado por la luz del sol. Las nubes están pintadas como si hubieran utilizado las olas y la espuma del mar para darles textura. Veo el mundo a mis pies, pero ahora estoy más cerca del cielo que del suelo. Mis pulmones ya no tienen que esforzarse por respirar, porque el aire llega tan fuerte a ellos que no tengo que esforzarme. El cielo respira por mí. Ahora ya no me duele nada.
Un gato negro se acerca a mí, pisando las nubes. Tiene unos ojos amarillos y una mirada intensa. El gato emerge del volcán nevado y me ordena: «Siéntate»
—La primera vez que estuve aquí, me daba mucho vértigo —dijo el gato—. Si te dejas llevar por el vértigo, te caes.
Se acercó, se frotó contra mí y me dijo: —Acuéstate.
Le hice caso, y comenzó a hacerme masajes con sus patas, sacando ligeramente sus garras.
—Muchas gracias —dije—. Perdón, ¿cuál es su nombre?
—Tengo varios —me respondió—. Había uno que me gustaba mucho, pero ya no lo recuerdo.
—¿Eres un gato?
—¿Un qué?
—Un gato. Hace mucho, yo vivía con un gato muy similar a ti, pero con la nariz mucho más pequeña… y de huesos más finos.
—¿Qué me quieres decir?
—Nada, me refería a que era más pequeño.
—Ajá…—me dijo el gato, cerrando casi por completo los ojos y con un rostro que demostraba que no me creía nada—. Hace mucho tiempo que no escuchaba ese nombre. Dime una cosa: ¿el nombre “gato” impone mucho respeto a tu gente?
—Podría decirse que sí.
—Entonces, puedes llamarme gato.
—De acuerdo, señor gato. ¿Le puedo hacer una pregunta?
—Claro que sí.
—¿Dónde estamos?
—Tiene muchos nombres. Para algunos, es un destino; para otros, una pequeña parada antes de emprender su siguiente aventura; para algunos más, un castigo. También lo llaman Saturno. Es el todo y la nada.
Creyendo entender lo que me quiso decir, asentí con la cabeza para hacérselo saber. Mientras tanto, todo quedó en silencio otra vez. Estaba a punto de quedarme dormido cuando sentí que el gato dejó de hacerme masajes.
—¿Por qué paraste con los masajes?
—Todavía no te puedes dormir. Es temprano, y aún hay que charlar. Cuéntame, ¿quién eres?
—¿Quién soy? No lo sé. Me asusta; no sé cómo responder.
—Responde lo primero que se te venga a la mente.
—Realmente es difícil. Ya no sé cuándo fue la última vez que supe quién era, o si realmente lo llegué a saber, porque me levantaba todos los días con esa misma incógnita. En el fondo, creo que esperé este momento toda mi vida. Me sentí ajeno al mundo, como si no perteneciera. Por más que lo intenté día a día, jamás entendí cuál era la finalidad de todo esto.
—Me parece que tienes claro en dónde estamos, ¿verdad?
—Sí, creo que sí.
—Aunque no lo creas, he estado algún tiempo aquí, y te sorprendería lo mucho que se repite esta misma conversación.
—Esta mañana iba a decirle a mi hijo que fuéramos a desayunar juntos. Tenía la sensación de que debía hacerlo. Quería decirle lo mucho que lo amaba y lo mucho que me hubiera gustado ser un mejor padre para él.
—Ahora ya no sirve de nada lamentarse. Puedes creer que él entenderá lo que sucedió, aceptar lo que fue, y pronto la angustia desaparecerá. El dolor del alma se irá. Los recuerdos desaparecerán. No habrá nada más que silencio.
El gato, con un movimiento, se levantó y comenzó a alejarse, dándome la espalda.
Hubo un momento de silencio donde se sentía en el ambiente la decepción y la melancolía.
—Espera, no te vayas, por favor.
Cuando pensé que me quedaría solo, varado en ese lugar, me comenzó a dar vértigo y tuve ganas de llorar. Entonces, el gato me miró, suspiró y regresó. Se sentó junto a mí, y nos quedamos mirando el horizonte hasta que le dije, con la voz temblorosa:
—Es muy hermosa la vista desde aquí, ¿no?
—Hay cosas muy bellas aquí.
—¿Se puede hacer algo antes de partir?
—Se puede fumar.
El gato sacó una pipa, la encendió y comenzó a fumar. El humo se mezclaba con el cielo y poco a poco iba tomando forma de figuras que se convertían en nubes. Nubes que contaban una historia que solo se entendía si prestabas mucha atención. Puse mi mano sobre su cabeza, y comenzó a ronronear. Sentí cómo mis ojos se humedecían. Puse mis brazos sobre mis rodillas, miré las montañas pensando en voz alta, y dije:
—Creo que me hubiera gustado ser un gato.
—Hubieras sido un excelente gato.
Todo comenzó a oscurecerse. El gato se acostó sobre mis faldas y me dijo:
—Tranquilo, estoy contigo. Duerme.
FIN