“Meridiano de Sangre; o El Rojo del Anochecer en el Oeste” de Cormac McCarthy, es una obra maestra de la literatura universal, y sin duda el mejor trabajo de la ilustre carrera de este autor norteamericano. Puedo decir sin dudar que es una de mis novelas favoritas, y que personalmente cambió mi perspectiva de lo que es posible en una obra literaria. La leí por primera vez en inglés hace unos tres años, y de inmediato produjo todas las impresiones que mencioné ya. Sin embargo, dado que la prosa de esta novela es tan compleja, poética y metafórica, tuve curiosidad de ver como fue que se realizó la traducción oficial al español, por lo que compré la novela de nuevo en la que es al parecer su única traducción oficial por Luis Murillo Fort.
Bueno, es atroz. El traductor claramente realizó un gran esfuerzo, pero también es claro que entendió muy poco de la intencionalidad literaria de McCarthy. La manera en que se tradujeron los pasajes quita por completo todo el lenguaje y sentido poético de la prosa original, está llena de regionalismos y no parece que se intentara mantener la neutralidad en el lenguaje, fue claramente escrita por un español solo pensando en otros españoles. Mientras la leía no deje de pensar “esto puedo hacerlo mejor yo,” así que decidí hacerlo.
Llevo alrededor de un año escribiendo esta traducción en mis ratos libres, tratando de corregir todos los errores de la traducción oficial. Llevo al rededor del 60%, y aunque por su puesto no puedo obtener ninguna ganancia o comercializar esto de ninguna manera, estoy conforme de que sea solo un ejercicio creativo. Comparto pues el primer capítulo.
I
Niñez en Tennessee — Escapa — Nueva Orleans — Peleas — Le disparan — A Galveston — Nacogdoches — El Reverendo Green — Juez Holden — Una refriega — Toadvine — El incendio del hotel — Escape
He aquí el niño. Es pálido y delgado, usa una delgada y desgarrada camisa de lino. Atiza el fuego del hogar. Afuera yacen campos oscurecidos con retazos de nieve y aún más oscuros bosques que todavía albergan algunos últimos lobos. Su familia es conocida como cortadores de leña y cargadores de agua, pero en realidad su padre había sido un maestro. Yace en bebida, cita a poetas cuyos nombres están ahora perdidos. El niño se agazapa junto al fuego y lo observa.
La noche de tu nacimiento. Treinta y tres. Las Leónidas las llamaron. Dios como cayeron las estrellas. Busqué oscuridad. Agujeros en el cielo. La Cacerola envestía.
La madre muerta estos catorce años incubó en su seno a la criatura que la llevaría a la tumba. El padre nunca menciona su nombre, el niño no lo sabe. Tiene una hermana en este mundo que nunca volverá a ver. Él observa, pálido y sucio. No puede leer ni escribir y en él ya se cierne el gusto por la violencia sin sentido. Toda la historia está presente en esa visión, el hijo el padre del hombre.
A los catorce años escapa. Nunca volverá a ver la cocina congelada en la oscuridad del ante amanecer. La leña, los trastos de lavar. Vaga tan lejos como Memphis, un migrante solitario sobre ese paisaje plano y pastoral. Negros en los campos, delgados y encorvados, sus dedos como arañas en las bolas de algodón. Una ensombrecida agonía en el huerto. Figuras contra un sol declinando en el más lento atardecer a través de un horizonte de papel. Un oscuro granjero solitario persiguiendo a mula y rastra a través del fondo de una tierra removida por la lluvia hacia la noche.
Un año más tarde está en San Luis. Va hacia Nueva Orleans a bordo de una barcaza. Cuarenta y dos días en el río. Por la noche los barcos de vapor silban y se arrastran a través de las aguas oscuras iluminados como ciudades a la deriva. Desarman la barcaza y venden la madera y él camina por las calles y escucha lenguas que nunca ha escuchado antes. Vive en un cuarto arriba de un patio detrás de una taberna y sale de noche como una bestia de leyendas a pelear con los marineros. No es grande, pero tiene muñecas grandes, manos grandes. Sus hombros están cerca el uno del otro. La cara del niño está curiosamente intacta detrás de las cicatrices, sus ojos extrañamente inocentes.
Pelean con puños, con pies, con botellas o cuchillos. Todas las razas, todos los linajes. Hombres cuyas lenguas suenan como el gruñir de simios. Hombres de tierras tan lejanas y extrañas que erguido sobre ellos donde yacen sangrando en el lodo siente a la humanidad misma vindicada.
Cierta noche un contramaestre maltés le dispara por la espalda con una pequeña pistola. Volteándose para lidiar con el hombre le disparan de nuevo justo debajo del corazón. El hombre escapa y él se inclina contra la barra con la sangre corriendo fuera de su camisa. Los otros no le dirigen la mirada. Después de un rato se sienta en el piso. Yace en un catre en el cuarto de arriba por dos semanas mientras la esposa del tabernero lo atiende. Ella trae sus comidas, se lleva sus desechos. Una mujer de apariencia dura, con un cuerpo nervoso como el de un hombre. Para cuando está curado, no tiene dinero para pagarle y se escabulle de noche y duerme a la orilla del río hasta que encuentra un bote que pueda llevarlo. El bote va a Texas.
Solo ahora el niño es despojado de todo lo que ha sido. Sus orígenes vueltos tan remotos como su destino y nunca más en todas las vueltas del mundo habrá terrenos tan salvajes y barbaros para determinar si la materia de la creación puede darse forma por voluntad del hombre, o si su corazón no es más que otro tipo de arcilla. Los pasajeros son un grupo dispar. Ocultan sus ojos y ningún hombre pregunta a otro que lo llevó a este lugar. Duerme en la cubierta, un peregrino entre otros. Mira la orilla difusa levantarse y caer. Cenicientas aves marinas graznan. Pelícanos vuelan hacia la costa sobre oleadas grises.
Desembarcan en una batea, colonos con sus posesiones, todos estudiando la costa, la delgada ensenada de arena y matorrales de pino en la bruma. Camina a través de las calles angostas del puerto. El aire huele a sal y madera recién cortada. Por la noche rameras lo llaman desde la oscuridad como almas en pena. Una semana después se mueve de nuevo, algunos dólares en su bolso que ha ganado, caminando los caminos de arena de la noche del sur solo, sus manos hechas puños dentro de los bolsillos de algodón de su abrigo barato. Caminos de tierra elevados a través de pantanos. Garzas en sus colonias tan blancas como velas entre el musgo. El viento tiene un filo crudo que deja trotar al lado del camino y agazaparse en los campos nocturnos. Se mueve hacia el norte a través de pequeños asentamientos y granjas, trabajando por salarios de un día y provisiones. Ve la cuelga de un parricida en una aldea en un cruce de caminos y a los amigos del hombre correr y tirar de sus piernas y él cuelga muerto de la cuerda mientras orina oscurece sus pantalones. Trabaja en un aserradero, trabaja en una casa de peste de difteria. Acepta como pago de un granjero una vieja mula y sobre este animal en la primavera del año mil ochocientos cuarenta y nueve cabalga a través de la antigua república de Fredonia entrando al pueblo de Nacogdoches.
El Reverendo Green había estado presentándose ante una casa llena a diario mientras la lluvia seguía cayendo y la lluvia había caído por dos semanas. Cuando el niño se escabulló dentro de la carpa raída solo había espacio de pie a lo largo de las paredes, un espacio o dos, y una peste a humedad y cuerpos sin lavar tal que los mismos debían salir al aguacero una y otra vez por aire fresco solo para ser llevados dentro de nuevo por la lluvia. Se paró con otros de su tipo a lo largo de la pared trasera. Lo único que pudo haberlo diferenciado en aquella muchedumbre era que no estaba armado. Vecinos, dijo el reverendo, no podía mantenerse fuera de esos agujeros, agujeros, agujeros infernales justo aquí en Nacogdoches. Yo le dije a él, dije: ¿Vas a llevar al hijo de Dios ahí contigo? Y él dijo: Oh no. No lo haré. Y yo dije: ¿No sabes que Él dijo yo te seguiré siempre hasta el final del camino?
Bueno, dijo él, no le pido a nadie ir a ningún lado. Y yo dije: Vecino, no necesitas pedir. Va a estar ahí contigo cada vez que te sales del camino ya sea que lo pidas o no. Dije: Vecino, no te puedes deshacer de Él. Ahora, ¿Vas a arrastrarlo a Él, Él, a ese agujero infernal allá?
¿Habías visto llover así en otro lado?
El niño había estado observando al reverendo. Se dio la vuelta al hombre que le habló. Tenía bigotes largos al estilo de los carroceros y usaba un sombrero de ala ancha y corona baja y redonda. Era ligeramente bizco y miraba al niño honestamente como si le interesara su opinión sobre la lluvia.
Acabo de llegar, dijo el niño.
Bueno, le gana a todo lo que he visto.
El niño asintió. Un hombre enorme vestido en un impermeable encerado había entrado a la carpa y removió su sombrero. Era calvo como una piedra y no tenía rastro de barba y no tenía cejas en sus ojos ni pestañas en ellos. Medía casi siete pies de altura y estaba parado fumando un cigarro incluso en esta nomádica casa de Dios y parecía que se quitó el sombrero solo para sacudir la lluvia de este porque ahora se lo había puesto de nuevo. El reverendo había detenido el sermón por completo. No había sonido alguno en la carpa. Todos miraban al hombre. Se ajustó el sombrero y empujó su camino hacia adelante hasta el pulpito de cajas de madera donde el reverendo estaba y se volteó para dirigirse a la congregación. Su cara era serena y extrañamente infantil. Sus manos eran pequeñas. Las extendió frente sí.
Damas y caballeros, siento mi deber informarlos de que el hombre presentando esta prédica es un impostor. No posee títulos de divinidad de ninguna institución ya sea reconocida o improvisada. Carece completamente de la más mínima calificación para el oficio que ha usurpado y solo ha cometido a memoria unos cuantos pasajes del buen libro con el propósito de darle a sus fraudulentos sermones un ligero tono de la devoción que desprecia. En realidad, el caballero presentándose aquí ante ustedes como ministro del Señor no es solo totalmente analfabeta, sino que es además buscado por la ley en los estados de Tennessee, Kentucky, Mississippi, y Arkansas.
Oh Dios, exclamó el reverendo. ¡Mentiras, mentiras! Empezó a leer febrilmente de su biblia abierta.
En una variedad de cargos el más reciente de los cuales involucra a una niña de once años —dije once— que había venido a él en confianza y con la cual fue sorprendido en el acto de violación mientras aún vestido en el atuendo de su Dios.
Un gemido se esparció a través de la multitud. Una mujer cayó de rodillas.
Este es él, exclamó el reverendo, sollozando. Este es él. El diablo. Aquí está.
Colguemos a esa mierda, clamó un feo matón en la galería trasera.
No hace tres semanas fue expulsado de Fort Smith Arkansas por tener ayuntamiento con una cabra. Si señora, eso dije. Cabra.
Malditos mis ojos si no le disparo a ese hijo de perra, dijo un hombre levantándose en la parte más alejada en la carpa, y sacando una pistola de su bota la niveló y disparó.
El joven carrocero instantáneamente produjo un cuchillo de su ropa y abrió la tienda y salió fuera a la lluvia. El niño lo siguió. Se agacharon y corrieron a través del lodo hacia el hotel. La balacera ya era general dentro de la carpa y docenas de salidas ya habían sido cortadas a través de la lona y había gente vertiéndose fuera, mujeres gritando, gente tropezando, gente siendo aplastada en el lodo. El niño y su amigo llegaron a la galería del hotel y limpiaron el agua de sus ojos y se voltearon a mirar. Al tiempo que lo hacían la carpa empezó a balancearse y doblarse y como una enorme medusa herida se detuvo en el suelo arrastrando lona desgarrada y cuerdas raídas sobre la tierra.
El hombre calvo estaba ya en la barra cuando entraron. En la madera pulida frente a él había dos sombreros con un doble puñado de monedas. Levantó su vaso pero no a ellos. Se pararon frente a la barra y ordenaron whiskeys y el niño puso su dinero delante pero el cantinero lo empujó de vuelta con el pulgar y asintió.
Esto aquí lo invita el juez, dijo.
Bebieron. El carrocero dejó su vaso y miró al niño o pareció mirarlo, no se podía estar seguro de su mirada. El niño miró a lo largo de la barra donde estaba el juez. La barra era tan alta que no todos los hombres podían siquiera apoyar sus codos en ella pero al juez le llegaba apenas a la cintura, y estaba de pie con sus manos planas sobre la madera, ligeramente inclinado, como a punto de dar otro discurso. Para ese entonces hombres estaban apilándose en la puerta, sangrando, cubiertos de lodo, maldiciendo. Se agruparon alrededor del juez. Un grupo se estaba formando para perseguir al predicador.
Juez, ¿cómo fue que logró conseguir los cargos de ese degenerado?
¿Cargos? Dijo el juez.
¿Cuándo estuvo en Fort Smith?
¿Fort Smith?
¿De dónde lo conoce para saber tanto de él?
¿Se refiere al Reverendo Green?
Si señor. Entiendo que usted estuvo en Fort Smith antes de venir acá.
Nunca he estado en Fort Smith. Dudo que él lo estuviera.
Se miraron unos a otros.
Bueno, ¿en dónde fue que lo encontró antes?
Nunca había puesto ojos en ese hombre antes de hoy. Nunca había siquiera oído de él. Levantó su vaso y bebió.
Había un silencio extraño en el cuarto. Los hombres parecían efigies de lodo. Al final alguien empezó a reír. Luego otro. Pronto todos estaban riendo juntos. Alguien le compró al juez un trago.
Habían pasado dieciséis días desde que empezó a llover cuando conoció a Toadvine y aún seguía lloviendo. Todavía estaba en la misma taberna y se había bebido todo su dinero excepto por dos dólares. El carrocero se había ido, el salón estaba casi vacío. La puerta estaba abierta y se podía ver la lluvia cayendo en el lote vacío detrás del hotel. Vació su vaso y salió. Había tablas colocadas a través del lodo y siguió la pálida banda de luz de la puerta hacia las letrinas al fondo del lote. Otro hombre venía de las letrinas y se encontraron a medio camino en las delgadas tablas. El hombre frente a él se tambaleó ligeramente. El ala mojada de su sombrero caía sobre sus hombros excepto por el frente donde estaba fijada hacia atrás. Tenía una botella en la mano. Mejor que te quites de mi camino, dijo.
El niño no iba a hacer eso, y no vio uso en discutirlo. Pateó al hombre en la mandíbula. El hombre cayó y se levantó. Dijo: Te voy a matar.
Lanzó un golpe con la botella y el niño se agachó y lanzó otro golpe y el niño dio un paso atrás. Cuando el niño lo golpeó el hombre destrozó la botella contra su cabeza. Se salió de las tablas al lodo y el hombre se lanzó hacia él con el cuello mellado de la botella y trató de encajárselo en el ojo. El niño se defendía con las manos y estaban resbaladizas de sangre. Seguía tratando de alcanzar su bota para sacar su cuchillo.
Te mato, dijo el hombre. Forcejearon en la oscuridad del lote, perdiendo las botas en el lodo. El niño tenía su cuchillo y circularon como cangrejos y cuando el hombre se lanzó hacia él le cortó la camisa de tajo. El hombre arrojó el cuello de la botella a un lado y desenvainó un inmenso cuchillo Bowie de detrás de su cuello. Se le había caído el sombrero y sus largos mechones negros y como cuerdas se balanceaban alrededor de su cabeza y había codificado sus amenazas a la sola palabra matar como un canto enloquecido.
A ese lo cortaron, dijo uno de varios hombres de pie a lo largo de la pasarela observándolos.
Matar matar, babeó el hombre tambaleándose hacia delante.
Pero alguien más se estaba acercando atravesando el lote, grandes y seguros sonidos de succión como una vaca. Cargaba un enorme shillelagh. Alcanzó al niño primero y cuando lo golpeó con el garrote el niño cayó boca abajo en el lodo. Habría muerto si alguien no le hubiera dado vuelta.
Cuando despertó era de día y la lluvia se había detenido y estaba mirando a la cara de un hombre de cabello largo que estaba completamente cubierto de lodo. El hombre estaba diciéndole algo.
¿Qué? Dijo el niño.
Dije, ¿te renuncias?
¿Renuncias?
Renuncias. Porque si quieres más de mí seguro como el diablo que vas a tenerlo.
Miró al cielo. Muy alto, muy pequeño, un buitre. Miró al hombre. ¿Está roto mi cuello? Dijo.
El hombre miró alrededor del lote y escupió y miró al niño otra vez. ¿No te puedes levantar?
No sé. No he intentado.
No quería romperte el cuello.
No.
Quería matarte.
Nadie lo ha hecho todavía. Agarró el lodo y se empujó hacia arriba. El hombre estaba sentado en las tablas con sus botas al lado. No tienes nada malo, dijo.
El niño miró rígidamente al día. ¿Dónde están mis botas? Dijo.
El hombre entrecerró los ojos. Escamas de lodo seco cayeron de su cara.
Voy a matar a algún hijo de perra si me quitaron las botas.
Allá parece hay una.
El niño caminó forzosamente a través del lodo y recogió una bota. Se arrastró por el lote tanteando trozos de lodo prometedores.
¿Tu cuchillo? Dijo.
El hombre entrecerró los ojos. Se parece, dijo.
El niño se lo lanzó y él se agachó y lo recogió y limpió la enorme hoja en su pantalón. Creí que alguien te había robado, le dijo al cuchillo.
El niño encontró su otra bota y regresó y se sentó en las tablas, sus manos enormes con lodo y limpió una de ellas en su rodilla por un momento, y la dejó caer de nuevo.
Se quedaron sentados lado a lado y miraron a través del lote baldío. Había una cerca de madera al borde del lote y más allá un niño estaba sacando agua de un pozo y había gallinas en el patio ahí. Un hombre salió por la puerta de la taberna y caminó por el camino de tablas hacia la letrina. Se detuvo donde estaban sentados y los miró y bajó de las tablas al lodo. Después de un rato regresó y caminó por el lodo y los rodeó y subió de nuevo a las tablas.
El niño miró al hombre. Su cabeza era extrañamente estrecha y su cabello estaba apelmazado con lodo en un extraño y primitivo peinado. En su frente estaban quemadas las letras H T y más abajo, casi entre los ojos la letra F, y estas marcas estaban extendidas y llamativas como si hubieran presionado el hierro por demasiado tiempo. Cuando se volteó a mirar al niño el niño pudo ver que no tenía orejas. Se levantó y envainó el cuchillo y empezó a caminar por las tablas con las botas en la mano y el niño se levantó y siguió. A mitad de camino del hotel el hombre se detuvo y miró hacia el lodo y se sentó en las tablas y se puso las botas, lodo y todo. Luego se levantó y caminó forzosamente por el lote a recoger algo.
Quiero que veas aquí, dijo. A mi maldito sombrero.
No se podía decir que era, algo muerto. Lo agitó en el aire y se lo puso en la cabeza y continúo caminando y el niño lo siguió. La taberna era un salón largo y estrecho revestido con tablas barnizadas. Había mesas cerca de la pared y escupideras en el suelo. No había clientes. El tabernero levantó la vista cuando entraron y un negro que había estado barriendo el piso dejó la escoba contra la pared y salió.
¿Dónde está Sidney? Dijo el hombre en su atuendo de barro.
En cama, me parece.
Siguieron caminando.
Toadvine, llamó el hombre.
El niño miró hacia atrás. El tabernero había salido de detrás de la barra y les estaba mirando las espaldas. Caminaron por la puerta a través del lobby del hotel hacia las escaleras, dejando variadas formas de lodo tras ellos en el piso. Cuando empezaron a subir las escaleras el empleado tras el escritorio los llamó.
Toadvine.
Se detuvo y miro atrás.
Te va a disparar.
¿El viejo Sidney?
El viejo Sidney.
Subieron las escaleras. Al final de estas había un largo pasillo con un ventanal al fondo. Había puertas barnizadas en las paredes puestas tan cerca que podrían ser armarios. Toadvine siguió caminando hasta llegar al final del pasillo. Escuchó en la última puerta y miró al niño.
¿Tienes un fósforo?
El niño buscó en sus bolsillos y produjo una aplastada y manchada caja de madera.
El hombre la tomó. Necesito un poco de lumbre aquí, dijo. Estaba despedazando la caja y apilando los trozos contra la puerta. Encendió el fósforo y prendió fuego a los trozos. Empujó la pequeña pila de madera ardiendo bajo la puerta y añadió más fósforos.
¿Está ahí? Dijo el niño.
Eso es lo que queremos ver.
Una oscura voluta de humo se levantó, una llama azul de barniz ardiendo. Se agacharon en el corredor y observaron. Llamas delgadas corrían sobre los paneles y se escondían de nuevo. Los observadores parecían formas extraídas de un pantano.
Toca la puerta ahora, dijo Toadvine.
El niño se levantó. Toadvine se puso de pie y esperó.
Podían escuchar las llamas crepitar dentro del cuarto. El niño tocó la puerta.
Mejor que toques más fuerte que eso. Este hombre bebe de veras.
Cerro el puño y arremetió contra la puerta unas 5 veces.
Fuego del infierno, dijo una voz.
Aquí viene.
Esperaron.
Caliente hijo de perra, dijo la voz. Entonces el pomo de la puerta giró y la puerta se abrió. Estaba de pie en su ropa interior, sosteniendo la toalla que uso para girar el pomo. Cuando los vio se dio la vuelta y trato de regresar al cuarto pero Toadvine lo agarró por el cuello y lo lanzó al piso y lo sostuvo por el cabello y empezó a sacarle un ojo con el pulgar. El hombre le agarró la muñeca y la mordió.
Patéale la boca, exclamó Toadvine. Patéalo.
El niño caminó alrededor de ellos dentro del cuarto y se dio la vuelta y pateó el hombre en la cara. Toadvine sostuvo la cabeza del hombre hacia atrás por el cabello.
Patéalo, exclamó. Aw, patéalo, querido.
Él pateó.
Toadvine le dio la vuelta a la ensangrentada cabeza y la miró y la dejó caer y se levantó y pateó al hombre él mismo. Dos espectadores estaban de pie en el pasillo. La puerta estaba completamente en llamas y parte de la pared y el techo. Caminaron fuera del pasillo. El empleado estaba subiendo las escaleras dos escalones a la vez.
Toadvine hijo de perra, dijo.
Toadvine estaba cuatro escalones arriba y cuando lo pateó lo alcanzó en la garganta. El empleado se sentó en los escalones. Cuando el niño le pasó de lado lo golpeó a un lado de la cabeza y empleado se dobló y empezó a deslizarse hacia el fondo de las escaleras. El niño le pasó por encima y bajó al lobby y cruzó hacia la puerta del frente y salió.
Toadvine estaba corriendo por la calle, agitando los puños sobre su cabeza alocadamente y riendo. Se veía como un gran muñeco vudú de arcilla que había cobrado vida y el niño se veía como otro. Detrás de ellos las llamas estaban lamiendo la esquina superior del hotel y nubes de humo negro se levantaban hacia la cálida mañana de Texas.
Había dejado la mula con una familia mexicana que cuidaba animales a la orilla del pueblo y llegó allí viéndose enloquecido y fuera de aliento. La mujer abrió la puerta y lo miró.
Necesito a mi mula, jadeó.
Lo miró un poco más, luego llamó a la parte trasera de la casa. Él caminó alrededor. Había caballos amarrados en el lote y había una carreta contra la cerca con algunos pavos sentados en el borde mirando hacia afuera. La mujer había llegado a la puerta trasera. Nito, llamó. Venga. Hay un caballero aquí. Venga.
Caminó hacia el cobertizo al cuarto de sillas y tomó su desecha silla de montar y manta y los trajo de vuelta. Encontró la mula y la sacó de su cuadra y la frenó con la jáquima de cuero crudo y la llevó a la cerca. Se apoyó contra el animal con su hombro y subió la silla sobre este y fijó las cinchas, la mula espantándose y respingando y frotando la cabeza a lo largo de cerca. La guio a través del lote. La mula seguía agitando la cabeza de lado, como si tuviera algo en la oreja.
La guio fuera hacia el camino. Al tiempo que pasaba frente a la casa la mujer salió caminando tras él. Cuando lo vio poner el pie en el estribo ella empezó a correr. Él se subió en la destrozada silla e impulsó a la mula hacia delante. Ella se detuvo en el portón y lo vio irse. Él no miró atrás.
Cuando pasó de nuevo por el pueblo el hotel estaba ardiendo y había hombres a su alrededor observándolo, algunos sosteniendo cubetas vacías. Varios hombres estaban a caballo observando las llamas y uno de ellos era el juez. Mientras el niño cabalgaba alejándose el juez se dio la vuelta y lo miró. Le dio la vuelta a su caballo, como si quisiera que el animal mirara también. Cuando el niño lo miró de vuelta el juez sonrió. El niño espoleó a la mula y fueron chapoteando en el lodo dejando atrás el antiguo fuerte por el camino hacia el oeste.