Parte 1: La Montaña. Escritor novato agradece toda critica

Capitulo I: Resiliente

En las montañas del norte, bajo la ventisca, una silueta avanzaba por la ladera. Era un hombre de hombros anchos, el cabello castaño recogido hacia atrás y la barba corta salpicada de escarcha. Tatuajes negros se enroscaban por su brazo izquierdo, medio ocultos bajo un manto gastado por los años. En sus ojos se leía la fatiga de un soldado.

El crujido de sus botas se mezclaba con el aullido del viento, hasta que un estruendo lo obligó a detenerse. La montaña rugió, lanzando rocas y nieve ladera abajo. El sendero quedó sepultado. Sin otra opción, se desvió entre riscos y abetos cubiertos de escarcha.

Fue entonces cuando lo vio: manchas oscuras sobre la nieve. Huellas desordenadas. Un rastro de sangre que el viento aún no había borrado. Lo siguió con paso alerta, cada paso hundiéndose en el silencio helado.

El rastro lo condujo a una cueva. Dentro, un cadáver orco yacía medio enterrado en la nieve. En sus brazos congelados, su cría.

—Por el Monolito… — murmuró, inclinándose con incredulidad.

—Una niña… ¿Cómo sigues con vida?

La piel del infante estaba enrojecida por el frío, sus puños temblaban contra el aire. Con manos rápidas, la liberó del abrazo rígido y la cargó bajo el manto, apretándola contra su pecho mientras la ventisca rugía afuera.

Más tarde, dentro de la cabaña, el calor del fuego los envolvió. Él sopló una cucharada de sopa hasta que dejó de humear y se la acercó.

—¿Hambrienta, pequeña? —preguntó.

Ella tragó débilmente. El hombre la observó, sobrecogido: cabello carmesí, lineas rojizas que surcaban su piel verde como tatuajes, y unos ojos naranjas que brillaban como brasas. Cuando le tendió un dedo, la niña lo atrapó con una fuerza sorprendente.

—Necesitarás un nombre… —vaciló, un recuerdo agitando la memoria. —Arog. En la lengua antigua significa “Resiliente”. — Apretó la diminuta mano de la niña. —Creo que te queda bien.

Magnus pasó un rato jugando torpemente con Arog: le ofrecía un dedo, hacía muecas inseguras, murmuraba palabras sin sentido. Una emoción extraña lo agitaba, la sensación de que la vida le daba una nueva oportunidad, aunque no supiera para qué.

Cuando la ventisca mermó, descendió con la niña a cuestas hacia el pueblo de Montr hasta llegar a un salón de madera incrustado contra la roca. Alzó una mano entumecida y golpeó.

La puerta de roble se abrió y en el umbral apareció una figura tan vasta como un peñasco.

Yorm Ferhandr. Mercenario gigante, rozando los tres metros. Su barba negra estaba trenzada con anillos de hierro, y sus brazos desnudos desafiaban la mordida del invierno, como si retara a la tormenta misma. Su sola presencia irradiaba el calor del hogar que ardía tras él.

—Magnus Táyron. —La voz de Yorm retumbó como tambor—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas? —Sus ojos se clavaron en el bulto que cargaba Magnus—. ¿Qué es eso? ¿Ahora eres padre?

Soltó una carcajada, pero se interrumpió al ver el gesto severo de Magnus.
—¿Qué…? —parpadeó—. ¡Por el Monolito, traes un bebé ahí!

Magnus asintió apenas. —La encontré en el bosque.

El rostro del gigante se suavizó. Se apartó y los invitó a entrar. Dentro, el salón olía a carne asada y brasas. La risa de un niño llenaba el aire, blandiendo un hacha de madera torpemente. El cabello rubio se le pegaba sudoroso a la frente, y sus ojos castaños brillaban con determinación.

—Mira a Hadrik —dijo Yorm con orgullo—. Cuatro inviernos y ya cree estar listo para la guerra.

El niño se volvió y sus pasos tambaleantes lo llevaron hasta Arog. Arrastraba el hacha por el suelo y estiró la mano hacia el manto. La pequeña balbuceo y se aferró al mango del arma.

—¡Ja! ¿Viste eso? —rió Yorm—. También esta lista para la batalla.

Magnus bajó la voz, incómodo. —No puedo dejarla a su suerte. Pero criarla… no sé cómo hacer eso. Vine a pedirte consejo.

Yorm le puso una mano en el hombro y sonrió. —Criar a un hijo es como blandir acero. Maldecirás, sudarás, pero aprenderás. Aliméntala, enséñale, ríe con ella. Y crecerá fuerte. Más fuerte que cualquier arma que forjes.

Extendió los brazos. —Déjame verla.

Magnus vaciló, luego la entregó. El la sostuvo con una ternura inesperada. —Vaya… —murmuró. —Fuerte agarre, mirada firme. Esta pequeña promete. Quizá debas entrenarla.

Arog tiró de su barba y Yorm soltó otra carcajada. —¿Ves? Valentía pura. Y bien, ¿ya le diste nombre?

—Arog —dijo Magnus.

Yorm arqueó una ceja. —¿Lengua antigua? — Lo miró con un destello de sorpresa y algo más. —No sabía que tenías esos conocimientos, viejo amigo.

A la mañana siguiente, en la cabaña, Magnus caminaba de un lado a otro con la pequeña en brazos. El ceño fruncido le marcaba arrugas más hondas de lo habitual.

—¿Por qué no dejas de llorar? —rezongó, impotente.

La puerta chirrió y un soplo de aire helado trajo consigo a Agnes, la esposa de Yorm. Unos copos derretidos se deslizaban por su cabello rubio, sus ojos blancos como la nieve y su atuendo de cocinera bajo su abrigo.

—Eso es porque la sostienes como si fuera un hacha —dijo con una risa suave.

Magnus le lanzó una mirada torva. —Es incluso más pesada. ¿Qué haces aquí, Agnes?

Ella se acercó sin pedir permiso, tomó a la niña con naturalidad y la acunó contra su pecho. Tarareó una melodía apagada. En cuestión de segundos, Arog dejó de llorar. Sus manitas se relajaron, los párpados cayeron como si hubiesen esperado ese arrullo.

Magnus abrió la boca, sorprendido, pero no halló palabras.

—Yorm me habló de ella —comentó Agnes, acariciando la mejilla tibia de la niña—. Y también me dijo que seguramente ibas a necesitar ayuda. Parece que no se equivocó.

Magnus gruñó y apartó la mirada, pero cuando volvió a fijarse en el rostro dormido de la criatura, sus ojos se suavizaron sin remedio.

Los inviernos pasaron. Entre el calor de la cabaña y el bullicio de la posada de Agnes, la niña fue creciendo, siempre con Magnus cerca y el eco de Yorm resonando en cada consejo. Cuando cumplió diez inviernos, ya no era solo la criatura temblorosa hallada en la ventisca, sino una muchacha despierta, testaruda y con más apetito que los leñadores del pueblo.

La posada bullía de voces y risas. En la cocina, Arog se balanceaba en un taburete mientras roía un hueso casi tan largo como su brazo.

—Un día de estos me vas a dejar sin negocio, querida — dijo Agnes con una sonrisa mientras cortaba verduras y se quitaba el sudor de la frente.

Al notar esto la pequeña saltó del asiento, tomó un cuchillo y empezó a trocear las verduras con rapidez. —Puedes tomarte un descanso, tía Agnes. Yo te ayudare a cocinar —replicó Arog con seriedad.

Agnes arqueó una ceja y su sonrisa se hizo más grande. —¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo sabes cortar verduras?

—Papá me enseñó — respondió sin levantar la mirada

Yorm asomó la cabeza por la puerta, la barba cubierta de nieve. —Con cuidado, muchacha. Los dedos no vuelven a crecer.

—Bienvenido tío Yorm —dijo Arog. Dejó el cuchillo, tomó un cuenco con un poco de carne y se lo tendió. —Te guardé un poco.

Agnes la observó, sorprendida, e intercambió una mirada con Yorm, que parecía igual de impresionado. Al cabo de un momento, sonrió con ternura. —Bueno… eres la hija de un soldado gruñón, pero también de un buen hombre. No esperaba menos.

Capitulo II: Corazón

Así, entre risas, trabajo y aprendizaje, los años se deslizaron como el deshielo por la montaña, cada estación dejando su huella. En su decimosexto invierno, Magnus puso en las manos de Arog una gran espada de madera.

—¿Qué es esto, padre? ¿Vas a enseñarme a usarla?

Magnus asintió y la condujo al patio trasero. Arog descargó su primer golpe contra el muñeco de práctica: tosco pero con gran fuerza

—Arog, el Monolito te bendijo con un cuerpo distinto —dijo él.—Crecerás más fuerte que la mayoría. Y, aun así, tu fuerza no te ha cegado.

Dejó a un lado el muñeco y tomó otra espada de madera. —Has demostrado tener un corazón noble. Por eso yo mismo voy a enseñarte a blandir tu fuerza con sabiduría.

Arog parpadeó, sorprendida, pero luego asintió con una chispa de emoción.

El choque de las maderas resonó en el aire helado. Arog lanzó un tajo poderoso, que Magnus desvió con calma.

—Mantén tu mente clara. Si tu corazón se agita, tu fuerza se volverá contra ti.

Gruñendo, Arog atacó una y otra vez. Él retrocedía con pasos firmes, midiendo cada embestida y desviando sus ataques.

—Te corromperá —añadió Magnus entre choques de madera— Y a tu paso solo quedara ruina.

Arog arremetió con más ímpetu. Magnus esquivó, trabó su espada y con un giro seco se la arrancó de las manos. Ella desarmada y jadeante lo miraba con asombro.

—El daño que causes, siempre encontrara el camino de vuelta a ti —dijo él, bajando la guardia y mirándola con severidad.

Arog enderezó su postura, la mirada firme. —Honraré tu guía, padre.

Por primera vez en años, Magnus sintió una calma inesperada. Como hielo fundiéndose en primavera, la carga de sus hombros pareció aligerarse. Una media sonrisa desafiante se dibujó en su rostro.
—Entonces levanta tu arma. Aún no hemos terminado.

El sol apenas comenzaba a descender cuando los ecos del entrenamiento se apagaron. Magnus se quedó en la cabaña, dejándose caer pesadamente sobre un banco, con el cansancio grabado en los ojos.
—Voy a la taberna de la tía Agnes —dijo Arog mientras se ajustaba su chaqueta, todavía sonrojada por el esfuerzo —. ¿Quieres que te traiga algo?

Magnus con los ojos cerrados y con una leve sonrisa, levantó el pulgar.

El sendero descendía hasta el corazón del pueblo, donde el humo denso de la forja teñía el aire de un gris oscuro. El repique metálico de un martillo marcaba el compás, acompañado del chisporroteo del hierro candente.

Hadrik erró el golpe y una lluvia de chispas saltó en el aire antes de que el martillo resonara áspero contra el yunque.

—¡Con cuidado, muchacho! —exclamó Yorm.

Hadrik suspiró, las mejillas encendidas por el esfuerzo y el calor, el sudor resbalando por su sien.
—Perdón, papá… Creo que esto no es para mí. No puedo seguir el ritmo.

Desde la entrada, Arog cruzó los brazos. —No todos nacen para ser herreros —dijo con sequedad.

Hadrik le lanzó una mirada torva. —Fácil decirlo para alguien que nació con la fuerza de un ursino.

Yorm soltó una carcajada. —El muchacho tiene un punto, querida.

Arog se encogió de hombros con una media sonrisa. —Quizá. Pero la fuerza no vale de nada si te rindes. Aun es muy pronto para decir que esto no es para ti.

Hadrik levantó las cejas, sorprendido por aquel inusual aliento de su parte. Su martillo se resbaló nuevamente, pero Yorm solo sonrió. —No se equivoca, hijo. El acero se moldea con paciencia y perseverancia.

Dos inviernos pasaron. Arog, ya en la flor de su mayoría, trabajaba en el aserradero. El crujido de troncos partidos y el olor a resina impregnaban el aire mientras ella cargaba un fardo enorme de leña sobre un carro.
Un viejo leñador apoyó la mano en su hombro, jadeando.
—Gracias por la ayuda, Arog. Yo solo no habría podido con tanta carga.
Ella apenas inclinó la cabeza.
—No es nada.
El carro la llevó hasta Montr, donde la plaza bullía de voces, martillos y pregones. Entre la multitud, un niño forcejeaba con un balde casi tan grande como él; el agua se tambaleaba, a punto de volcarse.

Arog se acercó con paso firme, su sombra cubriéndolo.
—Esto es demasiado para ti. Solo vas a lastimarte. —Le arrebató el balde con un poco de brusquedad.

El pequeño la miró, con la boca abierta. Los ojos se le llenaron de lágrimas y salió corriendo entre la gente.

Una carcajada sonó detrás de ella.
—Esa es una forma curiosa de inspirar gratitud —dijo Hadrik con picardía. Recogió el balde y siguió al niño.

Cuando volvió, llevaba una sonrisa tranquila.
—Le expliqué que tenías razón. Y que en realidad no querías hacerlo sentir mal.

Arog frunció el ceño, removida por dentro.
—Yo no quise…
—Lo sé —la interrumpió él, con aquella sonrisa suya que parecía inquebrantable—. No te preocupes. Yo te enseñaré a ser menos aterradora.

Ella lo fulminó con la mirada, un filo helado que lo atravesó. Hadrik tragó saliva, pero la sonrisa nerviosa volvió a asomar, como si desafiarla fuera ya un hábito imposible de arrancar.

Esa noche, la posada rebosaba de voces y canciones. El humo del hogar llenaba el aire con olor a carne y cerveza, mientras las mesas crujían bajo el peso de jarras y platos.

—¿Y Arog? No la he visto hoy —preguntó Agnes mientras servía una jarra frente a Magnus.

—Trabajando en el aserradero, supongo —respondió él, con su habitual seriedad.

Agnes sonrió. —Siempre tan dispuesta, esa muchacha. Debería…

Se interrumpió de golpe. Sus ojos se clavaron en un viajero sentado en la esquina: un hombre enjuto, con un manto oscuro típico del sur. Este lo miraba fijamente, los ojos desorbitados como si hubiese visto un espectro.

—¿Conoces a ese viajero? —preguntó Agnes.

La expresión de Magnus se endureció. Su mirada se cruzó con la del desconocido.

—Veynar… — balbuceó el hombre, antes de levantarse de golpe y huir hacia la puerta.

Magnus reaccionó de inmediato. Un brillo de acero apareció en su mano: el puñal. El banco cayó detrás de él mientras apartaba a la gente y se lanzaba a la calle. El aire helado lo golpeó en el rostro, pero ya era tarde: el viajero se había desvanecido entre la neblina nocturna.

Más tarde, Arog regresó al calor de la posada. Se detuvo junto a la ventana y vio a su padre hablar con Agnes. No era el Magnus que conocía. Su rostro estaba rígido, la sombra del miedo asomando en su mirada.

Al entrar, preguntó en voz baja:
—¿Qué ocurrió?

Magnus apenas la miró. —No te preocupes.

Agnes se apresuró a sonreír, poniéndole un plato delante. —No es nada, querida. Tu padre bebió más de lo que debía. Anda, come; debes de estar hambrienta.

Arog obedeció en silencio, aunque no apartaba los ojos de su padre. Él esquivaba su mirada, y esa evasiva alimentó aún más su preocupación.

Capitulo III: Juramento al Hogar

Los días pasaron con rapidez después de que el forastero huyera en la noche. Aunque la vida en Montr retomó su ritmo algo en Magnus había cambiado. A veces se le notaba ido, mirando hacia el horizonte, expectante.

Pero hoy no era día para penurias.

El salón de Agnes y Yorm había sido adornado con ramas de pino y linternas de bronce, un calor contra el frío de la montaña. El ambiente estaba cargado con risas, del tintinear de las jarras y del rugido ocasional del vozarrón de Yorm.

En el centro estaba sentada Arog. Su sonrisa colmilluda era leve, reservada como siempre, pero sus ojos iban de un rostro a otro: Magnus, Yorm, Agnes, Hadrik, Sintiendo la calidez del hogar en su pecho.

Yorm se levantó, alzando en alto su copa. Su voz profunda cortó el murmullo del salón con alegría.

—Esta noche honramos el Juramento al Hogar de Arog, junto con su decimoctavo invierno. Hoy da su primer paso hacia la adultez, y se le concederá el apellido que unirá su nombre al legado de su familia.

Hadrik, con una amplia sonrisa, dio un paso al frente con algo envuelto en tela. Lo extendió hacia Arog; sus ojos brillaban con orgullo.

—En nombre de los Ferhandr… te ofrezco este presente.

Ella desenvolvió el paquete con calma, revelando un emblema de Lathón , el mineral más raro y resistente de los cinco continentes, célebre por su afinidad con la magia defensiva y restaurativa. Era la marca de los Ferhandr: una mano abierta, en cuya palma ardían brasas eternas. El metal destellaba con un resplandor tenue, como si guardara calor en su interior.

—Está encantado —se apresuró a decir Hadrik, tropezando con sus propias palabras—. Forjado con una runa de unión. Se ligará a cualquier arma o armadura y se desprenderá cuando lo desees. Es artesanía Ferhandr… para que siempre nos lleves contigo, donde sea que vayas.

Arog lo examinó en silencio. Sus dedos recorrieron el grabado, y al alzar la mirada su voz resonó con una calidez poco común:

—Gracias, Hadrik. Lo llevaré siempre conmigo.

Él quedó inmóvil un instante, y luego su rostro se iluminó en una sonrisa tan amplia que hasta Yorm soltó una carcajada, dándole un codazo cómplice a Agnes.

Entonces Magnus se levantó. El bullicio cesó de inmediato. Avanzó hasta la estatua del Monolito y, con solemnidad, fijó la mirada en su hija.

—Has crecido hasta convertirte en una mujer de honor, más fuerte que yo en muchos sentidos… Espero haber sido digno de estar a tu lado como padre. —Hizo una pausa, tragando con dificultad, como si las palabras pesaran más que el acero. —Ante el Monolito, te pregunto, Arog: ¿aceptas este legado? ¿Tomarás el apellido Táyron como tuyo?

—Acepto mi nueva identidad como Arog Táyron , y prometo llevar el nombre de mi familia con honor.

Golpeó el suelo con el pie, y todo el salón la imitó al unísono.

El silencio duró apenas un latido antes de que Magnus diera un paso hacia ella y la abrazara. Fue breve, fuerte, sin adornos. Un gesto simple, pero más valioso que cualquier tesoro.

Cuando se separaron, Arog lo miró con una sonrisa serena y dijo con voz cargada de ternura:

—Papá… me lo has dado todo. Un hogar, un nombre, una familia. Siempre llevaré tu recuerdo en mi corazón.

La mandíbula de Magnus se tensó, pero en sus ojos brilló un destello.

Yorm carraspeó, parpadeando más de lo usual.

—Demonios, muchacha… vas a hacer llorar a todo el salón si sigues hablando así.

Agnes sonrió mientras se enjugaba una lágrima disimulada. Hadrik apartó la vista, intentando ocultar las suyas.

Entonces Yorm alzó su jarra y la golpeó contra la mesa.

—¡Basta de lágrimas! ¡Es noche de celebración! ¡Alcen las copas por Arog Táyron!

El salón rugió en respuesta. Copas alzadas, cantos desatados, risas y juegos que llenaron la noche con el calor de la familia.

Cuando la fiesta se apagó y las linternas se consumieron en brasas cansadas, Magnus se excusó y regresó solo a la cabaña. El eco de las risas aún flotaba en sus oídos, pero en su pecho pesaba algo más hondo que el cansancio.

Esa noche soñó.

Caminaba por un bosque envuelto en bruma. Una voz surgió de las sombras, áspera, acusadora:

—¿Dejar todo atrás? Esto es lo que somos. Lo que tú eres.

Magnus intentó responder, pero su boca estaba sellada. Entonces una silueta familiar apareció entre la niebla y lo miró con reproche.

—O acaso… ¿solo fingías que lo eras?

Despertó jadeando, con la piel perlada de sudor a pesar del frío. El silencio de la cabaña era sofocante. Se pasó una mano por el rostro, y aunque nada se movía afuera, su corazón se ahogaba en miedo.

Mientras tanto, en la muralla, las antorchas parpadeaban bajo la ventisca. Un guardia dormitaba junto a la puerta cuando una voz grave lo sacudió:

—Necesito pasaje. A Montr.

El soldado dio un respingo y giró con brusquedad. No lo había oído acercarse. Ante él se erguía una figura encapuchada, inmóvil, como si hubiese brotado de la propia nieve.

El viajero levantó el rostro apenas, y el guardia contuvo un gesto de sorpresa por su aspecto.

—Busco a un hombre —prosiguió el forastero, depositando una moneda en su palma—. Cabello castaño, barba corta, tatuajes negros en el brazo izquierdo.

El guardia, todavía sacudiéndose la inquietud, frunció el ceño.

—Ah, ¿te refieres a Magnus? Sí, vive aquí. ¿Eres… amigo suyo?

Los labios del viajero se curvaron en un gesto ambiguo, mitad sonrisa, mitad desdén.

—Sí… un amigo suyo.

La antorcha cercana titiló, y su luz alcanzó el cinturón del extraño. Allí, la empuñadura de una daga de Ébano parecía devorar el fuego en lugar de reflejarlo.

El guardia no apartó la vista.

—Cuidado, forastero. Aquí no miramos con buenos ojos el ébano. Solo trae desgracias.

El viajero bajó la mirada hacia el arma y sonrió con calma.

—No te preocupes. Es solo un adorno. Y será una visita rápida.

Así, el destino cruzó las puertas del norte. La nieve se arremolinaba en torno a su capa, sus dedos descansaban sobre el ébano, y en su mirada ardía el rescoldo de un odio paciente.

Capitulo IV: Consecuencias

La mañana siguiente amaneció clara y fría, con humo enroscándose sobre las chimeneas de Montr.

Arog trabajaba junto a la empalizada, cargando maderos con la fuerza natural que la distinguía. El aliento se le volvía bruma frente al rostro, y los aldeanos, al pasar, le dedicaban sonrisas cautelosas, un respeto silencioso que ella respondía con un leve gesto de cabeza, rápido y cortante.

Por el camino que conducía al pueblo, una figura solitaria avanzaba entre la nieve. La capa, hecha jirones, parecía arrastrar las huellas de un viaje interminable, pero sus pasos eran firmes, demasiado firmes. No llevaba alforja ni compañía, solo la sombra alargada de una espada al costado. Sus ojos recorrían la aldea con calma de depredador.

—¿Dónde puedo encontrar a Magnus? —preguntó con voz baja a quienes se cruzaban en su camino.

Las palabras dejaron tras de sí un rastro de silencio. Miradas huidizas, pasos apresurados. Finalmente, una anciana, quizá convencida por la falsa serenidad de aquel tono, levantó una mano temblorosa y señaló la colina donde se alzaba la casa de Magnus. El extraño inclinó la cabeza sin más y prosiguió su marcha.

Un niño lo observaba desde el pozo, con un balde casi tan grande como él tambaleándose en sus brazos. Algo en aquella presencia le heló el estómago. Dejó caer el cubo con un estrépito y corrió por los callejones hasta dar con Agnes en el mercado.

—¡Señorita Agnes! —chilló, la voz temblorosa—. Un extraño busca a Magnus… lleva una de esas capas oscuras del sur. Solo con verlo me dio escalofríos.

El color se borró del rostro de Agnes. La cesta se le escapó de las manos, y sujetó al niño de los hombros con fuerza desmedida.

—¿Qué has dicho?

No esperó respuesta. El pánico le atenazó el pecho y salió corriendo atravesando la plaza, las faldas azotando la escarcha.

Encontró a Arog junto a la empalizada, acomodando el último tronco sobre el montón. Se acercó jadeante, la tomó del brazo.

—Arog… ¡ve a casa, ahora! Un hombre vino preguntando por tu padre. Buscaré a Yorm y nos reuniremos allí.

Los ojos de Arog se entrecerraron, el pulso acelerado. No pronunció palabra: se lanzó en carrera montaña arriba, como si el cuerpo hubiera comprendido antes que la mente.

La cabaña estaba en silencio, salvo por el siseo del hogar. Magnus afilaba su espada contra la piedra de amolar, lento y metódico, cuando un golpe seco retumbó en la puerta.

—¿Quién anda ahí? —llamó, la mano rozando el pomo. Hubo una pausa. Luego, una voz:

—Te he estado buscando, Veynar.

Magnus se congeló. Ese nombre… Retrocedió justo cuando una espada atravesó la madera, rozándole el pecho y llenando el aire de astillas.

Apretó la mandíbula. Empuñó el mandoble apoyado contra la mesa. La puerta estalló hacia adentro y una figura irrumpió.

Un joven, el rostro marcado por cicatrices de fuego, el cabello negro como hollín, los ojos morados ardiendo con rencor. En sus manos, una espada larga y una daga de Ébano Cristalizado , ambas resplandeciendo con un brillo oscuro que devoraba la luz.

—Por fin… —su voz vibraba con odio—. Por fin pagarás tu traición.

El choque de aceros fue un trueno en la estrecha cabaña. Magnus respondía con la calma de un veterano, pero cada viga, cada mueble se volvía obstáculo. El muchacho atacaba como un rayo encolerizado, su daga dejando estelas sombrías que chisporroteaban como ascuas apagadas.

Un tajo abrió el brazo de Magnus, otro le surcó el hombro. Rugió, extendiendo la palma tatuada. La runa ardió, y el aire se comprimió hasta estallar en un rugido invisible que sacudió el interior de la cabaña. El joven salió disparado contra la pared, el suelo crujió como si hubiera soportado un trueno.

Magnus irrumpió afuera, el frio de la nieve golpeó su rostro.

Soren se levantó tambaleante, mirándolo con fiereza. —¿Vas a huir otra vez, Veynar?

Su silueta vibró, multiplicándose en tres. Las copias avanzaron con cuchillas que rezumaban sombras líquidas. Magnus cerró los ojos, respiró hondo y alzó su mandoble. La hoja respondió con un eco profundo, liberando un pulso rúnico que barrió dos ilusiones, disolviéndolas en humo ennegrecido.

El veterano giró y alcanzó al verdadero. El acero abrió su pecho y la sangre oscura cayó sobre la nieve. Aun así, Soren se aferró a la vida, sacando de su cinturón un fragmento de cristal ennegrecido que latía como un corazón púrpura.

El cristal estalló. La luz pútrida tiñó la nieve de violeta, y las sombras se retorcieron como serpientes. Magnus gritó, cegado. En ese instante, Soren embistió: la daga cortó sus piernas, la espada penetró en su costado. El viejo soldado cayó de rodillas, pero no cedió.

Con un rugido, desató otra onda desde su runa, un látigo invisible que desgarró el aire y alcanzó el hombro del joven, dislocandolo. La nieve tembló bajo ambos.

Soren tambaleo, pero no se detuvo y acomodo su hombro. Con furia implacable, cada golpe iba acompañado de destellos oscuros que arañaban el aire. Al final, una brutal patada derribó a Magnus contra la escarcha. Su mandoble cayó, medio hundido en la nieve.

Soren se alzó sobre él, sangrando, tembloroso, su mirada ardía en furia.

—Esto es por el Blasón de Ébano… y por Kaele.

Magnus parpadeó, incrédulo, el mundo inclinándose a su alrededor.

—¿Tú…? —la voz apenas un susurro.—¿Soren?

La espada del muchacho se alzó, brillando con la furia del ébano, lista para la estocada final.

Entonces, un rugido resonó detrás. Arog blandió la espada de Magnus , el filo descendiendo con un golpe brutal que hizo temblar la tierra nevada. Soren apenas se apartó; el impacto abrió un surco en el suelo, levantando chispas y escarcha como un vendaval.

Arog no se detuvo. Cada tajo era un torrente imparable, su fuerza desbordante; el aire silbaba, las vibraciones sacudían los huesos con cada embestida.

Pero Soren no era un enemigo común. Donde ella era tormenta, él era agua. Se deslizaba, redirigía, se colaba entre aberturas con precisión escalofriante. Una estocada desviada de su espada larga, un giro de la daga que apenas abría un corte en su brazo, un paso lateral que convertía la fuerza de Arog en desequilibrio.

El corazón de Arog ardía con furia, pero también con miedo. Había visto a Magnus caer; había sentido la oscuridad de las tácticas de aquel muchacho. Y cada vez que su acero chocaba contra el suyo, entendía: Soren peleaba con un equilibrio perfecto de técnica, magia y engaño que superaba todo lo que ella conocía .

De repente, Soren abrió la palma. La daga vibró con un pulso oscuro y del metal brotaron filamentos de sombra líquida que se extendieron como látigos. Arog apenas alcanzó a levantar la espada cuando uno le golpeó el muslo, el dolor quemante se deslizó bajo la piel como si la oscuridad misma la mordiera.

Gruñó y se lanzó de nuevo, rabiosa. Su fuerza lo obligaba a retroceder, pero Soren jugaba con la distancia, hasta que ella logro acortar las distancias y con un tajo vertical cargado como una guillotina, partiendo la figura de su enemigo de hombro a cadera… pero en el mismo instante, la silueta de Soren se iluminó con un fulgor oscuro y se desvaneció como humo.

Arog giró, instinto puro, pero llegó un suspiro tarde. El verdadero Soren emergió a su flanco, la daga rozando su costado. El filo dejó un corte ardiente en su carne.

Arog se tambaleó, más por la sorpresa que por la herida. Gruñó y volvió a atacar, ahora con más furia, sus estocadas afiladas por la rabia. El puro ímpetu obligaba a Soren a retroceder en guardia.

Tambaleó, más por la sorpresa que por la herida. Apretó los dientes y volvió a atacar, ahora con una furia ciega. Sus golpes eran más veloces, más feroces, pero también más descuidados. Soren no le perdonó nada : un tajo en el brazo, otro en el costado. La sangre manchaba la nieve, su respiración se quebraba, y el miedo se mezclaba con su rabia.

Al fin, sus hojas se trabaron. Arog empujó con pura brutalidad, los músculos tensándose como cables de acero, la nieve crujiendo bajo sus botas.

Soren resistió apenas un instante… y entonces la daga palpitó con luz oscura. El contacto hizo vibrar el acero de Magnus; un chirrido desgarrador precedió al colapso. La hoja estalló en fragmentos, brasas negras que llovieron sobre la escarcha.

La siguiente estocada se hundió en el abdomen de Arog. El dolor la dobló, el aire escapándose en un jadeo ronco.

Cayó de rodillas, el mandoble roto clavado en la nieve. Sus ojos aún ardían con rabia, pero su cuerpo la traicionaba.

Soren se alzó sobre ella, tambaleante, con la sangre de su propia herida resbalando por el costado. Era hora de irse, sin embargo su mirada pasó sobre Arog, hacia Magnus, caído entre la escarcha.

—¿Aún te aferras a la vida, Veynar? —su voz raspó como hierro oxidado—. Crucé medio mundo para darte lo que te mereces. Yo soy la consecuencia de tus actos, Veynar Blasón de Ébano. Espero que haya valido la pena darle la espalda a tu familia.

Arog parpadeó, con la sangre resbalando por su mentón. La confusión atravesó su furia.

—¿Veynar? Él no… ¿de qué hablas?

Soren ladeó la cabeza, la espada oscilando con desgano hacia Magnus.

—Pregúntale. —Una sonrisa torcida deformó su rostro marcado—. Yo que tú, me daría prisa, muchacha.

Y sin más, un torbellino de sombras lo envolvió. El aire se contrajo y, cuando volvió a calmarse, Soren ya se había desvanecido entre los pinos , dejando tras de sí el hedor metálico del Ébano Cristalizado.

El patio quedó en silencio, roto solo por la respiración entrecortada de Arog. La sangre le cubría el abdomen, las piernas le temblaban, pero aun así se obligó a avanzar. Cada paso era un tropiezo hasta que al fin cayó de rodillas y comenzó a arrastrarse por la nieve. Sus dedos arañaban la escarcha, dejando tras de sí un rastro carmesí, mientras se arrastraba hacia él.

—No… no, ni se te ocurra… —la voz se le quebraba entre jadeos, cruda de furia y dolor—. ¡Ni se te ocurra morirte ahora!

Magnus yacía medio sepultado en la nieve teñida de rojo, el aliento gorgoteando en su pecho. Sus ojos, nublados por el dolor, se suavizaron al verla. Una sonrisa apenas perceptible se dibujó en sus labios.

—Arog… —su mano se agitó débilmente, buscándola—. Luchaste con el valor de una verdadera guerrera.

Ella le sujetó el brazo con desesperación, sus lágrimas cayendo sobre la piel fría y ensangrentada.

—¡Vas a estar bien! —sollozó—. Podemos detener el sangrado, puedo—

Magnus negó lentamente, la respiración temblando.

—Esto… era cuestión de tiempo. —Su mirada titiló, lejana, perdida en memorias que Arog no conocía—. Lo que te dije entonces… no era solo sabiduría. Era mi experiencia. El daño que causas… siempre vuelve a ti. Siempre. Y ahora me encontró.

—No… —Arog apretó su mano con rabia y miedo—. No entiendo. ¿Por qué te hizo esto? ¿Por qué te llamó Veynar?

Una tos desgarró su pecho, la sangre tiñendo sus labios. Su voz fue apenas un hilo áspero.
—Porque Veynar… es el hombre que una vez fui.

Su mano temblorosa alcanzó la mejilla de Arog, rozándola con ternura. Por un instante no fue un guerrero marcado por batallas, sino un hombre cansado que al fin podía descansar.

—No me dejes… —rogó ella, con la frente apoyada en su mano inmóvil—. Por favor…

Magnus murmuró con esfuerzo, cada palabra arrancada de lo más profundo de su ser:

—Elige bien el rumbo de tu vida. Encuentra tu felicidad… para que nunca te arrepientas de vivir como yo lo hice.

Su agarre se aflojó. La mirada se le apagó lentamente, como brasas extinguiéndose en la escarcha.

Arog lo sostuvo unos segundos más, incapaz de soltarlo. El llanto le sacudía el cuerpo hasta que, vencida por el dolor y la sangre perdida, la oscuridad la envolvió y se desplomó inconsciente junto a él.

Capitulo V: Inamovible

La penumbra se levantó lentamente. Los ojos de Arog parpadearon hasta abrirse al resplandor tenue de un fuego. Las vigas sobre su cabeza tomaron forma. Intentó moverse, pero el dolor le atravesó el costado como una hoja encendida. El ardor físico, sin embargo, era apenas un eco frente al vacío que la devoraba por dentro.

—Arog.

La voz atrajo su mirada. Yorm estaba sentado junto a la cama, su enorme figura inclinada hacia adelante, las manos entrelazadas como en oración. Su rostro curtido y severo se suavizó al verla despierta. Un destello de alivio brilló en sus ojos, aunque la mandíbula siguió tensa.

—Tranquila, no te apresures —murmuró, ayudándola a incorporarse con cuidado.

Los labios de Arog temblaron, y antes de poder enderezarse por completo, se quebró, aferrándose a él. Los sollozos ahogados contra el pecho del gigante hicieron vibrar sus hombros. Yorm la rodeó con los brazos, sosteniéndola como si aún fuese la niña que alguna vez cargó en un brazo.

—Murió, Yorm… —su voz se rompió en un hilo—. No pude protegerlo. Lo di todo y aun así… solo fui derrotada.

El ceño de Yorm se frunció, la pena ensombreciendo su semblante. Se inclinó más cerca, su voz un murmullo grave, pero firme.

—No, querida. Te enfrentaste a un enemigo que ni siquiera Magnus pudo vencer. El hecho de que aún respires no es señal de fracaso, sino de tu fuerza. Honraste el legado que él te cedió.

Su mano callosa se deslizó por su cabello, áspera pero tierna.

—Magnus había aceptado su destino hace mucho tiempo. Su única preocupación era prepararte para cuando él no estuviera. Y lo vi en sus ojos, Arog: confiaba en ti más de lo que nunca confió en mí mismo. Y viéndote ahora, sé que partió hacia el Monolito habiendo cumplido su objetivo.

La puerta crujió. Agnes irrumpió en la habitación, sorprendida al ver a Arog despierta. El alivio inundó su rostro de inmediato.

—¡Arog! —gritó, corriendo hasta la cama. Se arrodilló a su lado y la abrazó fuerte, con lágrimas en los ojos—. Por el Monolito… nos tenías muy preocupados.

Tras ella entró Hadrik, con una sonrisa cansada que apenas disfrazaba las ojeras en su rostro. Su calma contrastaba con el torbellino de Agnes.

—Estás despierta —dijo suavemente. Se sentó junto a ella y le ofreció una copa de agua medicinal con ambas manos, que temblaban un poco—. Toma, bebe. Han pasado tres semanas. Uno de los siervos del Monolito dijo que tardarías en despertar… Llegué a pensar que dormirías hasta la primavera.

Arog logró una leve sonrisa entre lágrimas y tomó la copa con los dedos temblorosos. El calor de la bebida le devolvió, aunque fuera un poco, la sensación de estar viva.

Permanecieron juntos un rato, la pequeña habitación cálida con su presencia. Luego Agnes miró a Yorm, dudó, y volvió la vista a Arog. Su voz se suavizó, apenas un susurro.

—Cuando te sientas lista… puedes visitarlo. Yorm lo enterró junto a la cabaña, al pie del viejo naranjo. Justo donde él quería.

Los días pasaron al compás lento de la sanación. Las heridas de Arog cerraron con la terquedad de la juventud, aunque el dolor persistía como un recordatorio punzante. Agnes la cuidaba con paciencia, mientras Hadrik intentaba arrancarle sonrisas con historias torpes y exageradas. Yorm hablaba poco, pero su sola presencia emanaba una calma profunda, como un ancla en medio de la tormenta.

Cuando al fin pudo caminar sin tambalearse, Arog volvió a la cabaña. El aire estaba cargado de olor a pino y madera, y la nieve se reducía a manchas dispersas sobre el claro. Las paredes familiares se alzaban frente a ella, a la vez refugio y nostalgia, recordándole los años que la habían formado.

Se detuvo al notar que no estaba sola.

Yorm estaba arrodillado junto a la tumba, su mano descansando sobre la piedra que servía de lápida. A su lado, una jarra medio vacía desprendía un tenue aroma a cerveza.

Al verla acercarse, se levantó lentamente, proyectando sombras largas con la luz del ocaso. Por un instante no dijo nada; solo apoyó una mano pesada sobre su hombro. Su mandíbula se tensaba, luchando con las palabras, hasta que finalmente brotaron, ásperas y graves:

—Debí haber llegado antes. Si hubiera estado aquí… quizá… —su voz se quebró, densa de culpa.

Los ojos de Arog se humedecieron, pero ella posó su mano sobre la de él, firme a pesar del temblor.

—Basta —dijo, tragando saliva y forzando las palabras a través del nudo en la garganta.—Hicimos lo que pudimos. No fue culpa de nadie.

Yorm la estudió, surcado por el dolor, y luego asintió con un leve gesto. Se sentaron juntos en silencio, mientras el viento susurraba entre los árboles, cargando hojas secas y el aroma frío de la nieve.

—¿Qué harás ahora, Arog? —preguntó al fin, su voz más suave, casi vacilante.

Ella miró la cabaña, la puerta que había cruzado tantas veces en su infancia, las sombras dentro que ya no guardaban la presencia del viejo guerrero. Cerró los puños, recordando las últimas palabras de Magnus ardiendo en su pecho.

—No lo he pensado —admitió, y luego alzó la mirada hacia él—. Pero primero… necesito respuestas, Yorm. Háblame de Veynar.

La mandíbula de Yorm se endureció. Su mano resbaló de su hombro y se pasó a la frente, frotándose lentamente. Guardó silencio, mirando la tumba, como si buscara las palabras entre los recuerdos. Por fin exhaló, un sonido pesado, como piedra al deslizarse:

—No sé mucho. Magnus… se avergonzaba de ello, así que evitaba hablar del tema. Solo una vez me dijo que el Blasón de Ébano fue su primera familia: una compañía de mercenarios. —Sus ojos se oscurecieron, cargados de recuerdos—. Pero el Ébano los corrompió. La corrupción creció… y él se marchó.

El ceño de Arog se frunció con fuerza. —Una compañía… pero solo vino un hombre. Lo buscó en solitario y lo acusó de darle la espalda a esa familia. ¿Qué sucedió en verdad?

Yorm negó lentamente con la cabeza. —Me temo que eso es todo lo que sé.

El silencio volvió a posarse sobre ellos como un manto pesado, hasta que un destello cruzó los ojos del gigante, como si un recuerdo antiguo se hubiera encendido de repente.

—Pero… hay alguien que podría decirte más. Su nombre es Midra Táyron. La mujer que le dio a Magnus su nueva identidad. Al parecer vive en el páramo del este. Si Magnus alguna vez habló de su pasado… fue solo con ella.

La sorpresa suavizó el rostro de Arog. —Él me habló sobre ella, pero solo la presentó como familia lejana.

Yorm se incorporó con un gruñido, su sombra alargándose a la luz de la fragua. Su voz sonó firme, cargada de autoridad y promesa.

—Entonces ya tienes un destino. No solo necesitarás valor, Arog… necesitarás recuperar tu filo. Y yo te ayudaré con eso.

El aire olía a carbón y hierro. Arog estaba junto a Agnes, inclinada sobre los restos maltrechos de una vieja armadura de Magnus. El acero estaba marcado por la batalla, demasiado ancho para su cuerpo.

—Magnus era una montaña comparado contigo —murmuró Agnes con una sonrisa tenue, mientras ajustaba una correa.

Arog apretó las hebillas, la mandíbula tensa. Con cada pieza que cortaban, ajustaban y martillaban, sentía como si injertara fragmentos de la memoria de su padre en su propia piel. El peto se asentó finalmente sobre su pecho: ceñido, firme. En el resplandor del fuego, su reflejo le devolvió la mirada, recordándole al viejo guerrero, pero sin borrar lo que ella era.

La puerta se abrió con un chirrido. Hadrik entró cargando un bulto envuelto en tela. Su rostro estaba cansado, la frente manchada de hollín, pero sus ojos brillaban con un orgullo sereno.

—Lo terminé —dijo, depositando el bulto sobre la mesa.

Al retirar la tela, el acero atrapó la luz de la fragua. Un mandoble sencillo pero robusto, sus acabados demostraban que había sido forjado con el corazón.

Arog tomó la empuñadura. El peso la ancló, sólido e inquebrantable. Sus ojos se encontraron con los de él, y por primera vez desde la caída de Magnus, se permitió sonreír de verdad.

—Me servirá —dijo con voz firme. Luego, más baja, casi como un secreto. —Gracias, Hadrik. Lo aprecio mucho.

Él se rascó la nuca, nervioso, pero la sonrisa que se le escapó fue amplia, limpia, como si al verla sostener aquella espada sintiera que la pena había retrocedido un poco.

Los días siguientes, Yorm la entrenó. No solo en esgrima, sino en algo más antiguo, más profundo.

En un claro del bosque, donde piedras milenarias guardaban grabadas las runas de su estirpe, Yorm se plantó frente a ella con un bastón tan grueso como su brazo. Recitaba antiguos ritos, mientras Arog sentía un peso invisible apretándole la espalda, como si la misma tierra exigiera algo de ella.

—Prepárate —tronó, y blandió el arma en un golpe bajo y brutal.

El impacto la lanzó contra el suelo. Yorm solo la señaló con el bastón. —Otra vez.

Apretó los dientes y se levantó. El segundo golpe la alcanzó en el hombro, haciéndole doblar las rodillas.

—Resiste — dijo Yorm, con una voz firme como roca. — Este es el don de los gigantes. Lo llamamos Inamovible. Haz que tu voluntad se endurezca, que tu cuerpo eche raíces. Ningún golpe podrá quebrarte, ninguna fuerza derribarte… pero cada instante bajo su influjo drenará tu vigor.

Yorm levantó nuevamente el bastón. Arog se plantó, la sangre fluyendo por su boca. Algo profundo en ella se agitó—pesado y salvaje. El golpe cayó, pero esta vez su postura resistió. Sus botas se clavaron en la tierra y su cuerpo se mantuvo erguido.

El mundo pareció volverse más pequeño. Gruñó, respirando con dificultad. —Eso… aún duele como el demonio.

Los ojos de Yorm brillaron con una chispa de aprobación. —Bien. El dolor significa que el cuerpo vive. Acéptalo y resiste.

Antes de que pudiera recuperar el aliento, el bastón volvió a estrellarse contra ella, con aún más potencia. Vaciló, pero no cayó. Las piernas temblaban, cada músculo ardía, pero se mantuvo firme, como si su cuerpo hubiera echado raíces.

La voz de Yorm rugió como un trueno lejano. —¡Resiste!

La golpeó una y otra vez. Hasta que, al tercer impacto, su concentración cedió, la postura se quebró y cayó de rodillas, jadeando.

Yorm no se suavizó. Se erguía sobre ella, el bastón apoyado en el suelo como un pilar. —Recuerda esto, Arog. Inamovible no es realmente un don, sino una prueba. Te desafiará siempre, te mantendrá en pie mientras no flaquees.

Arog se limpió la sangre de los labios, su respiración agitada, pero sus ojos brillaban con energía. Lentamente, volvió a incorporarse.

Yorm asintió con severidad. —Bien hecho, lograste despertar su verdadero peso. Comencemos el entrenamiento de Inamovible.

Arog abrió la boca con una expresión entre sorpresa y terror. —¿Cómo que comen…?

Antes de que pudiera terminar la frase, el bastón la alcanzó en el costado. El golpe la lanzó al suelo con un rugido sordo.

—Te dije que debías estar concentrada, muchacha —tronó Yorm, apuntándola con el bastón. —Ahora levántate… y resiste.

Al anochecer, Arog caminaba tambaleante, pero no se derrumbó. Cada paso era un triunfo sobre su propio cansancio. Finalmente, cuando la fuerza la abandonó por completo, Yorm la cargó sobre su espalda y juntos regresaron al pueblo, la luz de la luna iluminando sus figuras como sombras decididas y firmes, prefigurando a la guerrera que Arog estaba destinada a ser.

Las semanas pasaron. Arog continuó su entrenamiento hasta obtener la aprobación de Yorm. Reunió su armadura y la espada que Hadrik había forjado, lista para dar el primer paso hacia lo desconocido.

Antes de partir, descendió al salón de los Ferhandr, que la esperaban con buenas noticias.

El fuego crepitaba cálido, su resplandor bañando rostros donde se mezclaban orgullo y pesar. Agnes le tomó las manos con fuerza, su sonrisa brillando entre lágrimas.
—Cuídate mucho… no importa a dónde vayas, recuerda que siempre tendrás un hogar al que regresar.

El calor familiar llenaba el salón, aunque cada corazón pesaba con la despedida.

Hadrik avanzó un paso, erguido con más decisión de lo habitual, aunque las manchas de hollín en sus manos delataban las largas horas en la fragua.
—Que tengas un buen viaje —dijo, posando la mano sobre la espada que ella llevaba—. Nosotros también partiremos… a Eyda, en el continente central.

Arog arqueó una ceja.

—¿Al continente central? Creí que detestaban la vida de ciudad.

Un murmullo de risa escapó de Yorm, mientras le daba una palmada en el hombro.

—Es cierto… pero surgió una oportunidad. Mejor que lo explique el muchacho.

Hadrik vaciló, pero al final habló, con orgullo teñido de humildad.

—Hace unos días llegó una viajera extraña. Tenía figura humana, pero su piel era negra como el carbón y estaba cubierta de escamas. Resulto que era un Dragón. Me contó que trabajaba como herrera en la capital del Monolito y que había venido en busca de Lathón para forjar el equipamiento de los Custodios. Señaló mi falta de técnica… pero también me alentó a presentarme con un viejo colega suyo, para que perfeccionara mi arte.

Arog dejó escapar una media sonrisa.

—Una dragona herrera del Monolito aparece de pronto y te ofrece semejante oportunidad… solo falta que un fragmento del propio Monolito te caiga del cielo en forma de martillo. Y pensar que querías rendirte porque se te resbalaba el martillo en tus primeros días.

Yorm rompió en carcajadas, Agnes se cubrió la boca intentando contener la suya, y Hadrik, rojo de vergüenza, exclamó:

—¡¿Por qué tienes que recordarme eso?! ¡Estaba agotado y no lo decía en serio!

Incluso Arog soltó una carcajada, rara en ella. Los Ferhandr, sorprendidos, se alegraron de verla reír.

Al amanecer, Arog vistió la armadura ajustada y ató la espada a su espalda. En el límite de la aldea, donde el sendero se bifurcaba hacia las tierras centrales y la frontera salvaje del este, se abrazaron una última vez.

El viento llevó sus voces como promesas, no como despedidas:

—Te estaremos esperando. No nos olvides.

Arog volvió el rostro hacia el este. Con el peso del acero y de la incertidumbre sobre los hombros, caminó hacia lo desconocido, cada paso resonando entre la nieve y los árboles, una mezcla de temor y determinación grabada en su mirada.

Capitulo VI: Al este

El norte no eran tierra salvajes, su amenaza era más sutil: noches oscuras y heladas, mañanas en que el aliento se congelaba en el aire y días enteros sin encontrarse con un alma viva. El viaje había sido una sucesión de pasos sobre la escarcha y susurros del viento entre los troncos; ni caravanas, ni aldeas, apenas rastros apagados de cazadores solitarios y encuentros puntuales con algún animal salvaje. Pues el norte es soledad, silencio y frío.

A medida que Arog avanzaba por los solitarios senderos que serpenteaban hacia el este el frío se hacia más tenue. La nieve se desgranaba en manchas aisladas, y el bosque mostraba claros de tierra húmeda y raíces retorcidas. El viento arrastraba un silencio inquietante.

El silencio se quebró con un rugido.

Dos figuras enormes emergieron de entre los pinos, más anchas que cualquier hombre. Eran ursinos salvajes: mezcla de oso y hombre, pelaje blanco surcado de cicatrices, colmillos amarillentos asomando de mandíbulas torcidas. Sus ojos brillaban con un odio primitivo, y el vapor de su aliento helaba el aire. El hedor a sangre seca y pelo húmedo se pegó en la garganta de Arog.

El primero cargó con un bramido. La tierra vibró bajo sus zancadas. Ella apenas tuvo tiempo de alzar el mandoble. El impacto fue brutal; la armadura retumbó como un tambor y el aire se le escapó de los pulmones.

El segundo embistió de inmediato, más ágil. Arog apretó los dientes, el cuerpo adolorido, y despertó Inamovible. Plantó los pies en la tierra, los hombros firmes tras la armadura. La bestia chocó contra ella, y rebotó como contra roca.

La joven soltó un gruñido y devolvió el golpe. Su acero descendió en diagonal, mordiendo hombro y costilla; el hueso crujió bajo la hoja, aunque no lo suficiente para abatirlo. El primero aprovechó su distracción y la golpeó de costado; la tierra giró y rodó entre las hojas húmedas, escupiendo sangre al reincorporarse.

—Resiste —recordó las palabras de Yorm retumbando en su mente.

El segundo alzó la zarpa. Garras negras, largas como cuchillas. Cayó sobre ella con violencia. El acero chilló, las placas de la armadura rechinaron, el golpe le sacudió hasta los huesos. Aprovechó el instante y giró el mandoble, hincando el filo en el muslo de la bestia. El rugido fue un trueno a quemarropa; el aliento ardiente le golpeó la cara.

El otro ursino volvió a embestir, torpe pero brutal. Arog clavó la espada en la tierra y se irguió tras ella. El impacto fue devastador; sus brazos ardieron de dolor, las costillas vibraron como si fueran a romperse. Pero no cedió.

El aire era fuego en sus pulmones. Cada músculo gritaba. Y aun así, se mantuvo erguida.

Los ursinos dudaron. Uno sangraba por el pecho, el otro cojeaba, los dos jadeaban. Tras gruñir con furia, retrocedieron. Sus siluetas blancas se fundieron con la espesura.

Arog permaneció de pie unos segundos más, tambaleante. Luego cayó de rodillas. El eco de la batalla ardía en sus huesos. Apoyada contra un tronco, soltó una risa amarga.

—Ahora entiendo por qué Hadrik me comparaba con ellos… —susurró, secándose la sangre de la boca.

Cerró los ojos un instante, solo para recobrar aliento. Cuando los abrió de nuevo, ya no estaba sola.

Un elfo anciano de piel morena, de estatura baja pero firme, con un atuendo elegante que parecía estar modificado para viajar, estaba de pie a pocos pasos. Sus tatuajes verdes trazaban patrones en espiral por brazos y cuello, semejando enredaderas, aunque su mirada era serena. Una cantimplora colgaba de su cinturón, y en la mano sostenía una pequeña botella de cristal verdoso.

—Así que tú fuiste la que espantó a esos ursinos —dijo con voz suave.

Arog tensó el mandoble.—¿Qué es lo que quieres?

El viejo se acercó y se agachó frente a ella manteniendo con una sonrisa.

—Felicitarte, debes ser fuerte para plantarle cara a dos de esos. —El elfo le acercó la botella al rostro. — Anda, tomatela, recuperarás tus fuerzas… y sabe a miel.

El aire se impregnó de un aroma familiar a hierbas. Arog recordó los brebajes que Agnes solía prepararle. Dudó un instante, pero bebió. El líquido ardió en su garganta antes de dejar un calor vigorizante que calmó su dolor y cerró algunas heridas superficiales.

—Gracias, mi nombre es Arog Táyron. ¿Y tú? —preguntó, sorprendida por el efecto.

—Soy Teurel, de la Destilería —dijo casi de un tirón, mientras sacaba otra botella de su mochila con movimientos rápidos—. Llévala, esta no tiene miel, sabrá a madera, pero te ayudara.

Arog la recibió y se puso de pie. —Eres un elfo selvático, ¿qué te trae al norte? Entiendo que no son fanáticos del frío.

—Solo viajaba para distraerme un rato. Y veo que vas al este, ¿no? —replicó mientras se incorporaba con la misma energía con que se había agachado.

—Así es, debo llegar al páramo. No tengo mucho que ofrecerte como agradecimiento, pero si pasas por Montr, di que vas de mi parte y te ayudarán en lo que necesites.

Teruel sonrío mientras acomodaba su mochila y bebió un largo trago de su cantimplora.

—Ten cuidado allá: la selva es insaciable . Busca a los míos y ellos te ayudarán.

Se despidieron, y cada uno tomó su rumbo. El elfo se alejó con pasos muy ágiles para su edad, parecía tener prisa.

—¡Ah, y si ves árboles negros, no te acerques! ¡No son solo árboles! —exclamó desde la distancia.

Antes de que Arog pudiera responder, él ya se había desvanecido entre la espesura, ligero como un venado.

Horas después, Arog alcanzó la grieta. El horizonte se cortaba en un abismo que se perdía en la oscuridad infinita. El viento subía desde las profundidades como un lamento antiguo. Solo un puente colosal, de piedra y hierro, unía el norte con el Este.

Cada paso sobre la estructura resonaba en su pecho. Bajo sus botas, el vacío parecía devorar el mundo. Recordó las palabras de Magnus:

—Tras su llegada, el Monolito agrietó la tierra creando lo que ahora conocemos como los cinco continentes.

Al llegar al otro lado, el aire cambió. El frío quedó atrás, sustituido por una calidez húmeda. Los insectos zumbaban, los pájaros cantaban en lo alto de los árboles desmesurados, y cada planta parecía viva, agitándose como si buscara reclamar su espacio.

Arog respiró hondo. Había cruzado el límite del mundo que conocía. Y ahora, la selva aguardaba, hambrienta, dispuesta a desafiar a quien se atreviera a adentrarse en su territorio.