Capitulo I: Resiliente
En las montañas del norte, bajo la ventisca, una silueta avanzaba por la ladera. Era un hombre de hombros anchos, el cabello castaño recogido hacia atrás y la barba corta salpicada de escarcha. Tatuajes negros se enroscaban por su brazo izquierdo, medio ocultos bajo un manto gastado por los años. En sus ojos se leía la fatiga de un soldado.
El crujido de sus botas se mezclaba con el aullido del viento, hasta que un estruendo lo obligó a detenerse. La montaña rugió, lanzando rocas y nieve ladera abajo. El sendero quedó sepultado. Sin otra opción, se desvió entre riscos y abetos cubiertos de escarcha.
Fue entonces cuando lo vio: manchas oscuras sobre la nieve. Huellas desordenadas. Un rastro de sangre que el viento aún no había borrado. Lo siguió con paso alerta, cada paso hundiéndose en el silencio helado.
El rastro lo condujo a una cueva. Dentro, un cadáver orco yacía medio enterrado en la nieve. En sus brazos congelados, su cría.
—Por el Monolito… — murmuró, inclinándose con incredulidad.
—Una niña… ¿Cómo sigues con vida?
La piel del infante estaba enrojecida por el frío, sus puños temblaban contra el aire. Con manos rápidas, la liberó del abrazo rígido y la cargó bajo el manto, apretándola contra su pecho mientras la ventisca rugía afuera.
Más tarde, dentro de la cabaña, el calor del fuego los envolvió. Él sopló una cucharada de sopa hasta que dejó de humear y se la acercó.
—¿Hambrienta, pequeña? —preguntó.
Ella tragó débilmente. El hombre la observó, sobrecogido: cabello carmesí, lineas rojizas que surcaban su piel verde como tatuajes, y unos ojos naranjas que brillaban como brasas. Cuando le tendió un dedo, la niña lo atrapó con una fuerza sorprendente.
—Necesitarás un nombre… —vaciló, un recuerdo agitando la memoria. —Arog. En la lengua antigua significa “Resiliente”. — Apretó la diminuta mano de la niña. —Creo que te queda bien.
Magnus pasó un rato jugando torpemente con Arog: le ofrecía un dedo, hacía muecas inseguras, murmuraba palabras sin sentido. Una emoción extraña lo agitaba, la sensación de que la vida le daba una nueva oportunidad, aunque no supiera para qué.
Cuando la ventisca mermó, descendió con la niña a cuestas hacia el pueblo de Montr hasta llegar a un salón de madera incrustado contra la roca. Alzó una mano entumecida y golpeó.
La puerta de roble se abrió y en el umbral apareció una figura tan vasta como un peñasco.
Yorm Ferhandr. Mercenario gigante, rozando los tres metros. Su barba negra estaba trenzada con anillos de hierro, y sus brazos desnudos desafiaban la mordida del invierno, como si retara a la tormenta misma. Su sola presencia irradiaba el calor del hogar que ardía tras él.
—Magnus Táyron. —La voz de Yorm retumbó como tambor—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas? —Sus ojos se clavaron en el bulto que cargaba Magnus—. ¿Qué es eso? ¿Ahora eres padre?
Soltó una carcajada, pero se interrumpió al ver el gesto severo de Magnus.
—¿Qué…? —parpadeó—. ¡Por el Monolito, traes un bebé ahí!
Magnus asintió apenas. —La encontré en el bosque.
El rostro del gigante se suavizó. Se apartó y los invitó a entrar. Dentro, el salón olía a carne asada y brasas. La risa de un niño llenaba el aire, blandiendo un hacha de madera torpemente. El cabello rubio se le pegaba sudoroso a la frente, y sus ojos castaños brillaban con determinación.
—Mira a Hadrik —dijo Yorm con orgullo—. Cuatro inviernos y ya cree estar listo para la guerra.
El niño se volvió y sus pasos tambaleantes lo llevaron hasta Arog. Arrastraba el hacha por el suelo y estiró la mano hacia el manto. La pequeña balbuceo y se aferró al mango del arma.
—¡Ja! ¿Viste eso? —rió Yorm—. También esta lista para la batalla.
Magnus bajó la voz, incómodo. —No puedo dejarla a su suerte. Pero criarla… no sé cómo hacer eso. Vine a pedirte consejo.
Yorm le puso una mano en el hombro y sonrió. —Criar a un hijo es como blandir acero. Maldecirás, sudarás, pero aprenderás. Aliméntala, enséñale, ríe con ella. Y crecerá fuerte. Más fuerte que cualquier arma que forjes.
Extendió los brazos. —Déjame verla.
Magnus vaciló, luego la entregó. El la sostuvo con una ternura inesperada. —Vaya… —murmuró. —Fuerte agarre, mirada firme. Esta pequeña promete. Quizá debas entrenarla.
Arog tiró de su barba y Yorm soltó otra carcajada. —¿Ves? Valentía pura. Y bien, ¿ya le diste nombre?
—Arog —dijo Magnus.
Yorm arqueó una ceja. —¿Lengua antigua? — Lo miró con un destello de sorpresa y algo más. —No sabía que tenías esos conocimientos, viejo amigo.
A la mañana siguiente, en la cabaña, Magnus caminaba de un lado a otro con la pequeña en brazos. El ceño fruncido le marcaba arrugas más hondas de lo habitual.
—¿Por qué no dejas de llorar? —rezongó, impotente.
La puerta chirrió y un soplo de aire helado trajo consigo a Agnes, la esposa de Yorm. Unos copos derretidos se deslizaban por su cabello rubio, sus ojos blancos como la nieve y su atuendo de cocinera bajo su abrigo.
—Eso es porque la sostienes como si fuera un hacha —dijo con una risa suave.
Magnus le lanzó una mirada torva. —Es incluso más pesada. ¿Qué haces aquí, Agnes?
Ella se acercó sin pedir permiso, tomó a la niña con naturalidad y la acunó contra su pecho. Tarareó una melodía apagada. En cuestión de segundos, Arog dejó de llorar. Sus manitas se relajaron, los párpados cayeron como si hubiesen esperado ese arrullo.
Magnus abrió la boca, sorprendido, pero no halló palabras.
—Yorm me habló de ella —comentó Agnes, acariciando la mejilla tibia de la niña—. Y también me dijo que seguramente ibas a necesitar ayuda. Parece que no se equivocó.
Magnus gruñó y apartó la mirada, pero cuando volvió a fijarse en el rostro dormido de la criatura, sus ojos se suavizaron sin remedio.
Los inviernos pasaron. Entre el calor de la cabaña y el bullicio de la posada de Agnes, la niña fue creciendo, siempre con Magnus cerca y el eco de Yorm resonando en cada consejo. Cuando cumplió diez inviernos, ya no era solo la criatura temblorosa hallada en la ventisca, sino una muchacha despierta, testaruda y con más apetito que los leñadores del pueblo.
La posada bullía de voces y risas. En la cocina, Arog se balanceaba en un taburete mientras roía un hueso casi tan largo como su brazo.
—Un día de estos me vas a dejar sin negocio, querida — dijo Agnes con una sonrisa mientras cortaba verduras y se quitaba el sudor de la frente.
Al notar esto la pequeña saltó del asiento, tomó un cuchillo y empezó a trocear las verduras con rapidez. —Puedes tomarte un descanso, tía Agnes. Yo te ayudare a cocinar —replicó Arog con seriedad.
Agnes arqueó una ceja y su sonrisa se hizo más grande. —¿Ah, sí? ¿Y desde cuándo sabes cortar verduras?
—Papá me enseñó — respondió sin levantar la mirada
Yorm asomó la cabeza por la puerta, la barba cubierta de nieve. —Con cuidado, muchacha. Los dedos no vuelven a crecer.
—Bienvenido tío Yorm —dijo Arog. Dejó el cuchillo, tomó un cuenco con un poco de carne y se lo tendió. —Te guardé un poco.
Agnes la observó, sorprendida, e intercambió una mirada con Yorm, que parecía igual de impresionado. Al cabo de un momento, sonrió con ternura. —Bueno… eres la hija de un soldado gruñón, pero también de un buen hombre. No esperaba menos.