Pobre Poeta de Siempre

El poeta se despierta y se sabe que es poeta.
Mira el cristal,
que él mismo ha destrozado,
y escribe unos versos rutinarios al alba,
que a ratos se transforma en crepúsculo.

El poeta, antes de salir, lee ciertos poemas
y reescribe los suyos, que ya no le pertenecen.

El poeta mira al chofer de gafas oscuras e
intenta buscar su compasión con su Buenos días;
pero no,
sus ojos ojerosos, ocultados por las gafas,
más resplandecientes que el poeta,
le dicen que no,
y el poeta salta el torniquete.

Mira a todos, y él es especial; mis pensamientos,
piensa, son más elevados que todos.

Por el retrovisor, el poeta, mira al chofer,
tácito y soñoliento, y le dedica un soneto,
malo o no, quedará en el olvido del pensamiento.

El poeta baja y se le olvida decir gracias,
pues volverá a verlo, y
sus sueños chocarán en el recuerdo.

El poeta llega y barre las hojas.
El único momento del día en que el poeta
es feliz y él no lo sabe.
No piensa ni sobre-piensa.
Sus ojos se ocupan, y así debería ser,
de barrer las hojas del mismo jardín de siempre,
mas no sus hojas, cambiantes e imberbes,
perfectas en el sentido,
que el poeta no lo entiende,
y barre, haciéndolo para no perder su empleo:
su único pensamiento.

El poeta llega, cansado,
a saltar el torniquete,
olvidando las buenas noches.

Hoy se ha sentado y a soñado lo mismo de siempre:
sin embargo lo ha olvidado.

Llega, pobre poeta, a leer unos versos
y a escribir su ultima esperanza.

Duerme, no sin frío, lo que sería su mismo sueño:
llegar, acaso, a ser poeta.

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