Por los que no escribieron

POR LOS QUE NO ESCRIBEN.

(El cuento del niño llorón, andrajoso y solitario).

Advertencia/ trigger warning: este texto contiene escenas y expresiones que podrían herir la sensibilidad del lector.

“Qué pintas llevas siempre”, me recriminaba la sargenta. Y es verdad que las llevaba. Puro andrajo que contribuía a esconder mi cuerpo y que, a ojos vistas, daría a pensar al observador de la calle que en la familia no teníamos dinero. “¡Qué pena, con la ropa tan mona que tienes!”, se lamentaba, rasgándose las vestiduras. Para ella, que alguien externo pudiera pensar que su hija era una ruina humana y que en la familia éramos pobres representaba un gran peligro.

Es verdad que yo me vestía a propósito así, y no realmente por desafiar a mi madre (la sargenta). Yo no sabía por qué hacía eso. Cómo iba a saber a mis catorce-quince años que había un niño dentro de mí tratando de expresarse a gritos. La sargenta, para no variar, nunca pensó que el fenómeno podría tener causas internas, y menos aún que dichas causas la implicarían directamente a ella en el “delito” que tanto condenaba.

Tampoco pienses que yo me vestía con harapos. Aunque, quizá, de haber tenido harapos a mano en casa, me los habría puesto. Pero no. El drama de mi madre era verme con un pantalón de chándal negro y una camisa vieja de color marrón que no le pegaba y quizá tenía algún roto. Con los años pasé de “andrajosa” a “hortera”, aunque admito que eso sí fue un poco para joderla.

Mi madre sufrió múltiples privaciones materiales en su infancia. Era la menor de cinco hermanos, y toda la ropa que se ponía era heredada. Mi padre comentaba con guasa que, la primera vez que él vio una foto de mi madre cuando era pequeña, la llamó “hospicianita” y ambos se rieron mucho. Porque mi madre de niña parecía así: una pobre huerfanita que llevaba vestidos viejos de cuadros que no eran de su talla, con una pinta andrajosa.

Con la mejor intención, la sargenta se aseguró de que su hija no padecería lo mismo. Y, sin darse cuenta, me usaba a mí (la mencionada hija) para suplir antiguas necesidades suyas sin resolver. Me peinaba con dos trenzas en el cabello, pero no dos trenzas pelonchas como las suyas, sino a lo chic, con un semi-recogido impecable. Como mi padre ganaba dinero en abundancia, me compraba conjuntos de ropa que combinaban según su gusto. A mí jamás me preguntaba qué ropa me gustaba; la elegía ella. Y yo… pues la verdad es que tampoco le daba mucha importancia a la ropa, así que todo ok, pero tampoco era consciente de que esa “ropa mona” no era lo que los demás niños solían llevar. Niños que seguramente sí elegían el chándal de los ewoks o la sudadera de su color preferido sin floripondios ni filigrana de nido de abeja. Quizá yo sí era vagamente consciente de esto, porque sentía rechazo de otros niños y a veces traté de expresar que no me gustaba algo de lo que la sargenta elegía… pero ah, a ella no podías oponerte; a la menor resistencia que presentabas te atizaba con el martillo pilón, aparte de asegurarse de que tuvieras claro lo repugnantemente desagradecida que tú eras como ser humano.

La sargenta se centró toda mi infancia en satisfacer las necesidades no resueltas de la suya. Cada niño tiene sus necesidades, y a ella las mías le importaban un cuerno. No existían, nunca existieron. “Al menos tenía buena intención”, dirás, pero piensa: ¿qué padre hace salvajadas por mala intención? Los actos atroces vienen por ignorancia y por pérdida de control, aunque en mi casa el paradigma de la pérdida de control era mi padre.

Un niño no es consciente de que no le están permitiendo ser. No es consciente de que le están agrediendo o maltratando; sólo quizá siente que algo va mal y no sabe qué es. Con el tiempo, concluirá que ese “algo malo” es él mismo.

Cuando uno sabe que algo va mal pero no sabe qué hace mal para que eso pase, uno siente impotencia, tristeza y ganas de llorar. Si la sargenta me veía llorar, me echaba en cara que yo no era feliz cuando (materialmente) lo tenía todo. No había forma de que ella entendiera que un niño tiene necesidades emocionales también; necesidad de ser escuchado, de ser atendido, de que le permitan ser, de que le protejan. Y como, además, yo era incapaz de explicar los motivos del llanto cuando ella me interrogaba, su conclusión era que yo lloraba por nada, así que solía amenazarme con darme un motivo (ya entiendes, me amenazaba con pegarme, con darme una paliza).

Ojalá hubiera sabido de niña lo que me hacía llorar realmente, y no ahora que tengo cuarenta y cinco años. Ojalá le hubiera podido gritar que sus necesidades no eran las mías, que yo no necesitaba lujos materiales sino simplemente ser, y espacio y amor.

Un niño necesita, si no es amor incondicional, que al menos le amen como él es. Sin embargo, en mi casa, cuando no cumplías las expectativas de la sargenta, ella dejaba de quererte y no escatimaba en demostrártelo. Si tenías reacciones que no eran las deseadas por ella, o ella no entendía tus reacciones, no escatimaba en dar la vuelta a la veleta del amor. Yo nunca sabía hacia qué lado soplaba el viento.

Expresar tristeza no se me permitía. Estar sola, tampoco. Mi madre me obligaba a salir porque yo “tenía la suerte de tener una casa con jardín”. Mi necesidad de soledad no la entendía, le molestaba y la anulaba completamente. A mis cuarenta y cinco años sigue viva la niña que necesitaba soledad, así que apenas salgo de casa… ahora que por fin tengo un hogar.

Toda pulsión vital que es anulada en un niño, toda necesidad reprimida, vuelve a ese niño en la adolescencia en forma torticera, esto suele ser: en forma de compulsión. Fue de adolescente cuando empecé a “gritar” con “pintas andrajosas”, y cuando trasladé la fantasía del hogar seguro a la comida. Quizá para un foráneo de mi alma resulta difícil entenderlo, pero sólo me sentía a salvo comiendo. Escondida, a solas, con orgías de comida y calor humano, creando una coraza de carne que me protegiera y satisfaciendo por una vez necesidades propias y no de otros.

Desde muchos años antes mi padre sufría una compulsión con el alcohol y perdía el control. Él fue muy maltratado en su infancia, terriblemente maltratado. No había otra forma para él de darle rienda suelta a toda la energía de violencia sin procesar. Yo estaba asustada por los arranques violentos suyos, habituales, que cursaban con tirar estanterías y otros objetos que hacían estruendo, romper vajillas enteras, gritar, insultar con fundamento a pesar de no vocalizar apenas. La coraza de carne era lo que más protegía de toda amenaza en el seno familiar, ¡y lo gracioso es que no protegía! Pero al menos era lo único que REPRESENTABA protección. En el entorno familiar no protegía nadie al niño ni al adolescente. La sargenta lloraba por las esquinas porque mi padre la engañaba. Le traía sin cuidado que él nos apuntara con una pistola (en verdad nos apuntaba, no es una forma de hablar), o que se apuntara él mismo; que nos encerrara en una habitación, que no nos permitiera contestar al teléfono, que tuviéramos que huir de él y cerrar nosotras la puerta del dormitorio por la noche, atrancándola. Eso se le olvidaba pronto. Es increíble, realmente increíble, que ella como madre jamás pensó que un niño que vive asustado necesita ser protegido. Nunca me sacó de esa casa. Nunca estuve en un lugar seguro donde no sintiera que peligraba mi vida.

“No necesito lujos materiales, necesito protección”, gritaba el niño andrajoso en el cuerpo gordo y deforme de la adolescente. La sargenta levantaba la cabeza y veía a la hospicianita en el adolescente andrajoso, y se apresuraba a volver a matarla, a aniquilarla, pues en la niña hospiciana vivía el dolor secreto e insoportable para ella. Ya lo mató una vez; no iba a dejar que viviera de nuevo en su hija; la sola posibilidad de revivirlo era aterradora. De modo que sacaba todo su arsenal de armas para rechazarme, negarme, señalarme, condenarme y sepultar todo resquicio de mí.

Y así, día a día la sargenta comentaba con dramatismo: “qué pintas llevas, qué pena, con la ropa tan mona que tienes”. “Qué pintas llevas”, “deja de llorar o te daré un motivo; lo tienes todo”, “qué pena lo gorda que te has puesto a tus catorce años, con lo mona que tú eras”, “tu padre es un gran cabrón que se ha liado con su secretaria”.

Mi padre, por su parte, veía en mí al niño llorón suyo que también fue eficientemente aniquilado a su tiempo, repetidamente maltratado. Se ponía muy violento al verme llorar (se defendía). “PARA DE LLORAR. ¡¡PARA DE LLORAR!!”. “Qué asco de criatura”, me decía desde que yo tenía seis años. Fuera de eso, era un padre amoroso, pero nunca sabías cuándo se volvería Mr. Hyde o cuándo el alcohol iba a poseerle. Lo mismo que con la veleta de la sargenta: uno no podía saber hacia qué lado soplaría el viento, si tal día sería querido u odiado o si sufriría indiferencia. Uno nunca sabía qué hizo mal, ¿sabes por qué? Porque lo único que como niña yo hice mal, es decir, lo que motivaba toda esa barbarie de la que nadie habló jamás, era simplemente SER.

La primera autolesión me la hice a los catorce años, a solas, con un cutter, en la pierna, después de que mi madre me hubiera gritado e insultado a conciencia por no entender algo de matemáticas. Me asusté muchísimo, pero sentí alivio al ver en mi cuerpo la herida que hasta el momento había sido invisible. Y por primera vez conseguí lo que me exigían: parar en seco de llorar.

El primer intento de suicidio lo cometí un 26 de octubre a los dieciocho años. Fue bastante serio, no un juego de manos; tomé TODA la medicación que encontré en casa, quería realmente acabar conmigo. La sargenta me llevó a un loquero cuando me dieron el alta en el hospital después de varios días ingresada; me dijo que iba unas horas a la consulta de un psiquiatra, y mientras yo estaba en dicha sesión, dejó mi maleta en la sala de espera y se fue. La cobarde hija de puta me abandonó ahí; lo supe cuando salí y no la vi, y dos celadores vinieron a buscarme poco después para “ir a cenar”. La sargenta justificaría el abandono más adelante, o lo intentaría, por supuesto; “¡no sabíamos qué hacer, te habías intentado matar! ¡Era lo que me aconsejaron que hiciera!”. Lo siento mucho, pero yo soy responsable de mi hijo tanto como para al menos protegerle, no maltratarle, no rechazarle, no abandonarle. Soy responsable de mi hijo lo bastante para no culparle de haber querido morir. Evidente que, durante los tres meses que pasé en ese manicomio, nadie, absolutamente nadie, habló a los psiquiatras de lo que había venido ocurriendo en casa ni mostró una mínima voluntad de responsabilidad en ese asunto. Todo fue declinado en mí, que para entonces tomaba en el loquero catorce pastillas diarias entre antidepresivos, ansiolíticos y ergotamina para que no me bajara la tensión arterial por los dos primeros. Simplemente, yo me intenté suicidar porque tenía algo llamado TLP, y ya está; ahí nadie provocó nada, la tara era sólo mía. Se desentendieron. Me maravilla que haya sido capaz a mi edad de liberarme de toda la impotencia, todo el dolor y todo el odio que la herida de la injusticia suscitó entonces. Ni siquiera yo era capaz de articular mi verdad verbalmente para explicárselo a nadie; estaba sola, en el entorno de la salud mental de entonces, en un psiquiátrico donde era imposible que uno se sintiera a salvo.

No es justo. Aún a día de hoy tengo miedo de llorar por si acaso no puedo parar nunca. No sé cómo vestirme correctamente y tengo dudas relámpago sobre lo que en cuestión de apariencia se espera de mí. Aun a día de hoy siento asco por mi propio cuerpo. Aún tengo algún atracón de comida, y me obligo a decirme a mí misma, conscientemente, que mi hogar ahora es seguro. Me lo digo muchas veces al día para ver si por fin me cala en el alma y dejo de tener miedo, porque el miedo de un niño va por libre aunque el entorno cambie.

Menos mal que yo no he tenido hijos. Me hubiera gustado ser madre, pero como madre yo habría sido un amasijo de monstruos y necesidades sin resolver. Jamás correría el riesgo de intentarlo y menos por egoísmo.

Ten en cuenta que todas estas cosas uno logra escribirlas cuarenta años después de que le ocurran, si es que puede hacerlo alguna vez. Imagínate todo lo que uno no llega a escribir nunca. Todo lo que algunas personas no llegarán a escribir nunca.