1.Silencio
El crujir de los huesos al aplastarse bajo las botas resonaba en la llanura. Los cruzados de la Cofradía de la Purificacion caminaban entre los cuerpos amontonados, buscando objetos de valor para llenar las arcas de su intimidante y militarizado carromato. El hedor a podredumbre y sangre se filtraba a través de los sucios yelmos de los ejecutores, quienes ni se inmutaban debido a la rutina. Purgar a los herejes en nombre del Sumo Divulgador era su cometido y la más alta prueba de fe hacia el único y verdadero dios, Aelthor.
Con el sol ocultándose tras las montañas, las oscuras figuras volvían al terroso sendero que separaba las montañas de cadáveres. El imponente carruaje aguardaba, sus telas negras ondeando, las cadenas tintineando y las gruesas ruedas de ébano listas para avanzar. Al frente yacían encadenados aquellos infieles con mejores cualidades físicas, elegidos para tirar del carro y ofrecer su dolor como muestra de fe para impedir su ejecución. Halden fue el último de los seis en subir al transporte y sentarse en uno de los dos bancos enfrentados en su interior.
La cofradía prohibía quitarse el yelmo en presencia de otros, era sacrilegio capital, por lo que identificar a su hermano Tristán de entre los otros miembros no era tarea fácil. Por suerte, la escasa luz que se colaba por las grietas de las paredes le permitió fijarse en un pañuelo que envolvía la muñeca de uno de los presentes. La prenda, tiempo atrás, había sido de un blanco puro con un delicado bordado dorado. Perteneció a su madre hasta el momento en el que los hermanos fueron reclutados para servir a la Iglesia de la Resiliencia Infinita. Desde que tuvieron uso de razón, habían sido instruidos en los dogmas de la Iglesia y, llegado el momento, abrazaron con orgullo y honor el llamado a la servidumbre.
Los recuerdos invadieron los pensamientos de Halden: las competitivas carreras hasta el río junto a su hermano, el refrescante aroma del pasto mojado tras una noche de lluvia, la mirada de orgullo de su padre cuando alzó por primera vez una espada… Los detalles se habían deteriorado con los años, pero no la reconfortante sensación de calidez que le provocaban. A diferencia de su hermano, necesitaba recordar cada día que la felicidad existía, a pesar de que él ya no la experimentara. No podía permitirse el lujo de tener emociones; de ser así, ya se habría colgado hace tiempo. Incontables niños habían exhalado su último aliento con el filo de su espada atravesándoles el corazón, mujeres suplicando clemencia con sus últimas palabras, hombres esparciendo sus intestinos en vano. Los gritos de agonía ya no resonaban en su cabeza, ni el sentimiento de culpa que en sus primeras noches como cruzado le impedía dormir. Solo notaba un tenso vacío, mantenido unido únicamente por la fe.
El carromato osciló, emitiendo un leve gemido. La vibración no inquietó a los cruzados, pero sí logró arrancar a Halden de sus recuerdos. Observó detenidamente a sus compañeros: dos yacían en un sueño profundo con sus robustas espadas descansando sobre el pecho. Tristán se entretenía extrayendo los restos de piel, carne y pelo atrapados entre las púas de su mangual. Los dos restantes rezaban en posición de oración, revelando uno de ellos una cadena que sostenía un Aelthorium. Los entrelazados círculos decorados con llamas simbolizaban la eternidad, la continuidad y la purificación.
Hacía horas que la extensa llanura se había desvanecido en el horizonte, junto con los últimos destellos crepusculares. La caravana se internaba en un bosque denso, donde los árboles se alzaban como centinelas tapando el cielo nocturno. En el carromato, farolillos colgantes bailaban al capricho de la senda irregular, sus llamas parpadeantes luchando contra la oscuridad mientras devoraban los últimos vestigios de cera. Un viento impetuoso azotaba las copas de los árboles, susurros de una tormenta inminente. El agotamiento de los condenados que arrastraban el furgón se reflejaba en sus semblantes demacrados y en el ritmo menguante de su marcha. Sin embargo, la compasión no encontraba lugar en el corazón del carretero; sus gritos de ira y el chasquido cruel de su látigo desgarrando la carne viva resonaban en el silencio del bosque. A lo lejos, una débil luz revelaba una ermita desgastada por el tiempo, un remanso en la noche para cobijar a sus fieles tropas.
Se detuvieron en el lateral de la ermita. Al descender del transporte, les recibió un anciano con un largo hábito blanco descosido por la parte inferior de la cual asomaban unos descuidados pies cuyas uñas no tenían nada que envidiar a las de un orgunt. La puerta abierta filtraba una luz cálida y un tentador aroma a cocido que despertó el apetito de Halden. El anciano, de aspecto frágil y manos huesudas, se acercó frotándoselas con gesto ansioso.
—Pasad , pasad. — insistió con voz débil. —Abasteceos y disfrutad de las recompensas que nuestro Sumo Divulgador os concede por vuestra encomiable fe. — añadió con tono pícaro, mientras una sonrisa repulsiva dejaba entrever sus escasos y sucios dientes.
Algunos miembros de la tropa murmuraban de alegría bajo sus yelmos, pero otros, como Halden, permanecían en silencio. Era una práctica común de la que en anteriores ocasiones se había servido para evadirse o incluso desahogar sus frustraciones. Sin embargo, desde hacía meses ni el cálido cuerpo de una mujer lograba templar su álgido interior.
Al adentrarse en el recinto sagrado, una atmósfera de humildad y serenidad recibió a Halden. Las paredes de piedra gastada y los techos bajos de vigas de madera brindaban una sensación de seguridad y protección, aunque evidenciaban la falta de lujos. La iluminación procedía de antorchas dispuestas en las paredes, cuya luz parpadeante proyectaba sombras danzantes sobre los rincones oscuros del lugar. Se dirigió con determinación hacia la mesa de madera en la que reposaba una gran cacerola, causante del sabroso olor que invadía la estancia. A su lado, una joven de piel rosada y cabellos dorados esperaba de pie cabizbaja con un plato ya servido en sus delicadas manos. A pesar de tener la misma edad que él cuando lo reclutaron, ella era la mayor de todas las presentes. Las demás permanecían alineadas contra la pared, erguidas y con los ojos clavados en el suelo. Nacer en una familia pobre que no podía mantener a otro hijo a menudo resultaba en la adopción bajo el manto de la iglesia. La institución se encargaba de buscarles un lugar en el que sacarles utilidad y, en el caso de las niñas, su función era servir y ser usadas para satisfacer a sus miembros.
Tras recoger su comida, Halden escudriñó las habitaciones que se extendían a lo largo de un pasillo sombrío, apenas iluminado por los débiles destellos provenientes de la habitación principal. Antes de retirarse, se cercioró de que podía relajarse durante unas horas, observando cómo la mayoría de sus compañeros esperaban en fila para recibir su ración de alimento. Mientras tanto, otros, incluido su hermano, se entretenían decidiendo con quién compartirían la noche. Con un ligero susurro de aprobación para sí mismo, Halden avanzó hacia la puerta más alejada del corredor. El cuarto resultaba diminuto, apenas suficiente para albergar una estrecha cama, un modesto escritorio con su sencillo taburete y un tímido espejo de pared. Las gruesas paredes de piedra, desprovistas de ventanas, obligaban a depender de un par de velas dispuestas sobre la superficie de trabajo para disipar las sombras que inundaban el espacio. Para el cruzado, sin embargo, aquella escena evocaba una sensación de acogedora comodidad. Después de una jornada agotadora, lo único que ansiaba era el reconfortante calor de un plato de cocido y el abrazo suave de un lecho mullido.
Apartó el plato de cocido, cuyos vapores aún danzaban en el aire, sobre el escritorio y procedió a despojarse de la pesada armadura. El yelmo, negro como el carbón más puro y adornado con puntas que semejaban una corona de espinas, fue la primera pieza de la que se desprendió. Las greñas castañas, descuidadas y sucias, cayeron sobre los hombros de Halden. Su barba oscura iba a juego con la suciedad que ennegrecía su tez, originalmente clara, pero ahora manchada por el sudor y el polvo que se había colado por los orificios de la celada. Sus ojos reflejaban agotamiento. El blanco que rodeaba el gris del iris se encontraba de un tono rosado por la fatiga. El sombrío semblante se veía reforzado por unas profundas ojeras, vestigios de un sueño interrumpido y un peso que apenas podía soportar.
Desató con parsimonia las correas que le aprisionaban pecho y hombros bajo el peso de la armadura. Cada placa de acero negro, marcada tanto por el combate como por la fe, fue retirada con delicadeza. Ornamentos religiosos y señales de rango se entrelazaban en el metal : un imponente Aelthorium se erguía en el centro del peto, irradiando autoridad divina; el emblema de la división militar de la Iglesia, un cáliz desbordante de espadas y enmarcado por espinas, se imponía sobre su corazón, recordándole su deber y lealtad; las hombreras, marcadoras de la cofradía y el rango, en su caso, exhibían una grotesca cabeza humana emergiendo con las cuencas de los ojos vacías y labios cosidos.
Cuando llegó el momento de quitarse el gastado gambesón, Halden vaciló. Con un movimiento sigiloso, se acercó a la pared, asegurándose de que nadie se dirigía hacia su habitación. Afuera, los golpes secos y gemidos apagados de otras habitaciones se mezclaban con el distante estruendo de platos y cacerolas chocando, señal de que las jóvenes sirvientas recogían el comedor. Con un suspiro, avanzó hasta situarse frente al espejo colgado en la pared. La penumbra de la habitación le confería un aire de solemnidad, casi como si estuviera a punto de realizar un ritual. Bajó la vista, sus dedos hábiles comenzaron a desabrochar las correas del gambesón. El cuero crujió en protesta, como si se resistiera. Dejó caer la prenda al suelo con un ruido sordo, desnudando su torso. Apretó los puños con fuerza y alzó la vista.
Aunque ya sabía lo que iba a ver, un escalofrío glacial le recorrió el cuerpo. Del centro de su pecho se extendía una oscura mancha, ennegreciendo e hinchando las venas que la rodeaban. Como raíces de un árbol condenado, se propagaban en todas direcciones, buscando regiones no afectadas para corromper. Pueblos enteros habían sido diezmados bajo la inflexible orden de purificar el reino de la blasfemia y la falta de fe simbolizadas por la oscura marca. Lo que al principio fueron casos aislados, con el paso de los años se convirtió en una epidemia incontrolable. La creación de la Cofradía de los Susurros Profanos representó la respuesta de la Iglesia para enfrentar y erradicar a los marcados herejes, una élite compuesta por los más devotos, íntegros y diestros de sus filas.
Los interrogantes se repetían sin cesar en la mente de Halden: ¿Por qué? ¿Acaso no he cumplido siempre con los deseos de Aelthor? ¿Puede mi fe no ser suficiente pura y fuerte ?" A veces sentía la necesidad de acudir a su hermano en busca de consuelo, aunque sabía que no lo encontraría. El hecho de formar parte de la Iglesia no le eximiría de recibir la máxima pena. Se sentía como una triste alma que deambulaba en soledad por una llanura infinita, cargando sobre sus hombros un peso tan abrumador que, tarde o temprano, le impediría avanzar y le derrumbaría en el seco pasto, sin nadie que le ayudara a levantarse ni con quien compartir la carga.
Un ensordecedor golpe en la puerta sacó a Halden de su letargo momentáneo. Con un movimiento brusco giró hacia el origen del sonido. La voz de Tristán, cargada de urgencia y tensión, resonó a través de la madera:
—¡Halden! ¡Han rodeado la ermita, sal ya!
El corazón de Halden latía con fuerza mientras se apresuraba a vestirse. La meticulosidad ritual de antes se había desvanecido, reemplazada por la prisa y la urgencia. Mientras se colocaba las últimas piezas, su mirada se desvió hacia el plato de cocido en el escritorio. El vapor había desaparecido, dejando un rastro de lo que había sido una promesa de calidez y sustento .
El marcado cruzado se enderezó, sintiendo el peso de la armadura bien ajustada. Con una última mirada a la sencilla pero acogedora habitación, salió al encuentro de su hermano. El pasillo se encontraba invadido por las siniestras figuras de sus compañeros. El ruido metálico de las armaduras inquietas y el crujido de los guantes al empuñar las armas añadían una capa de ominosa realidad a la situación. Con paso firme y con el mangual descansando sobre uno de sus hombros se acercó Tristán.
—Parecen campesinos, deben habernos seguido hasta aquí. —No se esforzaba en disimular su confiado semblante—. ¿Cómo se atreven? Sucias ratas armadas con palos… No dejaré ni uno con vida .
Varios murmullos y risas de aprobación acompañaron las declaradas intenciones del corpulento cruzado . Halden sintió una mezcla de inquietud y determinación al escuchar las palabras de su hermano. Colocándose a su lado y avanzado hacía el comedor le miró para comprobar que, a pesar de no verle el rostro, irradiaba un aura de confianza feroz, la misma con la que afrontaba cada misión y que tantas veces había inclinado la balanza a su favor cuando entrenaban de niños. Envidiaba y respetaba por partes iguales esa cualidad de Tristán. Sin embargo, no podía ignorar la sensación de que esta vez, algo era diferente. La marca en su pecho parecía arder con una intensidad hasta ese momento desconocida, como si estuviera acercándose a algo o alguien que reclamase su presencia.
2. Pesadilla
Las puertas de la ermita se abrieron con un chirrido, revelando un paisaje engullido por la noche que parecía huir de la luz que proyectaba la luna sobre el claro. Los cruzados, con Tristán y Halden a la cabeza, fueron saliendo uno a uno con paso firme y seguro. Los sentidos de este último estaban alerta, cada fibra de su ser preparada para el combate. Era la élite de la Iglesia, templado en innumerables batallas, y sentía una seguridad férrea en sus habilidades y en las de sus compañeros de armas.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la negrura del bosque, comenzó a distinguir figuras humanas mezcladas con los árboles y la maleza. La pobreza de sus ropas y las rudimentarias herramientas para tratar el campo que llevaban algunos confirmaban las suposiciones de su hermano.
—¡Para ser unos pobres campesinos le estáis echando muchos huevos! —rio Tristán—. ¿Seguro que no preferís volver a vuestros corrales?
Varios cruzados rieron, sus risas metálicas resonaron en el aire, pero este eco de confianza se desvaneció rápidamente. Los campesinos avanzaban lentamente, sin pronunciar palabra, y a medida que se acercaban, los detalles se volvían aterradoramente claros.
Halden se estremeció cuando un hedor nauseabundo, como de carne podrida y descomposición, llegó a sus fosas nasales, mezclándose con el crujir siniestro de las hojas bajo los pies de los atacantes. La revelación era de pesadilla: los campesinos eran espectros de carne putrefacta y huesos al descubierto. La piel, de un gris ceniciento mezclado con el marrón de la sangre seca, se adhería a sus cuerpos en jirones. Los que aún conservaban algún ojo presentaban una mirada vacía, pero fija y perturbadora, en el grupo de cruzados. Sus movimientos erráticos mostraban el grotesco balanceo de órganos descompuestos, repletos de larvas que se daban un festín repugnante.
El pulso de Halden se aceleró, no por miedo, sino por la repulsión que le provocaba la visión de esas criaturas. El asco lo recorrió como un escalofrío, endureciendo su resolución. A su alrededor, los otros cruzados parecieron congelarse por un instante, sus respiraciones entrecortadas detrás de los yelmos se volvieron más pesadas. Tristán, quien antes se había mofado con seguridad, ahora ajustaba su agarre en la maza, con movimientos firmes pero cargados de una nueva seriedad.
Uno de los cruzados se adelantó con determinación. Levantó su espada y la descendió con una fuerza implacable, hundiéndola profundamente en el pecho de un campesino pútrido que se encontraba a escasos pasos de él. La hoja, afilada como el filo de una guadaña, penetró la carne podrida del monstruo con un sonido sordo, atravesando huesos y órganos.
Para su horror, el cruzado se dio cuenta de que el cuerpo no cayó como esperaba. En lugar de desplomarse, la criatura emitió un gruñido bajo y gutural. Con una rapidez inesperada, las manos huesudas y descarnadas del espectro se alzaron, cerrándose alrededor del cuello de su verdugo con una fuerza brutal. Las uñas, largas y afiladas como garras, se hundieron en la carne, perforando la piel y haciendo brotar sangre que, como un río desenfrenado, resbalaba por la armadura, trazando surcos en su fría superficie.
El cruzado intentó retroceder, con su espada aún clavada en el pecho de la bestia, pero la criatura lo tenía firmemente inmovilizado. Cada intento de liberarse solo hacía que las garras se hundieran más profundamente. Desesperado, el cruzado soltó su arma y trató frenéticamente de desprender las manos del monstruo de su cuello. Sus dedos, ya débiles y temblorosos, apenas podían afectar el agarre mortal que lo estrangulaba sin piedad. Sus pulmones ardían como si estuvieran en llamas, y su visión se tornaba cada vez más borrosa.
—¡Ayuda! —rugió con un esfuerzo que sonó más a un gorgoteo—. ¡Por favor, ayudadme!
Sin embargo, sus compañeros, paralizados por la sorpresa y la impotencia, no sabían cómo responder. Nunca se habían enfrentado a una situación tan aterradora, ni habían tenido bajas en el campo de batalla. La confianza que antes mostraban se había evaporado, sustituida por un miedo crudo y palpable. Su meticulosa formación y su reputación de invencibilidad se desmoronaban ante la brutalidad de lo desconocido.
Halden observó la desesperación de su compañero con un nudo en el estómago. Cada grito de agonía y estertor del cruzado desgarraba la ilusión de invulnerabilidad que él y sus compañeros habían llevado como una segunda piel. La visión del hombre atrapado entre las garras de la monstruosidad lo llenaba de una mezcla de horror y desesperanza. La realidad de la situación se desplomaba sobre él con despiadada claridad, desmoronando la seguridad que antes consideraban indiscutible.
Cuando el monstruo finalmente dejó caer el cuerpo inerte del cruzado, un crujido seco y espantoso resonó en la noche. El cadáver yacía en un ángulo antinatural, con la cabeza desnuda colgando y los ojos abiertos en una expresión congelada de terror. La criatura, imperturbable, se desentendió del cadáver con una frialdad escalofriante. El impacto de la pérdida y el horror se asentaron como un peso implacable sobre los hombros de Halden.
El silencio que siguió estaba cargado de una tensión palpable. Tristán, notando el desánimo de sus compañeros se adelantó, tratando de recuperar el control de la situación. Aunque su voz era firme, Halden podía detectar una nota de inseguridad que su hermano hacía esfuerzos por ocultar.
—¡Vamos, malditos cobardes! —exclamó Tristán con un tono de brusquedad que pretendía infundir coraje—¡Recordad quiénes somos! ¡Recordad cúal es nuestra lucha!
En un movimiento sincronizado, los cruzados desenvainaron sus armas al unísono. El acero brillante de las espadas, el metal frío de las mazas y las afiladas puntas de las lanzas reflejaron los últimos restos de luz en la oscuridad. Una niebla, densa y húmeda, comenzó a serpentear entre los árboles, engullendo las figuras de los atacantes y sumiendo el paisaje en un halo fantasmagórico.
Tristán avanzó con una determinación feroz, su maza en alto y su cuerpo en tensión. A medida que se acercaba a la primera línea de los espectros, su voz retumbó en la oscuridad, cargada de una pasión implacable:
—¡Por Aelthor! ¡Que la luz divina guíe nuestro acero!
El grito de guerra de Tristán resonó como un trueno en la oscura noche, y en un instante, todos los cruzados lo siguieron, levantando sus voces al unísono en una explosión de fervor.
—¡Por Aelthor! —rugieron, sus voces entrelazándose en un coro de fe y furia.
El primer choque fue un estallido de violencia visceral y desesperación. Tristán arremetió con su maza con la fiereza y fuerza de un titán. El cráneo del primer espectro se desintegró en una nube de carne putrefacta y fragmentos de hueso astillado. Sin embargo, mientras el cuerpo se derrumbaba, los pedazos se resistían a la quietud, moviéndose con una voluntad oscura que desafiaba toda lógica. Los demás cruzados siguieron su ejemplo, desatando su furia en un despliegue de habilidad y fuerza.
Halden era un torbellino de agilidad y precisión. Su espada brillaba como un faro en la penumbra, trazando arcos luminosos mientras desmembraba a los seres putrefactos que se abalanzaban sobre él. Cada movimiento suyo era una obra de arte en el arte de la guerra; sus pasos eran fluidos, calculados, como si danzara entre la muerte misma. Un espectro se lanzó hacia él con un grito, pero Halden ya había anticipado su ataque. Con un giro elegante, evitó el embate, y con un movimiento rápido, su espada cortó limpiamente a través del torso de la criatura, abriendo un surco que dejó al descubierto vísceras podridas y órganos en descomposición.
Pero entonces la pesadilla se hizo evidente: los cuerpos mutilados no caían en la muerte. Los fragmentos cercenados seguían moviéndose. Cabezas decapitadas continuaban emitiendo lamentos ahogados desde el suelo, mientras los ojos vacíos parpadeaban. Brazos amputados se arrastraban por el terreno, aferrándose al fango ensangrentado en un intento inútil de volver a unirse a sus cuerpos destrozados. Las piernas, separadas de sus torsos, pataleaban en una danza macabra, esparciendo sangre y lodo a cada espasmo. Los troncos cercenados, aún dotados de brazos, se aferraban a las piernas de los soldados sagrados, trepando con una ferocidad primitiva.
A pesar de sentir cómo la marca en su pecho ardía con una furia creciente, Halden no se detuvo, su espada se movía con una ferocidad controlada, buscando siempre el siguiente punto de impacto. Su precisión era sobrehumana, cortando tendones, quebrando huesos, desgarrando carne con una eficacia despiadada. Cada tajo era una declaración de superioridad, un rechazo absoluto de la oscuridad que enfrentaba. A su alrededor, el campo de batalla se transformó en un abismo de carnicería, un charco inmenso de sangre y vísceras que engullía todo a su alrededor. Cada paso de los cruzados resonaba con un chapoteo húmedo, como si el suelo mismo fuera una extensión de la carne que habían destruido. El fango estaba saturado de órganos esparcidos, entrañas que latían débilmente, y extremidades que seguían retorciéndose en su agonía inmortal.
En el corazón de esa carnicería, la desesperación comenzó a apoderarse de las filas sagradas. Los putrefactos campesinos no podían ser aniquilados; sus cuerpos mutilados volvían a alzarse, una y otra vez, en un ciclo interminable de horror. El grupo de cruzados mostraba signos evidentes de agotamiento. La fatiga se reflejaba en cada movimiento lento y en cada respiración pesada. Mientras sus filas se reducían drásticamente, las hordas de atacantes no solo persistían, sino que parecían inagotables, surgiendo de la oscuridad con una resiliencia perturbadora.
En medio del caos, una presencia oscura emergió del bosque, imponiéndose sobre el pandemonio con una fuerza primigenia. Una anciana, cuya presencia imponía respeto y temor por igual, se alzó a lomos de una bestia monstruosa que dominaba el paisaje. El cuerpo de la anciana estaba envuelto en una túnica de piel curtida y pieles de animales, su aspecto era tan áspero como el entorno salvaje del que parecía haber surgido.
La bestia sobre la que montaba era un orgunt. Parecido a un oso, su cuerpo era una masa de músculos retorcidos, cubiertos por un pelaje oscuro y denso que parecía portar la noche consigo, envolviendo su entorno en una penumbra inquietante. Su tamaño era descomunal, sus patas semejaban troncos de árboles, y sus garras, largas y afiladas, podían desgarrar la roca misma. Los ojos del monstruo, profundos y brillantes como el carbón ardiente, irradiaban una inteligencia salvaje y una furia contenida.
La matriarca, desde lo alto de su montura, se movió con una autoridad que no requería palabras. Alzó una mano, y con ese simple gesto, el caos que reinaba en el campo de batalla se congeló en un instante. Los engendros, que hasta hacía un segundo eran una masa de violencia desatada, quedaron inmóviles, como si un poder insondable hubiera arrebatado su voluntad. El silencio que siguió fue denso, opresivo, como si el aire mismo hubiese sido vaciado de todo sonido y vida.
Los ojos de la matriarca, dos pozos infinitos de conocimiento y poder antiguo, se fijaron en Halden. En ese instante, un susurro helado penetró en su mente, arrastrándolo a un abismo donde el tiempo y el espacio se desvanecieron. El campo de batalla, con su horror y carnicería, se desintegró en una negrura infinita salpicada por pálidas estrellas, un vacío donde no existía nada salvo la presencia ominosa de la anciana.