Hola,
hoy quiero compartiros mi primer relato galardonado con el segundo puesto en el IX concurso de relatos cortos de Queerfest.
Espero que os guste, se aceptan críticas constructivas, consejos y demás.
“Carta para Eleanor”
Londres, 1934.
La lluvia golpeaba con suavidad los cristales de la librería “Thistle & Quill”, un rincón polvoriento de Bloomsbury. Harold Blythe, discreto y solitario, pasaba sus días entre libros viejos y la compañía ocasional de un gato gris que nadie recordaba haber adoptado.
Nada en Harold llamaba la atención. Estatura media, cabello peinado con raya al costado, bigote bien recortado y gafas que siempre se le deslizaban por la nariz. Era un hombre sencillo, habituado al silencio, al té, y a que nadie le preguntara cosas personales. Lo prefería así.
Un día, revisando una donación de libros antiguos, encontró un tomo de poesía victoriana con un sobre olvidado entre sus páginas. “Para Eleanor”, decía con tinta desvaída. Sin sello, sin dirección postal. Solo un remitente: Edmund A. Thorne.
La carta era hermosa. Llena de ternura, culpa y despedida. No tanto para Eleanor, si no para sí mismo. Como si Edmund se despidiera de una versión que no podía sostener. Movido por algo que no supo nombrar, Harold escribió a la dirección del remitente.
Semanas después, cuando ya casi había olvidado el asunto, un hombre delgado, de unos cincuenta años, entró en la librería. Llevaba un abrigo de lana oscura, el cabello bien peinado, y unos ojos color mar.
—Vengo por la carta —dijo con voz baja.
—¿Es usted Edmund Thorne?
—Lo era. Hace mucho.
Harold le entregó el sobre. Edmund no lo abrió.
—Nunca la envié. La escribí para mí. Para decirme que me sentía partido. Que el amor no se me concedía en línea recta.
Harold no respondió enseguida.
—Tal vez no estaba perdida. Solo esperaba que alguien la leyera de verdad.
Edmund sonrió, brevemente.
—¿Tiene té en este lugar?
—No. Pero conozco un sitio. Muy tranquilo.
Caminaron juntos bajo la llovizna, como dos hombres que no necesitaban esconderse más. Desde entonces, tomaron té tres veces. La segunda hablaron de poesía. La tercera caminaron por Regent’s Park, y cuando Harold casi resbaló, Edmund le ofreció el brazo. Nadie dijo nada. Fue natural.
Harold empezó a llevar un libro en el bolsillo, por si Edmund aparecía, poder hablar de este.
Una tarde, mientras compartían té en la trastienda, Edmund rompió el silencio.
—En 1930 fui arrestado en un parque. No ocurrió nada. Pero bastó con estar ahí. Me echaron del conservatorio. Nadie preguntó.
Harold sirvió el té sin temblar, aunque por dentro algo se removía.
—Quizás los libros viejos son como las personas, no por estar desgastados significa que están vacíos. Solo esperan a quien los lea sin miedo.
Edmund lo miró con algo más que nostalgia. Había un asomo de felicidad.
Poco después, mientras hojeaban el Times Literary Supplement, Edmund hizo una propuesta, sin hacerla directamente.
—Pasan una de Lubitsch en el cine de Woodgreen. The Love Parade. Me pareció… apropiado.
Harold asintió. Así, un sábado por la tarde, se encontraron en la esquina de la librería. Edmund había alquilado un coche negro para la ocasión. Harold llevaba un abrigo gris y un sombrero ligeramente torcido.
—Jamás conduje —dijo Harold al subir.
—Hay primeras veces para todo —respondió Edmund, sonriendo.
El cine al aire libre estaba montado en un campo al norte de la ciudad. Peculiar, modesto, pero acogedor. Se acomodaron juntos en el coche, viendo la película. Reían en momentos distintos, y luego se sonreían. Había algo suspendido en el aire.
A mitad de la proyección, un golpe de viento levantó el sombrero de Harold. Edmund lo ayudó a ajustarlo. Sus manos se rozaron. Y no se apartaron.
Se miraron. No dijeron nada.
Edmund apoyó su mano sobre la de Harold, con suavidad. Harold entrecerró los ojos.
El gesto fue apenas un roce de labios. Dos hombres que habían aprendido a callarse, y por una vez, no lo hicieron.
No hablaron en el camino de regreso. Pero en la puerta de la librería, Harold tocó el antebrazo de Edmund con una ternura que decía: si vienes mañana, estaré aquí.
Y Edmund asintió. Como quien vuelve a casa.
– Nil Climent