¡Hola! Me paso a presentar otro de mis relatos galardonados, este con un tercer premio en la categoría juvenil de la IV edición de Enroque Corto Sahaldau.
Como de costumbre, espero vuestras opiniones y críticas para seguir mejorando en cada párrafo que escriba.
“El tablero del armario”
A Nicolás no le gustaba el recreo. No porque lo molestaran —aunque a veces sí—, sino porque no sabía qué hacer con ese tiempo suspendido. En el patio de tierra y baldosas flojas, los chicos corrían detrás de una pelota de trapo, gritaban, se empujaban, se insultaban como hermanos mal educados. Él se quedaba en el aula, solo, sentado junto a la ventana, dibujando piezas de ajedrez que no conocía, imitando de memoria formas que había visto en revistas viejas.
Los pupitres eran de madera, con ranuras para los tinteros que ya nadie usaba. El reloj de agujas colgado sobre la pizarra parecía detenerse justo antes de que sonara la campana. Solo se oía el tic tac y el zumbido de una mosca que daba vueltas entre las ventanas empañadas.
Una mañana de abril, mientras buscaba una hoja en blanco en el armario del fondo, Nicolás encontró una caja polvorienta. Tenía bordes gastados y una tapa ilustrada con dos caballeros medievales enfrentados. Arriba, en letras doradas ya cuarteadas: “Ajedrez – Juego de estrategia para dos”. La levantó con cuidado, como si fuera algo frágil, algo que debía pedirse prestado al pasado.
—¿Te interesa el ajedrez? —preguntó una voz desde la puerta.
Era el maestro Carlos. Tenía la camisa remangada, el cigarrillo sin encender detrás de la oreja y los antebrazos manchados de tiza.
Nicolás se encogió de hombros.
—No sé jugar.
Carlos dejó el libro de lectura sobre la mesa y se acercó. Abrió la caja con gesto lento, sacó las piezas —unas de plástico amarillento, otras negras ya despintadas— y comenzó a colocarlas sobre el tablero.
—Entonces es un buen día para aprender —dijo.
Desde entonces, cada recreo, mientras los otros niños se llenaban de polvo y tierra en la cancha, Nicolás se quedaba en el aula. Carlos le enseñaba. Primero cómo se movían las piezas, qué era un peón pasado, cómo defender sin tener miedo. Más adelante, el enroque, el jaque doble, el sacrificio elegante. Jugaban en silencio. A veces hablaban de cosas pequeñas: del ruido del patio, del tiempo, del perro del maestro que había muerto hace poco.
Carlos hablaba poco, pero cuando lo hacía, usaba frases que Nicolás recordaba días enteros:
“A veces, para ganar, hay que perder algo primero.”
“No hay que moverse por miedo.”
“Si sabes mirar con calma, todo se vuelve más claro.”
En casa, Nicolás dibujaba el tablero en una hoja cuadriculada y jugaba contra sí mismo con botones y monedas. Su padre, si lo veía, apenas gruñía.
—¿Otra vez con eso? No sirve para nada. Deberías estar estudiando
Vivía solo con él desde que su madre había muerto, cuando Nicolás era tan pequeño que solo la recordaba en blanco y negro, como en las películas que sintonizaban por la tarde. Su padre trabajaba de día en la fábrica de tornillos del barrio, y por las noches iba al bar. A veces llegaba borracho. Otras veces no llegaba.
Nicolás cenaba pan con lo primero que viera en la nevera, a veces tenía suerte y había carne, otras veces, era solo algo de verdura hervida, y se acostaba sin beso de buenas noches. En el cuarto, las sombras de los árboles se estiraban en la pared mientras él pensaba en caballos que saltaban entre casillas, en reyes atrapados, en damas que morían para salvar la partida.
Un viernes de mayo, antes de que sonara la campana, Carlos le acercó un folleto doblado.
—Van a hacer un torneo entre escuelas. Nada grande. Pero si quieres, te apunto.
Nicolás leyó el papel como si estuviera en otro idioma. Torneo. Competencia. Rondas.
—¿Y si me equivoco?
Carlos lo miró como si esa pregunta no necesitara respuesta.
—Entonces aprendes. Y al próximo lo harás mejor.
El día del torneo amaneció gris. Nicolás se puso su camisa celeste, la que su padre planchaba para los actos. Caminó solo hasta la escuela vecina. Su padre dijo que tenía que hacer horas extras, pero Nicolás sabía lo que eso quería decir.
La sala del torneo olía a polvo viejo, a nervios y a tiza. Había chicos de otras escuelas. Algunos con buzos con escudos bordados. Otros con mochilas coloridas y madres que les decían “tranquilo, tú puedes”.
Él no tenía a nadie.
Jugó la primera partida contra un chico que movía rápido, como si quisiera terminar pronto. Nicolás lo miró con calma. Hizo una trampa simple, un cambio falso de torre por peón, y le dio mate en 16 jugadas.
En la segunda, perdió. Un alfil escondido lo tomó por sorpresa. No lloró. Cerró los ojos, respiró y se quedó observando la posición final como si quisiera grabársela en la piel.
En la tercera, sacrificó su dama. Fue un movimiento audaz, que hasta el rival dudó de aceptar. Pero tres turnos después, el caballo saltó en L y dio jaque mate.
Ganó.
Carlos, que había estado en el fondo todo el tiempo, le apretó el hombro. No sonrió, pero sus ojos brillaron por un instante.
—Has jugado con elegancia —dijo.
—Como usted me enseñó.
El lunes siguiente, al entrar al aula, alguien lo saludó con un “¡eh, campeón!”. Otro le pidió que le enseñara. Y por primera vez, Nicolás no se sentó solo.
Sacó el tablero del armario, lo puso sobre el banco del fondo, y empezó a explicar.
Sus dedos ya sabían dónde colocar cada pieza. Sus ojos veían las amenazas invisibles. Había aprendido algo más que ajedrez: había aprendido a mirar, a esperar su turno, a pensar en silencio.
El reloj marcaba la hora. El tablero estaba desplegado.
Y por primera vez, Nicolás sintió que había algo en el mundo que respondía a sus movimientos.
Como si en algún rincón, la vida también se pudiera jugar por turnos.
– Nil Climent