¡Buenas!
He escrito un relato en tono de humor y no estoy nada seguro de qué tal está. He llegado a ese punto de parcialidad que no tengo ni idea de la calidad de este. Así que se admiten comentarios, sugerencias, correcciones, apuntes y matizaciones.
Muchas gracias por adelantado:
Waillon y el Sombrero
—¡Mi señor, se lo suplico, no es mi culpa!
El rey lo observaba con furia desde su trono elevado. La corte, reunida en torno a la sala, contemplaba la escena con espanto. En el corazón del castillo, bajo las frías paredes de piedra, un hombre luchaba por su vida. Llevaba puesto un estrafalario sombrero alto con encajes rimbombantes en tonos rosa que le hacían parecer un pastel de nata, en marcado contraste con sus sencillas ropas de campesino.
—¡Un solo chiste más…! —amenazó el rey.
—¡Lo juro! ¡No puedo evitarlo! —exclamó el campesino, desesperado.
Entonces bajó la cabeza, quedando inmóvil.
—Señor —dijo apenas en un susurro—, ¿sabe cómo se queda un culo en medio del mar?
La sala contuvo la respiración. El rey abrió los ojos como platos, incrédulo ante la osadía.
—Ni una palabra más…
—¡Anonadado! —gritó el campesino, alzando la mirada con expresión entusiasta, mientras señalaba al público, esperando unas risas que jamás llegaron.
Waillon era un campesino humilde, pero feliz. Labraba la tierra, recogía sus frutos, alimentaba a su familia y era respetado en la comunidad. No necesitaba nada más.
Durante toda su vida, había hecho lo que creía correcto. Como buen ciudadano que era, jamás se adentró en el bosque cercano, ya que se decía que aquellos que lo hacían nunca regresaban. Por eso estaba prohibido cruzar sus límites.
Pero el día que Waillon lo hizo, su vida cambió. Un vecino había perdido una cabra, y los perros siguieron su rastro hasta el borde del bosque. El ganadero, resignado, asumió la pérdida del animal, pero Waillon no. Decidido a ayudar a su amigo, se adentró en el bosque, desafiando la ley.
Guiado por el perro, caminó durante horas. A medida que avanzaba, los árboles se volvían más altos y frondosos, hasta ocultar casi por completo la luz del sol. Cuando estaba a punto de rendirse, llegó a un claro. Allí, vio a una anciana encorvada, vestida de negro, con una nariz que sobresalía más allá del ala de su sombrero alto con encajes rosas. Acariciaba a la cabra que tenía a su lado.
—¡Señora! Esa es mi cabra —exclamó Waillon.
La anciana rio con una risa estridente.
—Lo sé, lo sé. Llévatela. Jijiji. —Miró al cielo—. Parece que va a llover. Toma mi sombrero, yo vivo aquí cerca y no me mojaré.
Extrañado, pero feliz de recuperar la cabra, Waillon aceptó el sombrero. Mientras volvía al pueblo, lo inspeccionó. Era horroroso, pero para no cargarlo en la mano, se lo puso. Al hacerlo, sintió cómo se adhería a su cabeza, como si absorbiera sus pensamientos más cuerdos, dejando solo un eco de risas vacías.
Cuando llegó al pueblo, fue recibido con aplausos. Todos le preguntaban sobre el sombrero que aún llevaba puesto. Intentó quitárselo, pero no pudo. Sin prestarle mucha atención, decidió que lo haría luego en casa. De pronto, un impulso incontrolable lo llevó a actuar.
—¿Tienes un taladro y una cuerda? —le preguntó a su vecino.
—Sí, claro, en casa.
—Tráemelos, por favor.
Cuando su vecino le entregó lo solicitado, Waillon ató el taladro al perro. Ante la mirada atónita de todos, dijo:
—Taladrando.
Las personas lo miraron extrañadas. Él mismo se sintió desconcertado.
—¡Oh, Dios mío! —gritó, atrayendo la atención de todos—. ¡Mi pierna está borrosa! Estoy… patidifuso.
El pueblo permaneció en silencio.
—¡Decid algo! ¡Parecéis mudos! —agitó los brazos—. Así es como bailan los mudos. ¡La mu-danza!
Waillon sabía, en el fondo, que lo que hacía no tenía sentido, pero otra parte de él lo encontraba increíblemente gracioso.
Su esposa, preocupada, lo arrastró hasta casa mientras él gritaba incoherencias sobre un tal Jaimito.
Nadie sabía qué le había pasado a Waillon en el bosque, pero todos sospechaban del sombrero. Intentaron quitárselo de todas las maneras posibles, pero parecía pegado por magia. Ni las tijeras, ni el fuego, ni la fuerza lograban deshacerse de él.
Waillon, que a ratos mantenía la cordura, sufría por sus seres queridos, quienes soportaban sus constantes desvaríos. Cada día que pasaba, la situación empeoraba.
Persiguió a sus vecinos con una azada, alegando que iba a “sembrar el miedo”. Robó vacas, diciendo que ya tenía mucho “ganado”. Y no dejaba de hacer chistes infantiles y absurdos.
El día que derrumbó parte del techo de su casa solo para decirle a su esposa “techado de menos”, llamaron a las autoridades.
Los guardias lo llevaron ante el rey en cuanto se enteraron de que había entrado en el bosque. Durante la audiencia, Waillon no paraba de hacer comentarios absurdos, lo que irritaba al rey. Tal vez todo se descontroló cuando el rey le advirtió:
—Trata con respeto a tu soberano, campesino.
—Si usted es un soberano, yo soy un so-invierno —respondió Waillon antes de caer al suelo, riendo nerviosamente.
El rey, paciente por naturaleza, le dio una última oportunidad. Pero al escuchar algo sobre un perro llamado “Mistetas”, perdió por completo la compostura.
—¡Ano-nadado! —matizó Waillon, convencido de que el público no había entendido el chiste.
—¡A la horca con él! —rugió el rey, rojo de ira.
—¡No, señor, no me deje colgado!
El rey se quedó paralizado. De pronto soltó un ligero bufido. Luego otro más fuerte. A continuación, una serie de espasmódicas sacudidas recorrieron su cuerpo que no podía aguantar la risa. La corte, como no podía ser de otro modo, siguió a su líder en una carcajada generalizada.
—Colgado… —repitió para sí mismo el rey mientras se secaba una lágrima—. Eso ha tenido gracia.
Waillon, que por primera vez veía como uno de sus chistes surtía el efecto esperado, se envalentonó y comenzó a contar una ristra de gracietas que por alguna razón ahora sí que gustaban.
Tras una tarde desternillante, Waillon fue proclamado bufón de la corte y su calidad de vida aumentó considerablemente. Se mudó al castillo con su familia y descubrió que ahí era incluso más feliz.
Mucho tiempo después el rey le preguntó cuál era el secreto de su incansable buen humor, pues nunca se creyó que el sombrero tuviese poderes. El bufón se señaló la cabeza con una sonrisa cómplice.
—Es que no es un sombrero, es una chistera.