CAPÍTULO 1: El Arte del Silencio
Título: La Voz de la Cartonería
Introducción: El Papel y el Hedor
Elías Valdés cumplió veinticuatro años en el 2024. Su año de nacimiento, el 2000, le parecía tan lejano como una civilización olvidada. Se sentó en el único rincón de su destartalado cuarto en Petare que no olía a alcohol rancio, moho o sudor de miseria.
La realidad de Elías era un constante hiss en el oído, no de estática, sino del roce continuo de la desgracia. Sus padres, dos cascarones humanos consumidos por el aguardiente barato y el rencor mutuo, eran la banda sonora de su vida: gritos apagados, el arrastrar de botellas vacías, golpes sordos contra la pared vecina. Eran una transmisión constante de terror doméstico.
Su refugio era el arte. Específicamente, el arte de cubrir rostros.
Sobre una mesa de fórmica agrietada, se apilaban periódicos viejos, engrudo de harina de trigo y agua (el pegamento más barato), y pomos de pintura acrílica de colores primarios que se estaban secando por el calor. Elías no pintaba paisajes ni retratos; él creaba Máscaras de Cartonería. Eran formas humanas, animales y abstractas, todas imperfectas, todas grotescas, con ojos recortados de forma torcida y bocas que parecían gritar sin hacer ruido. Para él, eran la única forma de silenciar la terrible resonancia de su casa.
El Rostro Hueco
En la pared, colgaba la que él consideraba su obra maestra: “El Rostro Hueco”.
No era más que papel de periódico, encolado con esmero y pintado con una capa gruesa de blanco sucio. No tenía facciones marcadas, solo el contorno de un rostro, dos hendiduras oscuras y vacías para los ojos, y una boca sellada.
Esa tarde, la presión en su cráneo se hizo insoportable. Desde los 15 años, Elías había sido diagnosticado con esquizofrenia, y el hiss se había convertido en Voces. Las Voces siempre comenzaban igual, distorsionadas y metálicas, como un programa de televisión analógico sintonizado a medias.
Pero hoy, la voz venía directamente de “El Rostro Hueco”.
—Elías… ¿por qué los dejas resonar? —La voz no usaba las cuerdas vocales, sino que vibraba desde la cartonería misma, un crujido sordo, como si el papel estuviera doblando el sonido del ambiente.
Elías se acercó, sus ojos fijos en las cavidades oscuras de los ojos de la máscara.
—No puedo… No puedo hacer que paren, madre.
—No soy tu madre. —La Voz se hizo un poco más fuerte, ahora con un tono de disgusto forjado en papel maché—. Soy la solución. Ellos son el ruido. Tú eres el silencio. Y sabes cómo terminar una transmisión defectuosa.
El Ruido y el Mandato
Abajo, en la sala, un plato de porcelana se estrelló contra la pared. El grito de su padre, Don Ricardo, resonó por la escalera como una onda de choque.
—¡TE DIJE QUE NO TOCARAS ESA MIERDA! ¡MARICA ASQUEROSO! ¡ME ESTÁS MIRANDO MAL!
Su madre, Doña Elena, no gritaba; ella lloraba y tosía, un sonido más perturbador que cualquier grito. Elías se encogió. El trauma. El miedo. El ruido.
De pronto, un silencio. Solo el jadeo de Doña Elena. Y entonces, la pesada, tambaleante silueta de Don Ricardo comenzó a subir los escalones. Elías sabía lo que venía. No era la paliza, era el asco en sus ojos, la forma en que lo miraba como si fuera un error biológico.
—Elías. Mírame. —ordenó la máscara.
Elías levantó la cabeza. Las hendiduras vacías de “El Rostro Hueco” parecían succionar toda la luz de la habitación.
—Corta la señal. Lo que hagas, debe ser silencioso y definitivo. Hazlo para mí. El silencio es la única pureza.
Elías asintió. Se giró hacia el bote de herramientas que usaba para cortar el papel y el cartón. Sus manos, que antes temblaban por el miedo, ahora se movían con la precisión de un artesano. Sacó el objeto que buscaba: un cúter de hoja retráctil, afilado por horas de cortar cartón duro, que brillaba débilmente bajo la bombilla amarillenta.
El Gore: El Corte de la Transmisión
Don Ricardo abrió la puerta sin tocar. Estaba sudoroso, con la camisa de franelilla manchada y los ojos inyectados en sangre. Su boca se abrió para soltar la ofensa de rigor.
—Mira qué mierd…
No terminó la palabra.
Elías, ya no temblaba. No había miedo. Solo obediencia y una extraña paz. El ruido tenía que parar.
La primera acción no fue de agresión, sino de analogía. Elías se lanzó con el cúter y, con un movimiento tan rápido que pareció un glitch visual, no apuntó a la garganta, sino a la boca de su padre. El afilado borde de la navaja cortó horizontalmente desde la comisura de la boca izquierda hasta la derecha, no como una sonrisa, sino como una línea de edición brutal, sellando la fuente del ruido.
Elías oyó un gorgoteo ahogado, una mezcla terrible de aire, sorpresa y la sangre que inundaba rápidamente la boca de Don Ricardo. El hombre intentó gritar, pero el sonido no era más que un burbujeo asqueroso y viscoso. Se llevó las manos al rostro, sintiendo el corte profundo que separaba los músculos y la piel.
Elías había silenciado el grito.
Elías aprovechó el pánico y el espasmo de dolor. Usando el mismo cúter, atacó de nuevo, esta vez con la intención de destruir la conexión. Se concentró en los ojos. La hoja entró por la cuenca derecha, y con un giro brutal, desgarró el tejido ocular antes de que Don Ricardo cayera. La sangre caliente salpicó la pared y alcanzó la parte inferior de “El Rostro Hueco”.
Abajo, Doña Elena, alertada por el golpe sordo del cuerpo de su esposo, comenzó a subir los escalones lentamente, tosiendo.
Elías estaba de pie, jadeando, su rostro manchado de rojo. Miró a su madre. Ella se detuvo en el umbral, sin comprender del todo la carnicería a sus pies. Solo vio el rostro de su hijo, que ahora parecía más un hueco que una persona.
—¿Qué… qué has hecho, Elías? —su voz era débil, ya rota por años de alcohol y pena.
Elías levantó la mano ensangrentada y, con una reverencia, se cubrió la cara con “El Rostro Hueco”. El papel blanco, ahora manchado con el rojo oscuro del ojo de su padre, parecía un lienzo recién iniciado.
La máscara ya no necesitaba hablar.
Elías bajó la escalera hacia su madre, el cúter resbalándole en la palma, dejando un rastro de sangre viscosa en la barandilla. El gore con Doña Elena no fue rápido ni brutal; fue metódico. Ella no luchó, solo lloró y se dejó caer. Elías usó el cúter para realizar cortes pequeños, punzantes, como si estuviera recortando una forma de cartón.
Finalmente, el silencio era absoluto. No había gritos, no había tos, no había el hiss constante.
Elías se quitó la máscara. El rostro de papel, manchado de sangre, sonreía por él.
Hook para el Próximo Capítulo
Elías estaba solo en la casa. El único sonido era el goteo de la sangre sobre el piso de cemento. Miró los cuerpos. Miró el Rostro Hueco. El terror analógico había triunfado.
¿Qué hacer ahora? El papel necesitaba más tinta.
FIN DEL CAPÍTULO PILOTO.