Con este relato gané el primer premio del XXXIV certamen de “Villa de Iniesta”. Tengo 15 años y estoy empezando con todo esto de la escritura. Agradecería vuestras opiniones. Muchas gracias.
Un diminuto punto blanco
Me paro frente a la ventana. Espero a que llegue. A veces ni siquiera me da tiempo a hacer la maleta del colegio y ya está allí, haciendo danzar su cola y lanzando llamaradas de fuego frente a la ventana de mi habitación. Otras veces, en cambio, se demora horas.
Pasa el tiempo y nada de nada. Ninguna cola desfilando. Ninguna llamarada. Ningún dragón. Solo mi reflejo confuso en el cristal, titilante como el agua de un plácido lago. Y al fondo, miles de puntos brillantes que se hacen llamar estrellas.
Juego con la canasta que cuelga de la puerta. Tomo la diminuta pelota de espuma. La froto suavemente con la yema de los dedos. Preparo la mecánica de tiro, apunto y disparo. La pelota se estrella contra la puerta provocando un sonido hueco. Ni siquiera toca la red. Me levanto de la silla y recojo la pelota. Repito el proceso, con los mismos resultados. Hago el ademán de volver a levantarme, pero mi cuerpo se relaja y caigo rendido sobre la silla.
En mi cabeza maldigo la pelota, la canasta y el estúpido juego. Pero en el fondo, lo que realmente maldigo es el dragón. Y lo sé, pero prefiero no admitirlo.
Recostado sobre el escritorio, y con la cabeza descansando entre mis brazos, mis parpados luchan por no ceder y cerrarse. Mi mente está apagada. Cualquier estímulo sería inútil. Mi cuerpo cae en picado. Ahora todo es oscuridad. Sigo cayendo. Una oscuridad sin puntos brillantes. La caída parece no acabar nunca. Una oscuridad real y profunda, sin decoración. Nada de lo que hablar, nada a lo que sonreír. Nada de dragones. Nada de nada.
Y de pronto me despierto. Doy un salto de la silla, un susto de infarto. Un sonido estridente y monótono. Pienso en el dragón. Pienso que tal vez ya esté allí. Disparando llamaradas, prendiendo fuego la noche por encima de las farolas, por encima de las pocas ventanas que quedan encendidas y sobre nuestras propias cabezas; haciendo danzar su cola, cabecilla de un gran desfile; sus alas surcando las estrellas, meciendo la oscuridad; su cuerpo escamado retorciéndose. Me arrimo sobre el escritorio y miro por la ventana. Pero el cielo sigue intacto y abajo, en la calle, la fuente del sonido. La alarma de un coche, que de manera muy oportuna y ruidosa había decidido despertar a todo el barrio.
Bajo la mirada, y el vacío de mis sueños se hace real. Se siente así cuando mis ilusiones cobran forma y se quiebran en una sucesión tan efímera de acontecimientos. Tan insignificante en el tiempo, casi tanto como uno de esos diminutos puntos brillantes en el firmamento. Casi tanto como yo mismo. Insignificante.
El sonido del coche se extingue en el silencio nocturno y es reemplazado por algo mucho más instintivo. Emerge en su lugar un sonido más natural, más feroz, menos humano. Un rugido pulcro, bello y detenido, como el bostezo de un león.
Y de pronto una luz cegadora hace que levante la mirada en un último atisbo de verde esperanza. Mis ojos fascinados se abren como platos, porque, de entre los numerosos destellos que habitan la noche, destellos blancos indiferentes, aparece una mota de color anaranjado que se hace cada vez más grande. Más y más grande. Mucho más grande. Pasan pocos segundos y en ese pequeño punto en mitad de la oscuridad, se pueden vislumbrar el hocico y los ojos rojos de un gigante dragón.
La criatura crea surcos en el cielo negro y forma una espiral creciente en su trayectoria hacia mi ventana. Los rugidos que emite entre furiosos dientes son curiosamente calmados, ahogados. Mi mirada se humedece ante la visión. Siempre lo hace. Todas las noches, breves lágrimas desfilan por mis blancas mejillas y las llamas del dragón las evaporaban antes de que aterricen sobre el escritorio.
El cuerpo escamado de la criatura se tensa y hace danzar su cola frente a la ventana de mi habitación, ante la mirada de todos. ¿La mirada de quién? pienso por un momento, soy la única persona que ve al dragón. Como quien se sienta en la última fila de una sala de cine. Como el que se toma el tiempo de apreciar cada alba y cada puesta de sol. Vividores como los que ya no quedan.
El dragón lanza llamaradas que parecen hacer arder edificios y calles, pero no lo hacen en realidad. La humareda que resta de las mismas se escapa hacia la oscuridad que se eleva allá arriba. Mucho más arriba. Aunque la oscuridad no está sino en las calles, que aun iluminadas en la noche, no soportan el inmenso peso de una lobreguez alegórica. Una lobreguez que pesa sobre la gente. Así como sobre mí. Incluso sobre el dragón.
Y tan repentina como fue su venida, la maravillosa criatura, la milagrosa, emprende su marcha. Su regreso a las estrellas. Y contemplo conmovido cómo el dragón traza un aleteo que parece querer despedirse de mí. Y en ese instante siento elevarme. Levantarme de la silla y salir por la ventana de una habitación que me retiene enjaulado. Y sobrevolar la oscuridad. Surcar la noche así como lo hace el dragón. Todas las noches. Iluminar con fuego y cantar melodías a base de rugidos. Escapar por un momento de la oscuridad que aprisiona. Sentirme importante por una noche, solo por una noche.
Pero lo pienso mejor antes de aventarme a la oscuridad a través de mi ventana. Y mientras veo la cola del dragón meciéndose allá a lo lejos, desapareciendo en el espacio, cierro la ventana y pongo el seguro. El dragón se reduce a una gota naranja en el firmamento.
Un espasmo me lleva de vuelta a mi realidad. De nuevo solo en mi habitación, contemplo la pelota de espuma que descansa en el suelo. Escucho quejidos desde la habitación de mis padres. Otra vez, otra noche en esa oscuridad, en esa interminable caída. Sin destellos blancos tan brillantes como los ojos de un feroz dragón.
Excepto yo, un diminuto punto blanco entre tantísimos otros puntos blancos, que sueña con convertirse en un gran dragón.
Uno como el que veo desde la ventana de mi habitación.