Una escena de mi novela

Estoy escribiendo una novela. Sería mi segunda historia y la verdad es que me gusta como está quedando.

Quiero compartir con vosotros, con mucho miedo y nervios, lo que creo que es mi mejor escena. Me gustaría leer vuestras críticas.

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El Bentley de Sasha atravesó las verjas del complejo Strogoff como un proyectil, deteniéndose de golpe frente a la casa principal, con las ruedas patinando sobre la gravilla. Sasha salió del coche sin apagar el motor, dejando la puerta abierta. Subió los peldaños de la entrada con paso inestable, la respiración entrecortada.

Iván emergió de la sombra de un pilar, su silueta maciza recortándose contra la luz del porche.
—Sasha —dijo, con su voz grave—. ¿Todo bien?

—No. Todo es una mierda, Iván —escupió Sasha sin detenerse, dirigiéndose directamente al pasillo que conducía a la bodega.

Iván no insistió. Observó cómo desaparecía y sacó el teléfono.
—Jefe —murmuró mientras hacía un gesto señalando el coche con la cabeza a dos de sus hombres—. El chico ha venido. Alterado. Va hacia la bodega.

Roman Kovalenko, hombre de confianza de Ivan, observó la escena con desprecio. Otro berrinche del principito. Giró la cabeza hacia el otro guardia y lanzó un comentario seco.
—Aparca el juguetito del niño. Yo voy a cuidar que no se ahogue en su propio vómito.
Siguió a Sasha a distancia, una sombra silenciosa y disgustada, y se detuvo a menos de un metro de la puerta. No para escuchar, sino para poder entrar rápido si el desastre requería de sus servicios. Se convirtió, sin quererlo, en el espectador privilegiado del derrumbe.

La pesada puerta de roble de la bodega crujió al ser empujada. El aire frío y cargado de humedad, con su olor a madera añeja y alcohol, lo envolvió. Sasha no encendió la luz. Avanzó a tientas entre las barricas hasta el centro de la estancia, donde un mesón rústico y dos bancos largos permanecían como testigos mudos de incontables estrategias y confidencias pasadas. Pero no buscaba consuelo. Se dirigió directamente a una estantería baja, donde Sergei guardaba lo bueno: una botella de samogon que Iván le había traído de no sabía dónde, un líquido transparente y traicionero en una botella sin etiqueta. Agarró la botella, destapó el tapón de rosca con un movimiento brusco y bebió un trago largo. El fuego no era elegante ni sofisticado; era un incendio terroso y brutal que le abrasó la garganta y le nubló la vista al instante. Un segundo trago. Un tercero. El mundo empezó a perder sus bordes afilados, pero el dolor en el pecho se mantenía intacto, imperturbable. Se dejó caer en el suelo, con la espalda contra una barrica fría, maldiciendo entre dientes la ineficacia del mejor alcohol ilegal para borrar una verdad.

El alcohol no trajo olvido, solo valor para el bucle de su propia condena. Tenía que proteger a Kostya. Para protegerlo, mentí. Por mentir, la perdí. Si no mentía, Kostya se destruía. Pero al mentir, me destruí yo.

La puerta se abrió de golpe.
—¿Qué demonios haces aquí, Sasha?

Kostya estaba en el marco, con la corbata deshecha y el rostro congestionado por una mezcla de preocupación y fastidio.
—¿En una de tus crisis? —escupió, avanzando—. ¿Ahora? ¿Cuando Stikhiya se está desmoronando por Han Xin y tengo que sacarlo adelante yo solo, como siempre, porque el genio mimado está demasiado ocupado en autodestruirse?

Sasha alzó la vista lentamente. Los ojos de su hermano, llenos de esa superioridad moral que siempre lo acompañaba, fueron la chispa final. Antes de que pudiera responder, otros pasos resonaron en el pasillo. Sergei y Sveta aparecieron en la puerta. Ella, alarmada, con los ojos muy abiertos. Él, impasible, con la mirada fija en su hijo menor, evaluando los daños. No dijeron nada. Se quedaron allí, en el umbral, como espectadores de una función que ya había comenzado.

Kostya, ignorando por un momento la llegada de sus padres, señaló a Sasha con desprecio.
—¿No tienes nada que decir? ¡Eres un irresponsable! ¿Solo vas a sentarte ahí a emborracharte como un…

—¿De verdad… —la voz de Sasha salió ronca, empapada en samogon y una rabia que ya no podía contener— crees que eres tan perfecto, Kostya? ¿Tan puto sacrificado?

Se levantó tambaleándose, apoyándose en la barrica. Kostya frunció el ceño, confundido por el tono, por la intensidad.

—¡Estoy aquí —rugió Sasha— por ti!

—Sasha —interrumpió Sergei, tratando de detener el desastre que veía aveciarse—, estás borracho, deja…

Sasha le hizo a el gesto su padre el gesto universal de “no te metas” sin apartar la mirada del rostro de su hermano. Sergei entendió que ese tren ya había partido y no había modo de detenerlo

—¿Qué…? —empezó a preguntar Kostya con cara de cínico asombro — ¿Ahora la culpa de tu desastre de vida, es mía?

—¡Mi mujer! —gritó, y el sonido rebotó en las paredes de piedra—. ¡La primera y única mujer que me ha importado en toda mi puta vida me mandó a la mierda porque yo elegí protegerte a ti!

Kostya dio un paso atrás, desconcertado.
—¿De qué estás hablando, Sasha?

—¡Hablo de que tú nunca has tenido los cojones para manejar tu propia vida! —Sasha avanzó, señalándolo con la botella—. ¡Nerea te dejó y no hiciste nada! ¡Ni siquiera te molestaste en saber adónde había ido!

La mención de Nerea hizo palidecer a Kostya. Un destello de dolor antiguo cruzó su rostro. Incluso Nastya, que se había visto atraida por la diversión de una pelea entre sus hermanos, borró su sonrisa.

—¡No menciones a Nerea! No es asunto tuyo, ni de nadie —soltó Kostya elevando la voz al mismo nivel de su hermano.

—Y se fue —continuó Sasha, en medio de una niebla de alcohol y furia que no le permitía detenerse— con tu hijo en la barriga, imbécil. —Hizo una pausa, dejando que las palabras se clavaran como cuchillos—. ¡Llevaba tu hijo! ¡Y yo… YO tuve que rescatar a TU mujer y a TU hijo del desastre, porque tú no tuviste los cojones ni de enterarte de que existía!

El silencio que siguió fue absoluto.

Kostya se quedó paralizado. El mundo entero pareció contraerse en sus ojos, donde la incredulidad luchaba contra el entendimiento de una verdad demasiado grande para asimilar. No miró a sus padres. No miró nada. Solo veía el vacío que se abría ante él, un abismo llamado hijo que llevaba cinco años existiendo sin él.

En el umbral, Sveta dio un jadeo ahogado. Su mirada, llena de un horror creciente, se clavó en Sergei. Y lo vio. Cero sorpresa. Solo una tensión resignada en su mandíbula. Él lo sabía. Se lo había ocultado. Le había ocultado a su nieto.

—Mientes —soltó Kostya casi en un susurro—. Te lo estás inventando porque estás borracho.

La niebla empezó a disiparse en la mente de Sasha, vio el resultado de su bomba: a su hermano, colapsando; a su madre, traicionada; a su padre, al descubierto. ¡Bien, Sasha! ¡La has bordado! Hoy has decidido poner una cagada tras otra y dejaste la mejor para el final. Eres ciertamente un genio.

Sasha se llevó la mano a la cabeza, no sabía como arreglar el desastre, empezó a balbucear.

—Brat… yo…

Y el puño de Kostya estrellándose contra su boca interrupió cualquier pensamiento.

El impacto fue seco, brutal. Sasha cayó de espaldas contra el mesón, la botella de samogon estrellándose contra el suelo de piedra en un estallido de cristal. El dolor en su mandíbula fue un relámpago blanco, limpio, merecido.

Kostya se abalanzó sobre él. Encajando puñetazo tras puñetazo, hasta que se detuvo respirando con furia, el puño aún cerrado, tembloroso. La caldera por fin había explotado, como todos esperaban que sucediera algún día. Los años de perfeccionismo, de contención, de responsabilidad, de ser el hermano “bueno”… todo disuelto en la nada. Eso era su vida, la nada. Años de negación de sí mismo. El monstruo Strogoff que había sometido con disciplina férrea, por fin rompia sus cadenas y rugía con furia.

—¿Mi hijo? —logró decir Kostya, y su voz estaba rasgada, irreconocible—. ¿Me estás diciendo que tengo un hijo? ¿Esa puta me robó a mi hijo?

Sasha, en el suelo, con el sabor a sangre y alcohol en la boca, no pudo responder. Asintió lentamente, un gesto de rendición total.

En la puerta, Sveta se llevó ambas manos a la boca. No para contener un grito, sino para evitar que saliera la acusación que ya ardía en sus ojos, clavados en Sergei. “Tú lo sabías. Tú. Y me lo ocultaste.”

Sergei no miró a su mujer. No miró a Sasha sangrando en el suelo. Su mirada estaba fija en Kostya, en la espalda de su primogénito, que ahora se encorvaba bajo un peso que él, Sergei, había ayudado a cargar.

El silencio ya no era incómodo. Era venenoso.

Kostya giró sobre sus talones. Sus ojos barrieron la escena: a su hermano en el suelo, a su madre al borde del colapso, a su padre… un muro de silencio cómplice.

—¿Alguien más tiene algo que decirme? —preguntó, y su voz recuperó por un instante su frío control, lo que lo hacía diez veces más aterrador—. ¿O ya está todo dicho?

Nadie respondió.

La respiración de Kostya era un fuelle roto. El puño que había destrozado el rostro de su hermano aún le ardía. La noticia del niño, su hijo, era un huracán que le había arrancado todo el control, toda la cordura.

—¡Lo quiero aquí! ¡Quiero a mi hijo aquí! —rugió, la voz desgarrada—. ¡Esta misma noche! Y que ella se olvide de volver a verlo. ¡Es mío y lo quiero aquí! ¡AHORA!

Al otro lado de la puerta, Roman apretó la mandíbula. Escuchaba los gritos, y la furia de Kostya, traicionado por su propio hermano. La fortaleza Strogoff crujía a punto de ser absorbida por el caos. Y en el centro, siempre, estaba Sasha: la causa, la chispa, el problema. El niño rico que lo tenía todo y lo tiraba todo por el desagüe, obligando a hombres los hombres de verdad, hombres como Kostya y como él mismo, a ir siempre detrás de él limpiando sus porquerías.

La habitación contuvo el aliento. Fue entonces cuando Sergei, que había observado todo en un silencio glacial, se movió.

No fue un movimiento violento. Fue un desplazamiento de poder. Se acercó a su hijo mayor, y en sus ojos no había la ira que Kostya esperaba, sino una decepción monumental.

—Eso sería cruel —dijo Sergei, su voz un bajo profundo que cortó el aire como un cuchillo.

—¿Cruel? —Kostya soltó una risa amarga, un sonido feo y roto—. ¡Debería hacerte sentir orgulloso! ¡Por fin lo acepto! ¡Soy un Strogoff! ¡Esto es lo que querías! ¿verdad?

Sergei no pestañeó.

—Eres un estúpido.

Las palabras, planas y secas, golpearon a Kostya con más fuerza que cualquier puñetazo.

—¿Crees que estás actuando como yo? —continuó Sergei, avanzando otro paso, invadiendo su espacio—. ¿Acaso alguna vez te hice daño? ¿Te negué algo que necesitaras? Y tú estás aquí, diciendo que le vas a quitar el amor de su madre a tu propio hijo.

—¡Ella fue la que me lo quitó a mí! —gritó Kostya, la rabia ahogándolo— ¡Se largó con mi hijo!

—¡Y TÚ LO PERMITISTE!

El rugido de Sergei resonó en las paredes, un estallido de furia contenida que hizo temblar el cristal de la lámpara. Señaló a su familia con un gesto brusco.

—¡Míranos! Aquí estamos los Strogoff. Mira a tu hermano —su dedo apuntó a Sasha, que mantenía la mirada baja—. Prefiere que lo golpees hasta no poder tenerse en pie antes que permitir que te hagas daño con una verdad que él creyó que te destruiría. ¿Hasta dónde lo has visto llegar por lo que es suyo?

Su voz bajó, cargada de un desprecio cortante.

—¿Crees que Sasha va a dejar marchar a esa chica porque está enfadada por sus mentiras? ¿Permití yo que los del Politburó, con todo su poder, me separaran de tu madre y de ti? —Sus ojos se clavaron en Kostya, inyectados de una pasión antigua—. ¡Si la hubieran escondido en el infierno, habría ido a matar al diablo para tenerla conmigo!

Kostya jadeaba, derrotado, las palabras de su padre taladrando cada una de sus justificaciones.

—No digas que al fin aceptas ser un Strogoff —escupió Sergei, con un desdén final— si no estás dispuesto a actuar como uno.

La tensión se rompió en un silencio espeso, doloroso. Kostya vio el rostro de su madre, pálido y lleno de una pena infinita. Vio a su hermana, con los brazos cruzados, mirándolo no con enfado, sino con una lástima que lo hizo sentirse pequeño. Vio a Sasha, cuyo único delito había sido cargar con un secreto demasiado grande.

Y entonces, Sergei hizo algo que nadie, quizá ni él mismo, esperaba.

Cerró la distancia que los separaba y envolvió a su hijo en un abrazo. No fue suave ni cariñoso. Fue un gesto de posesión, de fuerza bruta. Un abrazo de oso que inmovilizó a Kostya, abrumado y quebrantado. Sintió los labios de su padre, ásperos, presionando su frente sudorosa en un beso rápido y seco.

La voz de Sergei sonó entonces, un susurro áspero y gutural que solo Kostya pudo oír, cargado con el peso de una vida entera de lucha y de amor feroz:

—No sueltes lo que es tuyo.

El abrazo se rompió. Sergei dio un paso atrás, su mirada aún clavada en su hijo, desafiándolo, ordenándolo.

Kostya se quedó allí, en el centro de la habitación. El sabor a sangre en su boca había cambiado. La rabia ciega se había transformado en un dolor claro y agudo, en una misión. Las palabras de su padre resonaban en su cráneo, no como un reproche, sino como un mandato: “No sueltes lo que es tuyo”.

Roman, desde su posición, apenas escuchó palabra sueltas: “Eres un estúpido” . Para él, fue la imagen final de la disfuncionalidad: el patriarca insultando a su único hijo decente para defender al bueno para nada. Su desprecio por Sasha se solidificó hasta convertirse en algo más frío y peligroso: en convicción. Ese hombre era un tumor.

Sveta no mira a Sasha en el suelo. Su mirada, fría como el acero del Báltico, se clava en Sergei.
—Dile a tus hombres que lleven a Sasha a mi habitación —ordenó, su voz un hilillo de plata helada—. Yo me encargaré de mi hijo.

Sergei asintió, recuperando su máscara de control.

—Yo lo llevaré.

—No. —La palabra cortó el aire. Sveta lo enfrentó, y Sergei vio el abismo absoluto en los ojos de su mujer—. Tú te quedas aquí. Con tu otro hijo. Tú te sentarás con él y escucharás cada una de sus palabras. Arreglad con inteligencia lo que habéis arruinado con testosterona. —Hizo una pausa, dejando que cada palabra se clavara—. Y olvídate de entrar hoy a mi habitación. Ya te avisaré cuando puedas volver.

Sin esperar respuesta, giró sobre sus tacones y salió de la bodega con una orden dirigida a su hija.

—Nastya, conmigo.

Sergei, por primera vez en años, se sentía completamente desarmado frente a las ruinas que su estrategia de silencio había creado.