"Verguenza" Cuento corto

La música cesó, pasando sin escalas de una potencia ensordecedora al, muchas veces, incómodo silencio. Martín se sintió perturbado. Podía percibir cómo, dentro y fuera de sí, las partes de su cuerpo que un día obedecieron sus órdenes cual súbditos a un rey, hoy se sublevaban en un golpe de Estado. Lo hacían con tanta fuerza que cada una podía considerarse una monarquía con bandera propia. Los dedos de las manos golpeaban la mesa en una suerte de código morse a una velocidad que, de haberse medido, hubiera podido competir contra el correr de una liebre. Los de los pies, en cambio, se agarrotaban con la misma fuerza con la que un águila captura a su presa. ¿Cómo sabrá el águila cuál es la fuerza exacta que debe aplicar con sus garras para con su presa? ¿Será que un águila, tal vez calva, les enseñaría cálculo y anatomía? Martín divagaba cuando “paf” sintió cómo otra bandera se izaba por el mástil estomacal. Este nuevo país se hacía sentir en lo que parecía un intento por digerirse a sí mismo.

Una voz se hizo escuchar por el parlante. Martín sintió como a todo su cuerpo relajarse. Como si en ese momento hubiera entrado un médico a la sala y le hubiera dado la noticia de que no tenía cáncer de próstata. Sintió a su cuerpo desplomarse sobre la silla y, al haber recobrado la soberanía de su cuerpo, dio un bocado a una porción de pizza de mozzarella con un queso de origen cuando menos dudoso.

De fondo podía escucharse “no culpes a la lluvia”. La canción avanzaba y, en un acto de memoria corporal, Martín se encontró mirando para abajo. Ahí ya no estaba el plato, sino una carpeta, ya no estaban los cubiertos que fueron reemplazados por lapiceras y lápices de colores. En lugar de mesas, había pupitres y hasta hubiese jurado que oyó la voz de su antigua maestra Adriana sentada en su silla, scrolleando los apellidos de los alumnos para darle “me gusta” al que fuese a pasar al frente. Martín seguía con la mirada en el piso, como si esa simple acción lo hiciera invisible, encontrando un reconfortable refugio. A medida que la canción avanzaba ese refugio se iba haciendo más y más pequeño, podía sentir como los movimientos de su cuerpo se iban deteniendo. “Me estoy petrificando” se dijo. Como si su historial de búsqueda de Google se hubiera hecho público en el portal más visitado del país. Martín sentía como su cuerpo quería, porque lo deseaba, convertirse en estatua para ubicarse en la plaza más recóndita del pueblo menos habitado del planeta y, tapada por arbustos.

El bocado de pizza había empezado a hacer marcha atrás. Martín abrió la boca para permitirle avanzar en su camino, pero este se detuvo en la intersección justa entre no salir expulsado y el ser visto por cualquiera que en ese momento lo hubiera mirado. Su detención fue instantánea. Como si alguien hubiera tropezado con un enchufe de una compleja maquinaria que daba vida a ese momento. Sin ser del todo consciente de su entorno notó cómo, hacía pocos segundos, la misma voz que se escuchó antes, había vuelto a hacerse eco y la música había vuelto a sonar. ¿Cuántas máquinas se habrán interrumpido por personas descuidadas que tropezaron con un cable? ¿El apagón del mes pasado habrá tenido que ver con una torpeza así y no con los aires encendidos en dieciocho grados?

Martín levantó la mirada. Las palabras iban pintándose de colores en una pantalla que colgaba de una columna. Era como si esa pintura fuera ácido para esas letras en Times New Roman. Las palabras desaparecían a la vez que aparecían nuevas, para ser bañadas una y otra vez con ese ácido de color azul que las exterminaba sin piedad. Él, que nunca en su vida había tenido un pensamiento suicida, se imaginó a sí mismo aceptando gustosamente una botella de ese ácido para tomarlo todo de una vez y dar fin a ese agónico momento.

Se preguntaba por qué había aceptado ir, por qué, entre todas las infinitas posibles respuestas, sus dedos se posaron en las letras “s” y la “i”, seguidas de un emoji de un pulgar para arriba. Cuanto más simple hubiera sido el haber dicho “no” o el no contestar. ¡Eso era! Como no se le había ocurrido. Él sabía que no contaba con la gallardía suficiente para decir que “no”, pero sí que contaba con una envidiable cobardía que le hubiera permitido clavar el visto sin preocupación alguna.

Martín culpaba a todos por estar en ese momento. Culpaba a sus amigos, culpaba a la sociedad, a sus dedos. Culpaba al bocado de pizza, al pizzero. Culpaba al queso de origen dudoso, al quesero, culpaba a la vaca. Culpaba a la noche, a la playa y a la lluvia. La interminable lista paró de ser escrita en su mente cuando sintió una mano sobre su espalda

¡Martín! Nos toca. A cantar…