Hace poco una amiga me confesó su opinión acerca de la literatura para niños. “Un género inferior —declaró—, ya sabes… nunca estará al nivel de los textos para adultos. Al fin y al cabo, cualquiera escribe un cuentecito infantil”.
Estábamos sentadas en el jardín de su casa, a la sombra de un framboyán, degustando un café, y casi me ahogo con la bebida. Al librarme de la tos, sonreí con indulgencia y dije:
—Si escribir para niños fuera fácil, no se hubiera instaurado el premio Hans Christian Andersen para galardonar a los creadores de Pippi Calzaslargas , Konrad , Marcelino pan y vino , La hija del espantapájaros , entre muchas otras obras literarias. Es decir, ¿para qué la reina de Dinamarca se molestaría en entregar una medalla de oro y un diploma a los autores de los libros antes mencionados si lo que ellos hicieron, “lo puede hacer cualquiera”?
Quien escribe para niños se enfrenta a retos impensables para los que sólo trabajan para adultos.
En primer lugar, no existe público más difícil que el niño lector. El infante lee, por ejemplo, las dos primeras oraciones de un cuento dirigido a él. Si no despierta su interés al instante, abandonará el libro para ir a jugar con su pelota, tablet o cualquier otro artefacto moderno. No. El niño no lee un libro porque se lo ordenó el maestro o se lo recomendó un amigo. Lee porque algo maravilloso tiene la historia que lo atrapa entre sus páginas y le impide prestar atención a otra cosa.
Por otra parte, el vocabulario que se emplea en los textos de este género debe ser sencillo, de fácil comprensión para el niño. Pero, cuidado, sencillo no significa pobre. “Vocabulario sencillo” no es sinónimo de repetir palabras o usar diminutivos o frases ñoñas. Se refiere a utilizar un lenguaje coloquial, simple, para transmitir ideas profundas. Ideas que, luego, la lógica aplastante de un niño no pueda refutar. Y esto, amiga mía, no es fácil de conseguir.
Para colmo, el escritor para niños se enfrenta a una dosis mayor de censura que el que labora para el público adulto. Los libros infantiles pasan por el ojo del editor, reseñador, maestro, director de escuela, padre, madre, bibliotecaria, el cura del pueblo, la abuelita armada de moral hasta los dientes, y un largo etcétera. El que considere la obra políticamente incorrecta, hará lo posible por impedir que llegue a las manos del niño lector. Y al final, la opinión de ese niño lector, que es la que más vale, no llega a los oídos del escritor.
A modo de conclusión, pregunté a mi amiga:
—¿Todavía piensas que la literatura para niños es un género inferior?
—Está bien, tienes razón. Con esos argumentos… ¿cómo te puedo contradecir? —contestó sonriendo—. Pero, te diré algo: Yo no podría leer un libro infantil a estas alturas de mi vida. No podría “conectarme” a la historia como lo haría un niño. ¡Figúrate! Mi infancia quedó atrás hace tanto tiempo… mi infancia no significa ya nada, para mí. Y un libro infantil, tampoco significaría nada para mí.
—No sabes lo que te estás perdiendo —declaré, sintiendo pena por ella—. Dejaste morir a tu niña interior, y ahora no puedes disfrutar de un género tan valioso como es la literatura para niños. Tienes que volver a tu infancia, amiga mía… —aconsejé—. Hay que volver a la infancia, una y otra vez.