Como cada mañana, la familia se acercó a la mesa del comedor a desayunar.
—¿Dónde está Misael? —preguntó Ricardo nada más sentarse.
—Hace rato que se marchó —respondió su hermana mientras daba de comer a Pidgey—. Dijo que hoy iría andando al instituto.
El padre suspiró antes de dar un sorbo a la taza de café con leche.
—Señor, perdón por mi osadía —Nora, la sirvienta, posó en la pared la escoba con la que estaba barriendo—. Mi madre tiene médico esta tarde y no tiene quien la acompañe. Tiene ochenta y cuatro años y no se entera muy bien de las cosas, ¿podría salir dos horas antes para…?
—¡No! —su respuesta tajante la interrumpió.
—Van a darle unos resultados muy importantes —Nora tragó saliva antes de ponerse a llorar—. Por favor, le prometo que recuperaré el tiempo que me ausente.
—Entiendes el castellano, ¿verdad? Si te marchas antes de la hora, no te molestes en venir mañana.
Ricardo se levantó sin haber terminado el desayuno y fue directo a la entrada.
—¡Me voy, tengo muchos asuntos que tratar! —voceó—. ¡Lucía, encárgate de llevar a la niña al colegio!
Al igual que el día anterior, la madre dejó a Lara en los aledaños del centro.
—¡Adiós, mamá! —gritó mientras ella se alejaba con el coche sin ni siquiera mirar por el retrovisor.
Allí, Misael buscaba a su amigo Miguel por todas partes. Le había mandado ya más de veinte whatsapp, pero hasta el momento no había obtenido ninguna respuesta.
—Oye, friki —Rafa y su cuadrilla se acercaron a él—. ¿Has pensado ya lo de la fiesta del viernes?
—Iré —respondió sin titubear—. Al menos haré acto de presencia para que tanto tú como mi padre os quedéis satisfechos.
—¡Así me gusta, bro! —Rafa le agarró de los hombros—. ¡Podemos llevarnos bien después de todo!
Por otro lado, Nerea se apresuró por enseñarle a Lara su último dibujo.
—¿Te gusta? Son dos cachorritos de lobo jugando junto a su madriguera —El lienzo de la adolescente era precioso—. ¿Nos vemos luego después de clase?
—Lo siento, no puedo —respondió muy a su pesar—. Mi padre me ha dicho que tengo que llevar a Jenni a mi casa…
—Vaya, ¿quizá mañana?
—Tal vez —murmuró.
Todos entraron dentro tras el sonido de la sirena, pero para desconsuelo de Misael, su amigo boliviano tampoco acudió al instituto.
Mientras sus hijos estaban en el centro académico, Lucía se dirigió al barrio de Chamartín, en donde acudía con frecuencia a sus clases de yoga. Allí, dejó el vehículo en el interior de un aparcamiento privado y accedió al edificio.
—¡Hola, Lucía! —el profesor se acercó a ella de manera cariñosa—. ¡Te estábamos esperando!
La mujer, quien sentía una sensación extraña cada vez que su instructor la tocaba, le devolvió la sonrisa.
En cuanto salió del vestuario con la ropa adecuada, comenzaron las clases. Por alguna razón que desconocían, nunca había hombres en las sesiones impartidas por Diego.
—Relajaos y respirad hondo —murmuró una por una a las cinco alumnas, al mismo tiempo que pasaba su mano muy cerca de sus traseros.
Para ellas era algo normal, ya que el contacto físico era una de las pautas, que, según el profesor, eran necesarias para llegar a la paz interior que tanto anhelaban.
—Ahora cerrar los ojos y extender los brazos —bisbiseó—. Imaginaos en un prado verde, con una suave brisa de viento sur golpeando plácidamente vuestro cuerpo.
Diego aprovechó para besar distintas partes del cuerpo de sus alumnas, como si sus carantoñas simulasen ser el viento del que hablaba. Había veces que llegaba a besarles el cuello e incluso los labios, dependiendo del grado de excitación en el que se encontrase.
Cuando terminó la clase, el profesor le pidió a Lucía que se quedase a mantener una charla con él.
—Anoche te llamé al teléfono —la dijo cabizbajo—. Imagino que me colgaste por la presencia de tu marido.
La mujer, nerviosa, asintió con la cabeza.
—Necesito pedirte un favor, Lucía —Diego la agarró de ambas manos—. Quiero hacer un viaje a China para explorar algunos de los templos más afamados por la cultura del yoga, pero no tengo dinero para pagármelo.
Lucía, abstraída por la persuasión del hombre que llevaba años trabajando su atracción, no fue capaz de negarse.
—¿Cuánto necesitas? —le preguntó preocupada.
—Muchísimas gracias, cielo —murmuró al mismo tiempo que le acariciaba las nalgas—. Con veinticinco mil euros será suficiente.
La mujer de Ricardo no era capaz de darse cuenta de la falsedad de su profesor, quien quería el dinero para gastárselo en apuestas y demás vicios innecesarios. No era la primera vez que le pedía dinero y está se lo prestaba.
—No hables de esto con tu marido —la recordó—. Él es un hombre arcaico, jamás entendería nuestra conexión. Somos dos almas gemelas, separadas por mundos opuestos, pero unidas por el lazo inexpugnable de esta disciplina espiritual.
Lejos de allí, en las afueras de Soto del Real, Ricardo fumaba nervioso mientras no paraba de hablar por teléfono con sus abogados.
—¡¿Todavía no tenemos nada que nos ayude a identificar a ese hijo de perra?! —voceó sobresaltado—. ¡Voy a reunir a mis empleados y haré yo mismo que confiese!
A pesar de las advertencias de sus letrados, el presidente de la compañía comunicó a Ramón que agrupase a todos los trabajadores, sin excepción, en la sala de recepción.
Poco más de una hora después, Ricardo tenía a sus doscientos asalariados esperando.
—Ricardo, cada trabajador debería estar en su puesto —le advirtió Ramón—. Esto no es de recibo.
—¡Cállate y deja que sea yo quien hable! Uno de vosotros ha traicionado a la mano que le da de comer —dijo sin tapujos—. Probablemente no sepáis de que os estoy hablando, a excepción del Judas que me está intentado coaccionar.
Los empleados, exhaustos, se miraban unos a otros.
—Voy a encontrarte, hijo de perra —amenazó—. El video que has grabado con cámara oculta no tendrá ningún valor en un juicio, ya me he asegurado.
Se acercó a algunos de sus empleados y los miró a los ojos.
—He hablado con la Agencia Española de Protección de Datos y están preparados para eliminar el video en cuanto lo cuelgues en internet —dijo entre risas—. Además, la prensa más relevante del país también tiene dado el aviso de no hablar de este caso, tanto en sus versiones digitales como las de papel.
Se plantó delante de uno de los veintidós extranjeros que trabajaban para su empresa.
—¿Por qué hay un moro trabajando en Lecheras Jiménez? —cuestionó sorprendido.
—Señor, yo no saber nada sobre vídeo que tú hablar —se defendió nervioso el marroquí.
Ricardo arrugó la mirada y le señaló desafiante.
—No me fio nada de los moros, sois rencorosos y perversos por naturaleza —le dijo—. ¿Quién es el responsable de tu contratación?
—Con los debidos respetos presidente, Moad es uno de los empleados más modélicos de…
—¡No digas estupideces! —le interrumpió—. ¡Los moros no son ejemplo de nada!
Se dio media vuelta y se encendió un cigarro.
—Esta reunión ha finalizado —concluyó—. ¡Continuad con vuestro trabajo!
Justo antes de salir por la puerta, Ricardo se dio media vuelta.
—¡Ramón! —gritó cabreado—. Entrégale a ese islamita los papeles del despido.
—Pero Ricardo…
—¡Hazlo!
La noche del martes al miércoles fue larga para todos los miembros de la familia Jiménez. Tras una cena en la que ninguno se atrevió a sacar conversación, fueron a dormir a sus respectivas camas, en donde tuvieron serios problemas para conciliar el sueño.
Misael no podía dejar de mirar el móvil, esperando a que su amigo Miguel le contestase a sus llamadas y mensajes.
Por otro lado, Lara no se sentía cómoda junto a Jenni, ella prefería jugar y charlar con Nerea sobre los temas afines que ambas compartían.
Lucía, era incapaz de sacarse a Diego de la cabeza.
Y, por último, a Ricardo le comían los nervios al pensar que uno de sus empleados podría subir el video grabado con cámara oculta en cualquier momento.
A la mañana siguiente, Misael, quien fue el primero en despertarse, entró a la habitación de su hermana.
—¡Lara, está nevando!
La joven, al escucharle, se levantó de inmediato y corrió al piso inferior de la casa.
—¡Nieva, nieva! —gritó emocionada mientras veía caer los copos por la ventana.
La exaltación de su hija atrajo la atención de sus padres, que no tardaron en aparecer en la cocina.
—Parece que está cuajando muy rápido —observó Ricardo—. Pongamos la radio.
Cambió el canal de música y sintonizó la emisora Radio Libertad.
…por ese motivo, les rogamos máxima precaución a la hora de desplazarse con sus vehículos. Les recordamos que las temperaturas máximas no superarán los 5º en el centro de Madrid, y se prevé que está ola de frío esté con nosotros hasta finales de semana. Por ahora, el transporte público parece funcionar de manera correcta, pero nos están llegando avisos de oyentes que, nos alertan de retenciones tanto en la M-40 como en la M-30 en varias partes de su trazado. Así mismo, les informamos que el acceso a la Pedriza…
Una llamada al teléfono móvil de Ricardo le obligó a bajar el volumen del transistor.
—¡Nora! —exclamó antes de que la criada pudiese abrir la boca—. ¿Dónde demonios estás? ¡Ya deberías estar aquí!
—Lo siento, señor —se disculpó—. El autobús se está retrasando, he tratado de llamarlo antes pero mi celular no tenía cobertura.
Nora vivía en el Distrito Centro de Alcobendas. Aunque La Moraleja es una urbanización perteneciente al mismo municipio, la realidad es que la diferencia adquisitiva entre unos vecinos y otros son abismales. Tal es el punto de desemejanza, que algunos lo conocen como La capital de la desigualdad.
—¡No quiero excusas, si el autobús no llega, ven caminando!
—Son cinco kilómetros y ya sabe que me acabo de recuperar de…
Ricardo colgó la llamada sin dejarle terminar la frase.
—Con este temporal es mejor que los niños no vayan al colegio —dijo con ceño fruncido—. Lucía, quédate en casa tú también. Yo debo acudir al trabajo, necesito desenmascarar al autor del vídeo o me volveré loco.
—De acuerdo.
Poco después de que el hombre se marchase, Lucía avisó a sus hijos de que ella también debía salir a hacer un recado. Lara quiso acompañarla, pero Lucía se negó, no quería que viese como sacaba dinero del banco.
—No salgáis, por favor, volveré enseguida.
Una vez comprobaron que se alejaba con el coche, ambos hermanos se vistieron de invierno para salir al exterior.
—¿A dónde vamos? —preguntó la pequeña.
—A casa de Miguel.
Tras caminar más de una hora entre la intensa nevada, llegaron por fin a las inmediaciones del chalet de su amigo.
—¿Quién es? —Miguel contestó por el videoportero.
—Soy yo, Misael.
Comprobó su identidad con la cámara y abrió la puerta del recinto.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —les preguntó—. Estáis muertos de frío.
Entraron al interior de la casa y la madre de Miguel les preparó dos tazas de api caliente.
—Miguel, escúchame, mi padre no puede obligarme a romper nuestra amistad —le aseguró—. Diga lo que diga, nosotros siempre seremos amigos.
El boliviano comenzó a llorar.
—Ya lo sé, Misa, perdóname por no haber contestado a tus mensajes y llamadas —se confesó—. No me marché por lo que dijo Rafa.
—¿Entonces? —cuestionó—. ¿Por qué motivo no has acudido al instituto estos dos últimos días?
La madre de Miguel se sentó junto a él y le abrazó.
—Nieve ya no está con nosotros —reveló la mujer con voz apenada—. Llevaba varios días encontrándose mal de las tripitas, así que el domingo a la mañana se lo llevamos a Mónica para que le echase un vistazo.
La mujer de Luis era la dueña de una clínica veterinaria en el barrio de Chamartín.
—Nos dijo que lo dejásemos en su casa esa noche para que le hiciese las primeras exploraciones —explicó—. Nos aseguró que, al día siguiente, ella misma se encargaría de llevarle a su clínica.
Miguel amaba a su gato con todo su ser.
—Sin embargo, el lunes temprano nos llamó para darnos la noticia… —murmuró entre lágrimas—. No pudo hacer nada por él.
El adolescente se zafó de sus brazos y se marchó enfadado a su habitación.
—Eh, Miguel, creo que se lo que te pasa —le dijo Misael nada más abrir la puerta del cuarto—. Crees que Rafa tiene algo que ver con la muerte de Nieve, ¿verdad?
El joven asintió tímidamente con la cabeza.
—¿Por eso te has ausentado del instituto? —le preguntó preocupado.
—Sí —respondió rotundo—. Por qué si me entero de que Rafa le hizo algo malo a Nieve, no sé cómo voy a reaccionar.
Misael le abrazó con fuerza.
—Escúchame, el viernes voy a asistir a esa fiesta de mierda —le comunicó—. Te prometo que, de haber hecho algo a tu gato, se lo haré confesar.
Miguel agarró el cuadro de Nieve y lo besó con mimo.
—En caso de que sea culpable, yo mismo me encargaré de darle una lección —le aseguró.
—Misa, eres el tipo más afable que conozco, no serías capaz de hacer daño a una mosca —le recordó el boliviano.
—Las personas cambian —dijo con los puños apretados—. He decidido dejar atrás mis miedos y luchar por las injusticias que estén a mi alcance.
La convicción con la que hablaba dejó de piedra a su amigo.
—Miguel, ¿dónde pasarás la noche del viernes? —le preguntó—. No estaré mucho con esa gentuza, en cuanto averigüe lo de Nieve iré contigo.
—He quedado con Rodri en el centro, vamos a cenar por Chueca y después tomaremos algo por allí —respondió.
—¡Genial! —exclamó—. Estate atento al móvil.
—Por cierto, Misa, ¿cómo van las canciones? —cuestionó intrigado—. ¿Crees que las tendrás terminadas para la semana que viene?
El chico cerró los párpados y suspiró apenado.
—La verdad es que no soy capaz de inspirarme, lo siento, trataré de hacer un esfuerzo.
El boliviano agarró su guitarra y la acarició con mimo.
—Ojalá acabes pronto —murmuró—. Cuando termines las maquetas en las que estás trabajando, me gustaría pedirte un favor.
Rasgó las cuerdas y produjo un sonido dulce y armonioso.
—¿Podrías dedicar una letra a Nieve? —le propuso entre lágrimas—. Lo haría yo mismo, pero sabes de sobra que mi capacidad para componer una canción no es comparable a la tuya. Tienes un don, Misael.
El chico levantó la cabeza y asintió con una sonrisa.
—A Nieve le encantaba oírnos tocar.
Seguía nevando con fuerza, por lo que la madre de Miguel se ofreció a acercarles con el coche hasta su casa. Gracias a los vehículos quitanieves, las vías de La Moraleja seguían siendo transitables.
Nada más entrar en casa, su semblante alegre cambió por completo.
—¿Dónde demonios habéis estado?
Para su desagradable sorpresa, Ricardo se encontraba sentado en el salón. Varios accidentes de tráfico habían dejado incomunicados los accesos a Soto del Real, por lo que había regresado a casa poco después de que ellos la abandonasen.
—Hemos ido a jugar con la nieve —respondió Misael.
Su padre dio un sorbo al botellín de cerveza que sostenía en la mano y lo apoyó en la mesa de ébano.
—¿Y vuestra madre?
Los dos levantaron los hombros de manera simultánea y se apresuraron por cambiarse de ropa.
Poco después, la puerta de casa se abrió.
—Hola… —saludó Lucía con timidez.
Al ver el coche de su marido en la entrada, era consciente de que se encontraba en el interior de la morada.
—Hijos, subid a vuestras habitaciones —Ricardo se levantó de la silla—. Y tú, Nora, sigue con tus tareas.
Misael se encerró en su habitación, no quería saber nada de la discusión que se preveía entre sus progenitores. En cambio, Lara, permaneció escondido arriba de las escaleras, preocupada por su madre, mientras la criada continuaba ejerciendo las labores del hogar.
—¿De dónde vienes? —preguntó Ricardo con rostro enfadado—. Creí haberte dicho que te quedarás con los niños.
La cara de su mujer denotaba nerviosismo.
—Salí a hacer unos recados.
—¿Dónde están?
Lucía, con respiración agitada, se miró ambas manos.
—He debido dejármelos en la cafetería, ¡qué cabeza la mía!
Ricardo se acercó a ella y la acercó el teléfono móvil a la cara.
—¿Acaso crees que soy gilipollas? —cuestionó con ojos desencajados—. ¡Me ha llegado un aviso de la retirada de veinte mil euros!
Su mujer, exhausta, se había quedado sin palabras.
—¡El mes pasado hiciste una retirada de catorce mil! —continuó voceando—. ¡¿Qué está pasando aquí?!
La respiración agitada de su marido llegaba incluso a moverla el flequillo.
—¡Nora! —gritó desbordado—. ¡Haz que se calle ese puto canario o lo tiro al contenedor de la basura!
La sirvienta se apresuró por tratar de tranquilizar a Pigdey, mientras unas desagradables gotas de sudor frío comenzaron a resbalar por la espalda de Lucía.
—Yo… —bisbiseó al mismo tiempo que trataba de idear alguna excusa—. Lo cierto es qué…
Ricardo la agarró del brazo y la empujó hacia él.
—Quería darte una sorpresa —dijo con perspicacia—. Estoy sacando dinero a escondidas para comprarte un regalo de cumpleaños.
Las palabras de Lucía le dejaron descolocado.
—Todavía quedan cuatro meses para que cumpla los cuarenta y cinco —dijo entre dientes.
—Lo sé, pero es un regalo muy especial.
El hombre la soltó y regresó a la mesa para terminar la cerveza.
—Lo siento, cariño, perdóname —se disculpó—. No estoy pasando por un buen momento.
Lucía, aliviada, tragó saliva.