(Mediante consejos y críticas desde la constructividad, he republicado y he reescrito la historia que publiqué hace un par de semanas. Ya he reportado a moderación que suprima las publicaciones de los anteriores).
Durante este tiempo he sabido que Carlota ocultaba algo. Algo que forma parte de su alma, pero con lo que la han hecho sufrir mucho a lo largo de su vida.
Ella. Tan noble, sentimental, inteligente, culta, tímida, introvertida, empática, sentimental, cariñosa conmigo… Asperger como yo. Tan especial, tan de otro mundo… Un ángel como el sol, caído del cielo. Más de lo que siempre soñé en una mujer.
Su triste mirada. Memoria de un pasado marcado por la temprana pérdida de sus padres, abusos físicos y psicológicos, ansiedad y depresión. De una constante lucha para encajar en este mundo. Tan vulnerable y tan fuerte y valiente a la vez… Carlota: de origen germánico, «mujer fuerte y guerrera». Judit: de origen hebreo, «alabada de Dios».
Carlota Judit. Preciosos nombres. Por alguna razón que todavía desconozco, prefiere que la llamen Carlota, aunque tengo la absoluta certeza de su amor hacia sus dos nombres por igual desde lo más profundo de su entraña. El día que nos conocimos, al haberme dicho su nombre con su peculiar y bella sonrisa que tanto me enamoró, ocultó discretamente la mirada y le mudó el semblante de repente, como si la tristeza que tanto caracteriza su mirada se hubiera difuminado por completo en su rostro. Fue entonces cuando me dijo, con un tenue hilo de voz y en un tono que yo interpreté como una desolada súplica: «em pots dir amb el nom que vulguis, però prefereixo que em diguin Carlota, si us plau» («me puedes llamar con el nombre que quieras, pero prefiero que me llamen Carlota, por favor»). Aunque las palabras comunicaran una cosa, el tono de voz y la mirada que las acompañaba me transmitían otra.
Desde aquel verano que nos conocimos y en especial siempre que hemos consumado nuestro amor hasta la fecha, siempre he intuido que en sentido ascendente desde la cintura su piel nunca se libra enteramente de sus prendas. Cuando nuestros cuerpos se sumergían en las frías aguas marinas, las de la piscina del hostal y las de la ducha que compartíamos de vez en cuando, siempre advertí que ocultaba minuciosamente su espalda, ya fuera con su triquini negro, que la cubría en la medida de todo lo posible, o con su indómita cabellera. Siempre que la abrazaba sentía un extraño tacto en su espalda, como si llevara tatuada a fuego una grande, profunda y discontinua cicatriz cubierta con una especie de segunda piel para disimularla. Con el semblante triste me decía que no se sentía todavía preparada para mostrar esa parte de su cuerpo. Cuando le pregunté el porqué, me dijo que algún día me lo explicaría todo, pero que necesitaba su tiempo, ya que era algo que le afectaba mucho y con lo que le han hecho mucho daño y que me lo explicaría todo cuando se sintiera preparada. Yo la entendí perfectamente y le dije que cuando se viera con fuerzas me lo contara todo con calma, que yo jamás la juzgaría ni la haría sentir mal.
Hace ya un mes y medio que mi mirada no logra alcanzar sus brazos desnudos. Todas las veces que hemos consumado nuestro amor durante este tiempo nunca se ha desasido de las prendas que cubren su cuerpo de cintura para arriba. Para mí no supone ningún problema, no necesito estrictamente la contemplación de su torso totalmente desnudo para que me sonroje, mi corazón palpite y mi cuerpo sienta calor y humedad. Con la mera visión de una sola parte, especialmente en sentido descendente desde la cintura, ya me basta. Además, es invierno y pasa todo más desapercibido. Pero igualmente es algo que me empieza a inquietar.
Carlota, a pesar de su amor por la comida en abundancia, no come de todo, sobre todo según qué carnes y mariscos, entre más alimentos. Siempre recordaré aquel día que fuimos a comer en un chiringuito de la playa e invadida por su inquietud gastronómica, tomó discretamente de mi plato aquel delicioso musclo con limón y lo degustó con suma sensualidad… Pensé que tal vez tenía una intolerancia alimentaria, aunque a cada una de mis preguntas su respuesta siempre era: «algun dia t’ho explicaré, amor» («algún día te lo explicaré, amor»).
Hay un día de la semana en especial en el que Carlota se siente todavía más triste de lo que es habitual por su sensibilidad y sus traumas del pasado (algo que exterioriza con muchísima pena, jamás dañando a nadie), y ese día es el sábado. Cuando convivimos juntas durante aquel espléndido mes de agosto en el que nos conocimos, me percaté de que cada semana a partir del atardecer del viernes y durante el sábado Carlota se sentía muy triste y mataba las horas sentada en el sillón de la habitación del apartamento que compartíamos con los ojos vidriosos, pensativa y leyendo un libro bastante grande, algo que por entonces me pasaba muy desapercibido, ya que estaba más que acostumbrada a verla leyendo libros bien tochos, especialmente sobre historia de la Edad Antigua y de la Edad Media, clásicos grecorromanos traducidos y también de la literatura catalana y española medieval en la versión antigua de las dos respectivas lenguas, es por ese motivo que no notaba nada «extraño» en su lectura.
En las mismas vacaciones en la Costa Brava me percaté también de que los viernes por la noche siempre cenaba con un par de velas encendidas y sostenidas por dos grandes y bonitos candelabros de plata encima de la mesa de la terraza del jardín en el que comíamos, algo que tampoco me parecía extraño porque a veces comía rodeada de velas, aunque no como las que utilizaba en la cena del viernes, que sí que eran realmente una pasada. Siempre se cocinaba y cenaba lo mismo: una sopa con trozos de pollo, maíz, zanahoria, cebolla y apio y un filete grande de merluza al horno con cebolla y pimientos. No obstante, lo que me sorprendía más aún es que Carlota, a pesar de no tomar alcohol y de ni tan siquiera gustarle, siempre antes de la cena del viernes bebía una especie de vino con una preciosa copa y también que siempre comía un pan especial en forma de trenza amasado y horneado por ella misma, del que siempre degustaba una gran rebanada después de tomar el vino y antes de las comidas.
Por lo que podía permitirme observar, llevaba siempre a cabo el siguiente ritual: encendía las velas, aunque nunca alcancé a ver exactamente cómo las prendía y lo que hacía, ya que siempre se las arreglaba para llevarlo a cabo en soledad. Después estaba unos minutos leyendo un libro y tarareando unas bellas melodías, algo que tampoco me extrañaba mucho porque es algo que hacía muy a menudo y además porque ella a veces devoraba sus libros de literatura e historia mientras comía, no exclusivamente en estos momentos. Pero los viernes y los sábados en concreto me fijaba en que leía más detenidamente, haciendo varias pausas y tarareando esas hermosas melodías con más sentimiento, con los ojos vidriosos, hasta el punto de haberme parecido ver caer de sus preciosos ojos más de una lágrima. Pasados unos minutos, llenaba de vino su preciosa copa hasta el tope, se lo tomaba, se levantaba, se dirigía hacia la cocina y transcurridos unos cinco minutos regresaba a la terraza donde comíamos con una gran rebanada de su pan trenzado y finalmente procedía a comer. Primero el pescado, después la sopa de pollo, algo un tanto curioso.
Además, a lo largo de la semana Carlota siempre utilizaba los platos, vasos y demás utensilios corrientes de cocina que ya se encontraban en el apartamento, pero los que utilizaba durante la cena del viernes, el desayuno y el almuerzo del sábado eran de dos vajillas de plata diferentes para según qué comida y un precioso mantel con grabados y motivos vegetales estampados de colores azul y dorado.
Por si fuera poco, los sábados al mediodía también comía siempre lo mismo, cocinado con rigurosa antelación del mismo modo que la cena del viernes, lo que entonces tampoco me sorprendía, ya que Carlota ama cocinar y además lo hace EXCELENTE: un guisado aun tanto peculiar y al mismo tiempo con un aspecto y un olor deliciosos, compuesto de frijoles, patatas, huevo, cebollas, carne de buey y especias varias.
Un detalle que también he advertido cada vez que voy a visitarla a su casa es la misteriosa esquina de su habitación, cubierta con una cortina y repleta de cajas y bolsas de lo que a simple vista parecen ser recuerdos destartalados de los que, por algún motivo, no logra desprenderse.
Carlota hace acopio de grandes esfuerzos para pasar desapercibida, pero si hay algo que se le hace bastante cuesta arriba es disimular. Siempre respondía a mis inquietas preguntas con un «algun dia t’ho explicaré, això no és fàcil per a mi, dona’m temps, però algun dia t’ho explicaré, t’ho prometo» («algún día te lo explicaré, esto no es fácil para mí, dame tiempo, pero te lo explicaré, te lo prometo») seguido de su triste mirada y de un tierno beso en la frente y en la mejilla.
El idilio entre nosotras sigue su bello curso. Estoy tan enamorada de ella como aquellos días que nos conocimos en aquel pueblo de la Costa Brava y más todavía. A cada hoja que desciende del calendario la amo más y más. Lo que va a suceder en el transcurso del bello atardecer de un gélido viernes de mediados de diciembre en el que Carlota me invita a cenar y a dormir a su casa nos va a unir más y más.
Carlota: «mujer fuerte y guerrera».
Judit: «alabada de Dios, judía».