Primera parte:
Una pequeña muestra de amor puede ser difícil de explicar.
Cuando tenía quince años sólo pensaba en una sola cosa: sexo, ver sexo, oir al respecto del sexo y cómo tener sexo.
En la era de la información, digamos que eso es sencillo, pero en ese entonces los adultos estaban en esa etapa intermedia que te hablaban de ciertas cosas, pero era imposible hablar de eso con alguien que en verdad supiera de lo que hablaba.
Tenía un grupo de desgraciados como yo, un par de ellos decían que habían mojado la pistola y nos contaban al resto, sin dejar detalles de lado. Yo me sentía asqueado de oír cómo hablaban así de sus novias. Me decía que yo nunca hablaría así de la mía, pero igual escuchaba todo el relato y se me paraba como a todos los demás.
La película American Pie no ayudó para nada. Pero me terminó dando una idea que, de cierta manera, alivió una parte de mis impulsos.
Le fuí honesto a María, después de todo era mi novia, la amaba y la deseaba y teníamos casi la misma edad. Le revelé mis deseos un día que me visitó. Bueno, quizá “revelar” no sea la expresión adecuada. Pero me estoy adelantando a la historia, ya llegaré a ese punto.
Con frecuencia nos encontrábamos en el parque cerca a su casa para hablar. Al vivir en un pueblo pequeño teníamos la ventaja de poder caminar juntos todo el tiempo. En ese parque nos encontrábamos y todos los que pasaban nos veían hablar acaramelados. Un día mi mamá me propuso que invitara a mi “amiguita” a la casa y cuando le hablé de eso María, ella insistió que sería buena idea. Mi mamá la recibió de forma muy alegre e hizo algo que no esperaba, algo que sin saberlo sembró la semilla del deseo entre los dos de más de una forma: la dejó subir a mi habitación.
Ahora bien, sé lo que están pensando, pillines, pero no. No lo hicimos. Al menos no en mi habitación.
Sus visitas se volvieron más o menos frecuentes. Mi mamá era permisiva y nos daba un espacio suficiente, no le hacía muchas preguntas y eso nos daba cierta libertad.
María es la novia más tierna y la mujer más hermosa del mundo. Sus ojos son enormes, marrón claro como las hojas en otoño, con un brillo intenso que irradia felicidad. Cuando ella te mira, te puedes olvidar del resto del mundo. El tiempo y el espacio se doblan en su mirada. Empezábamos a hablar y de repente mirábamos a nuestro alrededor y ya iba a atardecer. Siempre la acompañaba hasta al parque cercano a su casa y nos despedíamos con una risita y un tierno beso en la mejilla.
La piel de mi novia es blanca, ¿qué tanto? pues, les puedo decir que no tan blanca como el talco, pero sí lo suficiente como para ponerse rosada cuando la sujetaba de la mano. Su cabello es negro, así que cuando ella estaba seria, el contraste de ambos tonos me hacían pensar en el yin yang.
En las noches soñaba con ella y en las mañanas tenía que ser el primero en llegar al baño. Aunque en cierta ocasión al arreglar mi cama, no noté que mi deseo por ella se había quedado adherido a las sábanas. ¡Bendito sea Dios!
Ese mismo día en que derramé mi amor por ella la noche anterior, María llegó en una de sus visitas esporádicas. Mi mamá salió de la casa y nos dimos cuenta. Me puse algo nervioso, porque, bueno… ustedes saben lo que quería. Pero no tenía ni idea de cómo hacer que mis sueños se volvieran realidad.
Ella se acostó en mi cama. Se veía hermosa. Entonces empezó a mirarme en silencio y ambos nos reímos. ¿Me estaba imaginando algo?
Me acerqué a ella sin decir nada y me recosté a su lado. Nuestras miradas estaban conectadas. No sabía qué decir. María me dijo que yo actuaba raro y yo me quedé en silencio. Levanté mi mano queriendo alcanzarla, pero noté que estábamos un poco lejos y me acerqué despacio. Toqué su pómulo, con cuidado, como si ella estuviera hecha de porcelana y yo temiera romperla. Mi mano tomó confianza y ella cerró los ojos. Era ahora o nunca. Cerré los ojos y me acerqué a ella. Nuestras narices chocaron despacio, pero no tuve que hacer más, ella se acercó los últimos centímetros.
Al abrir los ojos nos echamos a reír a carcajadas. Yo la quería abrazar, besar, no dejarla ir nunca. Congelar ese momento, rebobinarlo y volverlo a reproducir cada noche.
Ella me preguntó si sabía besar y le fui honesto.
Ese fue nuestro primer beso, pero también fue mi primer beso.
Ella acarició la sábana, primero fue una pasada suave, luego volvió al mismo lugar, y de nuevo, y otra vez. Entonces me pidió que tocara. En mi inocencia lo hice y cuando ella me preguntó por la parte áspera de mi sábana entré en pánico.
Actué como un estúpido y ella lo notó de inmediato. Yo en mi vergüenza no sabía qué decir e inventé una excusa muy burda de haber derramado un vaso de leche, pero ella se sintió ofendida por mi mentira. Ella, en su inocencia, no sabía interpretar lo que había sucedido. Para entonces las clases de educación sexual se centraban en el uso del condón. Sólo una chica experimentada sabría el significado sin tener que pedir explicaciones.
Así fue como justo después de haber tenido nuestro primer beso, pasamos muy rápido a nuestra primera discusión.
Cuando mi mamá llegó y me preguntó por María yo me encontraba acostado en mi habitación mirando al techo. Cuando repitió su pregunta me puse a llorar de rabia y desconsuelo de no saber qué decir.