Algo está mal en la casa. Usa no sabe qué es. Todo parece en su sitio, y sin embargo algo terrible se ha filtrado por algún sitio; algo que hace que el aire se sienta pesado a ratos y que nada esté como debiera. Una especie de tormenta silenciosa, invisible, que estremeciera desde dentro los muros de la casa. La casa ya no es casa de un tiempo a esta parte.
La casa ya no es casa, pero todo está igual. Los mismos sonidos. La madera crujiendo como siempre por la noche. La vida interesante de mucha gente ocurriendo al otro lado de la ventana. Los juguetes suyos desparramados por el suelo: esos ratoncitos de colores que cuando ella los empuja se mueven endemoniados, la pelotita de felpa, la cuerda y las gomas de pelo de Patricia.
Patricia, su adorada humana. Ahí está también, sin moverse de la cama. Ya no se levanta ni para ponerle la comida. La mano que alimenta a Usa ahora es otra; siempre a la misma hora sin fallar nunca, aunque es una hora diferente.
Patricia ya no va al salón. Parece que la tristeza la dejó varada en el dormitorio estos últimos días. O quizá no sea la tristeza; tal vez se trate de algo peor, porque el caso es que nada, ni siquiera Patricia, marcha en casa como debiera.
De hecho, lo realmente terrible es que Patricia parece no estar. Usa va al dormitorio varias veces en el día y en la noche, para comprobar que sigue estando sin estar. Ha llegado a buscarla por toda la casa, por si acaso lo que está en la cama fuera sólo su cuerpo que respira y no ella. Pero no la encuentra. Ni en la cama ni fuera de ella.
Ha buscado en la cocina, en el baño, en el pasillo, hasta detrás del piano… pero ni rastro de su sonrisa, ni de esa voz de terciopelo capaz de acariciarle el pelaje rayado. Ni el más leve susurro reconocible ha podido rescatar.
La echa de menos, y eso duele tanto que ya no tiene ganas de comer. Si pierde a Patricia, ha perdido todo. La añoranza, sin embargo, tiene un momento de tregua dulce en la madrugada, cuando Usa sube a la cama, desesperada por no encontrar a Patricia en la casa, y se hace un ovillo contra el pecho humano que de algún modo inexplicable sigue estando ahí. Sólo en ese lugar puede reconocer a Patricia, porque el latido de su corazón sigue siendo el mismo. Aunque los brazos de ella, rígidos por el daño cerebral tras la ingestión masiva y deliberada de cierto tipo de pastillas, ya no pueden abrazarla.
Se siente muy extraña la ausencia y la presencia a la vez. Pero el latido sigue siendo el mismo, y finalmente Usa se queda dormida en el que siempre ha sido su lugar seguro desde que era pequeña, ronroneando feliz por la fidelidad del instinto.
Tal vez mañana todo vuelva a su sitio, al sitio que debiera. Quizá mañana Patricia bese su cabeza y se levante para ponerle la comida como siempre, susurrando el nombre que sólo ella utiliza para llamarla, acariciándola con su voz como sólo ella puede hacer.
Seguro que sí.
[este pequeño relato forma parte de un trabajo llamado “Cátcher”.
Muchas gracias por leer].
*inspirado en el poema “Gato en un piso vacío”, de Wisława Szymborska.