¡Buenas! A continuación os dejo mi primer relato, La Reina del Desierto. Siempre he escrito cosillas por aquí y por allá, principalmente para mi propio disfrute. Esta es la primera vez que publico algo de estas características. Dibujé una portadilla, pero no he encontrado forma de subirla. De todas formas dejo por aquí un enlace a wattpad donde también se puede ver: La Reina del Desierto - Wattpad
Soy consciente de que, por mucho que lo haya revisado, seguirá estando plagado de errores, tanto gramaticales como estructurales, así que las críticas de cualquier tipo serán bienvenidas, faltaba más. ¡Para eso estamos aquí! Espero que os guste. ¡Un saludo!
1-
Las temperaturas se habían desplomado a límites insoportables y horribles ventiscas habían sacudido la cabaña durante la última semana. Por suerte, entre aquellas cuatro paredes tenía todo lo que necesitaba. El frío era perfecto para conservar las provisiones en buen estado y, en ausencia de un refrigerador, era lo único que podía agradecer a la tormenta. Dentro de la despensa había un poco de cada cosa, y todas eran necesarias. En los destartalados estantes atesoraba una pequeña cantidad de carne y pescado en lata, maíz, frutos secos, algunas piezas de caza pequeñas como conejo, incluso alguna ardilla, cuya carne correosa servía como sufrido tentempié; café molido, botellas que rellenaba con la nieve que derretía dentro de un cubo junto al fuego, y lo más importante de todo: vodka, vodka en grandes cantidades, cuyo único propósito (¡por supuesto!) era el de mantener el calor corporal. De la joya de la corona, un pedazo de jabalí en salazón, sólo quedaba el delicioso recuerdo.
El interior de la despensa se vaciaba con lentitud pero sin descanso. Descanso que rara vez ofrecía el temporal. Aprovechaba los momentos en que la ventisca amainaba para deshacerse de toda la nieve acumulada en la puerta con una vieja pala oxidada. Aquellos esfuerzos le desgastaban poco a poco, pues dormía en cortos intervalos para evitar que el fuego se extinguiese. La enorme pila de tacos de leña, que se erguía como testigo silencioso de su lucha contra el frío, descansaba en una esquina, ocupando una buena parte del espacio.
El silbido ensordecedor del viento hacía crujir las ventanas, tapiadas con unos pocos tablones. Una pertinaz gotera le había obligado a sacrificar uno, y las llamas titilaban con los hilos helados que se colaban por las rendijas.
Las horas podían hacerse eternas en aquel monte perdido de la mano del señor y, para matarlas, contaba con entretenimiento, tanto intelectual como puramente lúdico. Así lo atestiguaban un par de libros de tapa dura con las hojas reblandecidas por la humedad, leídos y releídos hasta que habían dejado de tener sentido, la baraja de naipes españoles a la que le faltaban un par de cartas y las piezas de ajedrez dispuestas sobre un ajado tablero. La partida no pintaba demasiado bien para las blancas. Sólo un par de movimientos y el jaque mate sería inminente.
Sin embargo, pese a tener todas estas distracciones al alcance de la mano, lo que más horas de su tiempo consumía era mirar el fuego. La danza armoniosa de la lumbre en la chimenea le resultaba hipnótica. Le recordaba a aquella bailarina exótica del circo ambulante que había visitado su pueblo cuando él era apenas un preadolescente. La mujer a la que había dedicado tantos momentos de soledad a lo largo de los años.
Podía verlo como si lo tuviera delante.
El ambiente huele a palomitas y dulces, y los espectadores, que en su mayoría son sus vecinos, comentan cada número del espectáculo. Sus padres están sentados a su lado. Ha costado convencer a su padre para que venga. Pese a dedicarse a la caza, no le gusta que se exprima el sufrimiento animal. Pero él sí quiere ver al magnífico león y al majestuoso elefante. Para su desgracia ninguno de los animales dibujados en el cartel hacen acto de presencia durante el transcurso de la noche, pero ésta le tiene otras sorpresas reservadas.
Los malabaristas terminan su número, y a decir verdad lo han hecho bastante bien. El público aplaude y algún espectador, con toda probabilidad el tipo más gracioso de su casa, grita «¡esto también lo puedo hacer yo!», y al comentario lo acompañan algunas risotadas. Entonces el anfitrión de la velada sale al escenario.
«¡Damas y caballeros! Especialmente los caballeros, ¡que ninguna dama se ofenda!», anuncia el regordete jefe de pista, con ese sombrero de copa enorme y ridículo que contrasta con el frac en el que está embutido. Detrás de él los malabaristas se ocultan tras la lona, ansiosos por fumar un pitillo.
«Mío es el placer de presentarles a la reina del desierto. Llegada desde la lejana Arabia, donde el sol nunca duerme: ¡Sherezade! ¡El sensual movimiento de sus caderas ha hecho suspirar a mil y un príncipes y reyes! Ah, ¿cuántas dinastías han caído rendidas ante los ojos negros cual noche sin estrellas de esta belleza del Oriente? Si ellos no pudieron resistirse ante sus encantos, es mi deber advertirles: ¡ustedes tampoco lo harán!», y entonces se retira con una reverencia teatral mientras camina de espaldas.
Un instante después aparece en el centro del escenario la mujer más bella que ha visto en toda su corta vida. Algunos hombres del público silban y otros gritan piropos un poco subidos de tono.
La reina del desierto hace una sutil reverencia ante el público. Viste con telas sedosas y coloridas que ondean como susurros encantados con cada uno de sus pasos. Un discreto corte en el corpiño muestra el nacimiento de su pecho, pequeño pero orgulloso. Su piel posee un cálido tono dorado que da fe de sus raíces en tierras lejanas y exóticas. Un velo vaporoso oculta la parte inferior de su rostro y Sherezade, cuyos ojos son, en honor a la verdad, negros como una noche sin estrellas, se prepara para su actuación.
Y comienza a danzar al son de las notas del laúd. El músico es un espectro al que nadie recordará. Todas las miradas están embrujadas por ella.
Cada giro de la reina del desierto es un conjuro, cada ola de su mano un hechizo, y su oscuro cabello un río de tinta. Su vestido tiene vida propia, y cada pliegue y movimiento de los tirabuzones de vibrantes tonalidades reverbera en armonía con el ritmo envolvente de la música. Sus caderas, que tanto han hecho suspirar a príncipes y reyes, se mueven con una suavidad casi etérea.
La tenue iluminación acentúa su presencia mientras la mujer vuela de una punta a otra del escenario, dejando tras de sí estelas de nuevos colores. El público está en completo silencio.
Así el joven Fernando Morales experimenta su primera erección.
Una erección que viajaría a través del tiempo y el espacio para reaparecer en su yo adulto, acurrucado frente a las chisporroteantes llamas de la chimenea.
Un rato más tarde se durmió con Sherezade en mente y el viento diabólico aullándole a la luna. Cuando despertó con la boca pastosa, el silbido de la ventisca le saludó con inmisericorde fiereza. Y así fue noche tras noche y día tras día, hasta que una buena mañana lo que escuchó fue el canto de los pájaros.
La calma de ese precioso día se presentó como una pepita de oro entre el barro, y él se sintió como un viejo y desdentado buscador de fortunas que había excavado en el lugar y momento adecuados. Muchas madrigueras empezarían a quedar al descubierto tras licuarse la nieve durante las primeras horas del día, mientras el sol contemplara sus dominios desde las alturas.
Se tomó el último trago de café negro, oscuro como los ojos de la reina del desierto, y escupió una voluta de vaho que se convirtió en la única nube del paisaje. Sonrió con profunda satisfacción al observar el cielo despejado en todos los frentes. Pese a que aún le quedaban provisiones para un par de días más, no quería tentar a la suerte. No sabía cuándo volvería el temporal, ni cuánto duraría si lo hacía.
Decidió ponerse manos a la obra. Se armó con el viejo rifle, se echó las pesadas correas de arrastre al hombro y cerró la puerta de roble de la cabaña con la llave de acero macizo. Luego se internó en la espesura en busca de alguna bestia incauta. La perspectiva de una buena cantidad de horas de luz por delante le había levantado el ánimo. Pero, para su desgracia, no tenía nada más fiable que su intuición para pronosticar el cambio del caprichoso clima.
No tardó en encontrar huellas, que por su forma y tamaño indicaban la presencia de un ciervo en las inmediaciones. Hay que tener valor para arrancar la vida de un animal tan majestuoso, pensó. No le satisfacía matar, pero le habían enseñado a hacerlo con estoicidad, siempre y cuando la situación lo requiriese. Y aquella situación lo requería.
Una pieza tan considerable le ayudaría a subsistir durante una buena temporada. Respiró profundamente y el aire gélido llenó sus pulmones, y echó a andar tras el rastro, con el sonido crujiente de sus pasos restallando de un tronco a otro.
Habían pasado más o menos dos horas de búsqueda infructuosa cuando el tiempo empeoró y decidió tirar la toalla. Dos horas, ínfima fracción del horario diurno, y aún así lo suficiente como para alejarse demasiado del calor por el que ahora suspiraba. Calculó que lo tendría a su alcance, con un poco de suerte, tras otras dos o tres horas de dificultosa caminata. Tenía la fortuna de conocer aquella zona como la palma de sus manos, pues la ventisca se estaba haciendo cargo de eliminar cualquier rastro que pudiera haberle facilitado el camino de vuelta. Salvo los árboles. Los árboles eran la mejor baliza. Siempre estaban en el mismo sitio y cada uno era hijo de sus propios padres, retorcidos de formas singulares. Sus siluetas se antojaban tenebrosas al destacar en el borroso paraje grisáceo.
Maldijo para sus adentros tener que volver con las manos vacías. No era un hombre religioso, pero se sorprendió rezando por no tener que esperar mucho tiempo para poder salir a cazar de nuevo. La maldita tormenta había aparecido prácticamente de la nada. Las nubes negras se congregaron a toda velocidad y enturbiaron el hasta entonces magnífico día, obligándolo a buscar refugio bajo un abeto. Desde allí vio con impotencia cómo las huellas del ciervo desaparecían al paso del torbellino blanco. Si se era supersticioso, y en cierto modo Fernando Morales lo era, podía interpretarse como una forma del propio monte de proteger lo que era suyo.
Pasado un cuarto de hora que le resultó interminable, y aprovechando una momentánea remisión de la ventisca, reanudó la marcha. La espesa capa de nieve se quebraba bajo el peso de sus pies que, en algunos tramos, se hundían casi hasta las rodillas.
El temporal arreció de nuevo, pero él ya no podía permitirse el lujo de ponerse a cubierto. Se cubrió los ojos con la mano libre mientras con la otra sostenía con firmeza la correa del arma. Tenía que salvar la distancia que lo separaba de la cabaña. Y cuanto antes mejor.
Los zarpazos del frío comenzaron a cortarle las mejillas, que eran la escasa porción de piel que no estaba a buen resguardo del impacto del granizo. Escuchaba el repiqueteo a lo largo de todo el grueso abrigo de piel de cabra, y pensó en lo mucho que se parecía al crepitar de un buen fuego. Las caderas de Sherezade, sinuosas, flotaban bajo las sedas ondeantes. Tenía muchas ganas de volver a verla.
Un bramido gutural se alzó por encima de la ensordecedora ventisca y lo sacó de sus dulces pensamientos. Se detuvo, intentando discernir de dónde procedía el sonido.
La figura de un ciervo emergió de la atronadora neblina con la misma delicadeza que habría tenido un espíritu de la naturaleza. Los ojos del animal, que irradiaban una inquietante tranquilidad, se posaron en los suyos. La mandíbula se mecía de un lado a otro mientras la criatura mascaba un montón de hojas, y su imponente corona de cuernos se entrelazaba con las ramas de los marchitos troncos lejanos.
Era su oportunidad, la pieza que le garantizaría el sustento durante los próximos días, y la que le permitiría alargar su estancia en la cabaña. No sabía si volvería a la montaña tras aquel invierno. Necesitaba atar todos los cabos sueltos antes de irse.
Su pulso se aceleró. Sin hacer un solo movimiento brusco, alzó el rifle. El ciervo seguía allí, desafiante. Venga, da un paso en falso, atrévete. Me esfumaré, y conmigo se esfumará tu posibilidad de volver a llenar la panza. Y también la de volver a casa.
—No te muevas, amigo. Te necesito —susurró, y apuntó a la cabeza. El ciervo la levantó, desconocedor del peligro que se cernía sobre su preciado pellejo. El corazón del cazador latía con fuerza, rifle en ristre. Cada segundo que transcurría era una apuesta en su contra. Contuvo la respiración.
Los dedos helados apretaron el gatillo.
El disparo horadó el grito ensordecedor del viento, y el ciervo rugió y trastabilló y cayó sobre sus cuartos traseros. La sangre tiñó de rojo la nieve y se esfumó bajo una bocanada gélida casi con la misma velocidad. Fernando se preparó para disparar de nuevo y el ciervo, enloquecido, dio un brinco y lo embistió.
Ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse.
Las afiladas astas se hundieron en su costado, atravesando el abrigo de piel de cabra y partiendo una de las correas de arrastre. Ahora era él quien caía sobre sus cuartos traseros. El grito de dolor que escapó de sus pulmones asustó aún más si cabe a la ya aterrorizada bestia, que se alejó brincando y dejando un reguero de sangre tras ella. Tanto el ciervo como su rastro carmesí desaparecieron casi al instante.
—Me cago en la puta, me cago en la puta, ¡me cago en la puta madre!
Su respiración se agitó casi con las mismas revoluciones con las que el vendaval hacía bailar a los árboles. Una sensación abrasadora cabalgó a través de todo su cuerpo a lomos del latido de su corazón y en su campo de visión brotaron con la misma cadencia destellos cegadores, cada uno de ellos acompañado de una punzada caliente y viscosa.
Clavó el rifle en la nieve para ayudarse a ponerse en pie, pero el dolor lo derribó y una sinfonía desafinada compuesta por notas tortuosas le recorrió de los pies a la cabeza.
¡Hay que ser idiota! El ciervo sólo podría habérselo puesto más fácil si hubiera aparecido asado en la puerta de la cabaña. ¡He apuntado a la cabeza! ¡He apuntado a la puta cabeza del puto animal majestuoso de los cojones!
Se arrastró de forma lastimosa, buscando refugio bajo un árbol cercano. Cada movimiento desencadenaba una nueva oleada de tormento, como si las astas del ciervo aún estuvieran alojadas entre sus costillas.
El frío se había aferrado a su papel de antagonista implacable y no parecía dispuesto a abandonar la escena. Las lágrimas de dolor se congelaban en sus ojos, nublando aún más su visión asediada por un mar de estrellas. Se recostó como pudo contra el árbol, acompañando el gesto con otro berrido agónico que rivalizó con el del viento. Los espasmos de dolor ardiente danzaban y se contoneaban del mismo modo en que lo hacía la reina del desierto. Y, al igual que las delicadas sedas de su vestido, susurraban y ascendían y bajaban en espirales de colores. Bajo su piel, sobre sus músculos, de hueso a hueso.
Tragó saliva y le dio la sensación de tener una piedra en el gaznate. Miró en dirección a la zona afectada con intención de evaluar la gravedad de la herida.
Cuando vio el abrigo, agujereado y ensangrentado, no pudo evitarlo y se echó a llorar.
2
¿A cuántos peligros y ventiscas terribles habría sobrevivido aquel abrigo? Confeccionado a mano por él mismo, el ahora viejo y ensangrentado gabán había sido el fiel compañero de fatigas de Alfredo Morales durante sus frecuentes escapadas a la montaña, donde solía pasar los inviernos en la más absoluta de las soledades.
Era de las pocas cosas que Fernando había heredado de su padre, junto con la casa familiar, la cabaña del monte y, según solía decirse en el pueblo con palabras no tan exquisitas, el nulo instinto de auto-preservación. En el citado pueblo, hablar sobre los Morales era ya toda una tradición, sobre todo en la taberna. Y desde luego, ¡faltaría más!, desde la desaparición de Alfredo.
De hecho, ese mismo día, y más o menos a la misma hora en que Fernando se desangraba en la nieve, los habituales de Casa Alameda debatían animadamente sobre el asunto, al que volvían una y otra vez por aquellas fechas. En el exterior de la taberna el sol había dado paso a una nevada furiosa y unas sombras oscuras se habían adueñado de las montañas aledañas.
—Hay que ver cómo ha cambiado el día, ¿eh? —vociferó Emilio el albañil para que todos lo escuchasen mientras entraba en la taberna, calado de los pies a la cabeza—. Con lo bueno que hacía, por Dios.
—Sí, pero cierra la puerta que se va el gato —le espetó el tabernero, Alameda, desde la barra.
Allí, congregados alrededor de la mesa en la que todos los días jugaban al mus, estaban los de siempre. La partida, tanto a la hora de comer como al atardecer, terminada la jornada laboral, era sagrada.
Durante aquellos últimos días el clima había obligado a algunos de ellos a pausar sus quehaceres diarios antes de lo previsto, y el bar era el refugio perfecto. Mientras Emilio cerraba la puerta y colgaba la chaqueta empapada en un perchero, una voz aguardentosa se elevó sobre todas las demás.
—Te digo yo que a ése, ¿a ése? ¡A ése se lo comió el lobo! —aseguraba Juanan el carpintero, un hombre corpulento—. Ése se fue p’allá, la última vez que se fue, y ya te lo digo yo: ni pa’ pudrirse dejó el lobo. ¡Ni-pa-pu-drir-se! —acompañó cada sílaba con golpes en la mesa que hicieron tintinear los vasos.
—No sé yo, ¿eh? No sé yo qué decirte —contestó Rufo, el ganadero. Aunque todos eran ganaderos en mayor o menor medida en el pueblo, Rufo era el único que poseía una estabulación—. Mira que siempre iba preparao el paisano, buen rifle tenía. ¡Y puntería! Vamos, no había día que fuera a cazar que no bajara con buena pieza.
—Muy preparao no iba, si lo único que quedó de él fue el abrigo, que lo encontraron adentro de la cabaña metido —añadió Alameda, alzando la voz.
—A mí si me preguntas es lo que te voy a decir —prosiguió Juanan—. A ése lo que le pasó es que de tanto tiempo allá encerrao con el temporal se le acabaron cruzando los cables y una buena mañana, o noche, eso ya no lo sé, salió a que le ventilara un poco la cocorota —rio hasta dar con una flema que se tragó con un sonido asqueroso.
»Y entonces se lo comió el lobo. Que los animales de tontos no tienen un pelo, ¿eh? ¡Al temporal ya te digo yo que no van! Se esconden, ¿y cuánto duró el temporal ese año? Ya me dirás tú. ¡Un mes casi sin parar! ¿Qué va a comer el lobo entonces? Debía andar al acecho, ¡y hambriento! Decirme vosotros qué otra cosa pudo pasar si no.
—Un mes que duró la cosa, sí, que todavía me acuerdo yo —dijo Emilio, que se había sentado en una silla libre. Tenía las cejas tan arqueadas que parecía que iban a escaparse de su cara—. Que tuvimos la obra del ayuntamiento parada porque no se podía hacer nada de nada de lo malo que hacía. Como lo de estos días atrás y lo de hoy, vaya. ¡No me quiero ni imaginar allá arriba, perdido en mitad del monte!
—¿Y qué anduvo comiendo Alfredo ese mes? —preguntó con pretendido tono misterioso Juanan—. Ése se quedó sin nada que llevarse a la boca y se volvió loco, escuchar lo que os digo.
—Hombre, llevaba la hostia de años, el paisano, yendo al monte por esas fechas, digo yo que bastimento tendría de sobra— respondió Rufo—. Lo que se llevaba de la tienda, que se llevaba cosas de la tienda, ¿o no, Marcialín?
Marcial, un hombre bajito y rechoncho que estaba sentado en otra mesa, asintió, animado. Estaba esperando el momento adecuado para participar en la conversación, y arrastró su silla para sentarse cerca de los demás.
—Se llevaba de todo de la tienda, carne, pescao, casi to de lata, eso sí. Y sobre to mucho de lo que pone aquí el Alameda —dijo, haciendo un gesto con la cabeza al tabernero—. Ron, vodka, casi era de lo que más se llevaba.
—Hablando de la tienda, ¿qué has dejado, a la parienta al cargo? —le preguntó Rufo.
—La parienta con la cría, que tiene que ir aprendiendo —respondió Marcial.
—Eres más vago que la chaqueta de un guardia, cabrón —le dijo Rufo, entre risas. Marcial, viendo su dignidad atacada, se defendió.
—Vago no, que con la que está cayendo no creo que se pase hoy ni un alma.
—Bueno, a nadie nos importa lo que hagas o lo que dejes de hacer —le gruñó Juanan—. Dices que el Morales se llevaba la hostia de alcohol —dijo, retomando el hilo de la conversación que realmente le interesaba—. A lo mejor lo que se le acabó fue la alegría —alzó su vaso de coñac— y por eso se volvió loco.
—Mira, yo eso la verdad es que lo entiendo —dijo Rufo, y bebió un largo trago de su vaso, hasta terminarlo—. ¡Alameda, otro coñac por aquí!
—Vente tú a por ello, que tienes dos patas —respondió el tabernero mientras limpiaba una jarra con un trapo gris que había visto tiempos mejores.
—Yo lo que me pregunto —dijo Marcial, enseñando los dientes torcidos en una sonrisa carente de humor—, es cómo a ese chaval, bueno, chaval ya no, que ya tiene una edad, ¿cómo a ese hijo suyo le ha dado por hacer lo mismo? Estos dos últimos años se los ha pasado yendo y viniendo de allí. Vino hará un par de semanas y se llevó de to. Igual me decís insensible, pero…—se contuvo durante unos segundos, calibrando la gravedad de las palabras que revoloteaban en su cabeza, y finalmente habló—. Menos mal que ya no está aquí la madre pa ver cómo el hijo sale por las mismas peteneras que el marido.
—La Viuda Morales, en paz descanse —dijo Rufo santiguándose mientras volvía de la barra—. Cada vez que venía a por la leche daba pena verla, toda vestida de negro y con la cara que tenía que parecía la de un fantasma, y mira que había llegado a ser guapa esa mujer de joven. Al Fernandito prácticamente le crio ella sola.
—Oye, ¿y si por un casual termina encontrándose con el cuerpo del viejo, qué? —preguntó Emilio, haciendo partícipes a los demás de su legítima duda—. Congelado en una cueva, o algo así.
—Sí, hombre, estás tú que se lo va a encontrar, si no pudieron encontrarlo ni los policías con los perros —dijo Rufo, encendiendo un cigarro—. Que se recorrieron todo el monte de pé a pá cuando aquello, ¿eh? Y pequeño no es.
—Que del viejo no queda nada, Miliuco, ¡que no queda nada! ¡Que se lo comió el lobo! —insistió Juanan, cuyo aliento era tan denso que podría haberlo agarrado entre las manos para blandirlo como una porra ante cualquier persona que se opusiera a su visión del asunto.
Se hizo el silencio durante unos segundos en los que cada uno se centró en el siguiente movimiento de la partida de mus. Finalmente Rufo habló.
—Hay que ver, que otra cosa igual no, pero tanto el padre como el hijo los cojones los tienen así —dijo, describiendo un amplio círculo con las manos—. Subir allá arriba solos en invierno. Sólo de pensarlo me viene la tiritera.
—Al padre se lo comió el lobo, y el hijo va a terminar igual, y si no tiempo al tiempo —sentenció Juanan—. Cojones to los que quieras, pero seso poquito. Envido.
Así, los vecinos se erigían como eruditos sobre el destino del padre de Fernando, aunque ninguno de ellos percibía lo certeras que eran en realidad algunas de sus elucubraciones.
A Fernando, que no solía frecuentar la taberna, siempre le había acompañado un silencio absoluto tras cruzar el umbral, así que nunca había tenido la oportunidad de deleitarse con ninguno de aquellos coloquios. Tampoco le hacía falta. Conocía de sobra la naturaleza efervescente de una comunidad tan pequeña, donde los chismorreos eran el pan de cada día. No le importaba. Era, como lo había sido su padre, un hombre solitario y reservado, y lo que dijeran los correveidiles no era asunto suyo.
Pero aquel día, con la vida escapándose lentamente a través del agujero de su abrigo, se preguntó qué rumores correrían acerca de él y el enjambre de decisiones que lo habían arrastrado a la muerte.