En un momento dado, Carlota fija su mirada en la gran «januquiá» de oro situada al lado de la «menorá».
–Por cierto, voy a encenderla –me dice, levantándose de la silla y señalándola– Hoy es ya la octava y última noche de la celebración de la sagrada fiesta de la Janucá y tengo que prender todas las nueve lámparas de aceite de oliva. Normalmente se encienden una vez ha anochecido, pero los viernes se hace antes de la puesta de sol, ya que coincide con el inicio del Shabat. Así lo dictan las leyes talmúdicas, concretamente la Ley Judía o Halajá.
–Entiendo que las enciendes antes porque le sigue otro ritual relacionado con el Shabat, ¿cierto?
–Así es, cariño. Cada año, el día de Janucá que coincide con el viernes del Shabat, la tengo que prender antes de que falten dieciocho minutos para la puesta de sol, ya que, como cada viernes, dieciocho minutos antes hago el encendido de las dos velas de la mesa, que son ya parte del Shabat. ¡Ya lo verás, te va a encantar! –le brillan los ojos de la emoción– Es la última «januquiá» que enciendo este año.
–Por lo que me explicas, tengo la impresión de que el encendido de las velas de la «januquiá» es un acto sublime y que ello implica también llevar a cabo otros rituales más allá de la colocación de las las velas o lámparas y del «shammash», ¿cierto? Entiendo que te debe de haber tomado bastante tiempo encender el resto de las «januquiot».
–Así es, amor. Es por ello que las enciendo con mucha antelación, ya que, como he dicho, tengo que pronunciar unas «berajot» antes de prender cada una y cantar unos himnos una vez hecho. Precisamente hoy que es Shabat debo hacerlo antes de la puesta de sol. Y todavía más si es la octava noche, ya que tengo que encender las nueve lámparas de aceite de cada una de las «januquiot». Cada uno de los ocho días se coloca una vela o una lámpara.
–Son increíblemente preciosas las «januquiot», de veras. Entiendo que hagáis uso de varias al conmemorar un acontecimiento tan importante en la historia judía y de tanto valor sentimental para vosotros. Te debe de haber tomado mucho tiempo encenderlas todas.
–Tal y como has visto, tengo varias «januquiot». Fueron creadas en Jerusalén, todavía en tiempos del Imperio Otomano. Tienen unos ciento cincuenta años. Las adquirieron unos tatarabuelos míos por la parte materna y han pasado de generación en generación en mi familia. El hecho de encender solo una o varias ya depende de cada persona y del significado que tiene para la «januquiá». Podría usar solo una, concretamente esta grande del comedor, pero prefiero usar todas las que tengo. Una para cada estancia de mi casa. Siento que me dan protección… -me dice ruborizada y con una voz temblorosa acompañada de una tímida sonrisa.
Puedo intuir como se intensifica la característica tristeza de su mirada y con la voz suave y temblorosa, acariciándose la mejilla, el cabello y el cuello, ese lenguaje corporal que ya tan familiar me resulta en ella y que denota un cierto temor a que la miren extraño y a que la juzguen.
Le acaricio la mano y le dirijo una cariñosa mirada seguida de una sonrisa de complicidad. Dándole a entender sin palabras que no tema, que en mí podrá confiar siempre, que jamás se me pasaría por la cabeza juzgarla. Ella responde a mi mirada y a mi sonrisa besándome en los labios. Por lo que logro intuir, interpreta perfectamente mi expresión.
Hechizada me deja la religiosidad de Carlota. AMO sus peculiaridades que la hacen ÚNICA. Jamás sería capaz de juzgarla. Y aún menos sabiendo cuáles son las duras circunstancias por las que ha pasado a lo largo de su vida. Y que conoceré en su totalidad en el transcurso de esta noche y me llevarán a entender a Carlota y a empatizar con ella todavía más.
Se dirige al gran y viejo mueble empotrado a la pared para buscar algo. En cuestión de un instante, puedo advertir su presencia detrás de mí, como estando ella de pie se agacha un poco para, desde detrás y estando yo sentada, darme unos dulces besos en la cabeza, en las mejillas y en los labios mientras que sus imponentes brazos rodean mi esbelta cintura y sus toscas manos de carnosos dedos acarician las mías, delicadas y con dedos de pianista. No puedo evitar que mi piel se erice, que mi cuerpo sienta calor y que mi corazón palpite ante su cariño. Entre su calor y el que desprende el fuego sagrado de las lámparas de aceite de oliva de las «januquiot» encendidas por todas las estancias de su casa, acabo de perder totalmente el frío y se me sonrojan las mejillas. Mi amada Carlota. Mi amada Judit.
Abre un cajón del mueble, del que toma unos cuatro libros. Los dispone con suma delicadeza encima de la mesa, frente a mí. Me quedo muy sorprendida. Tres libros muy grandes y uno más pequeño. Los reconozco al instante. Son los que leía al anochecer de los viernes y los sábados durante las vacaciones. Se percata de mi fija mirada y me lee la mente.
–Estos tres libros son los más importantes del judaísmo: la Torá, el Tanaj y el Talmud. Hago uso de ellos cuando Shabat me coincide fuera de casa. Normalmente los leo en rollo de pergamino. Ya lo verás, amor, te va a encantar.
De los cuatro libros me acerca el más pequeño y lo hojea muy cuidadosamente ya que se trata de un libro muy antiguo y de hojas quebradizas, hasta llegar a lo que parecen ser unas tres bellas «berajot» escritas en hebreo (en alfabeto hebreo y latino) y sus respectivas traducciones al catalán. La primera se titula «Berajot de la Januquiá», la segunda «Hanerot Halalu» («Encendemos estas luminarias») y la tercera «Ma’oz Tzur» («Fortaleza de la roca»). Me señala cada una.
–Mira, amor… Aquí puedes leer las tres «berajot» rituales de la encendida de la «januquiá». Ten en cuenta que la tercera es solo pronunciada en la primera noche. Por cierto, Ado-nai es uno de los tantos nombres a los que los judíos nos referimos a HaShem (o a Di-s). Se recitan inmediatamente antes de la encendida de la Januquiá. «Hanerot Halalu» y «Ma’oz Tzur» son dos himnos que se cantan prendidas ya todas las lámparas.
Leo interiormente las bendiciones y los himnos, a los que presto especial atención. Son toda una exaltación del pueblo judío y de su historia, en especial el «Ma’oz Tzur». Quedo hechizada ante tanta belleza y mis ojos se iluminan de emoción.
–Es tan y tan encantador… –le digo. Me sonríe y me besa en la mejilla.
Entonces, ella, con una mano, toma una lámpara de aceite y la cajetilla negra de cerillas con la Estrella de David grabada en dorado, se vuelve otra vez hacia mí y me ofrece su otra cálida mano, seguida de una noble sonrisa y de un brillo de emoción en su mirada.
Le tomo la mano y me levanto de la silla sosteniendo el libro de las bendiciones y los himnos en la otra mano. Nos dirigimos lentamente hacia la «januquiá». Una vez frente a esta, ella me suelta delicadamente y coloca la lámpara de aceite en el único brazo todavía vacío y con la cerilla enciende el «shammash».
–Acompáñame, amor mío, por favor –me susurra en un emotivo hilo de voz seguido de un intenso destello en sus ojos, mientras me ofrece su mano.
Le tomo la mano, mientras con la otra sostengo el libro. Acto seguido, recita en hebreo las dos bendiciones.
–Baruj Ata Ado-nai E-lo-he-nu Melej haOlam…
(«Bendito eres tú, Ado-nai, Di-s nuestro, Rey del Universo…»).
Me quedo increiblemente asombrada ante la fluidez con la que Carlota articula las palabras. Puedo deducir sin dificultad alguna que las plegarias, himnos y demás cosas relacionadas con su religión y con Israel no deben de ser lo único que sabe en esta lengua. ¿Acaso Carlota habla hebreo?
Puedo sentir su emoción en su dulce y quebrado tono de voz mientras recita.
Recitadas las bendiciones, toma muy cuidadosamente la lámpara de aceite central, con la que enciende el resto, de izquierda a derecha.
Prendidas ya las nueve lámparas de aceite, canta el himno «Hanerot Halalu».
–«Hanerot halalu anajnu madlikin 'al hanisim ve’al…»
(«Encendemos estas luminarias por los milagros y las maravillas…»)
Con el libro abierto, sigo sus oraciones y sus cantos fijándome en la traducción hebrea en alfabeto latino. ¡Qué peculiar y dulce voz, qué dulce melodía! ¡Cómo me suena esta melodía! Pero ahora no caigo. Sus cantos… Tal vez no canta como un profesional ni como alguien que entiende demasiado de música, pero con su melodía es capaz de acariciar angelicalmente mis oídos y de estimular mi sensibilidad sentimental. Puedo sentir como el quiebre en su voz, el brillo en sus ojos y la tristeza en su mirada se tornan más intensos.
–Ma’oz Tzur ieshuati, Leja Nae Leshabeaj…
(«Fortaleza roca de salvación, a Ti es adecuado alabar…»).
Esta melodía también me suena… ¡Ya está! ¡Ya caigo! ¡Es una de estas tantas misteriosas y hermosas melodías que siempre le escucho tararear desde que la conocí! Es ya mientras canta el Ma’oz Tzur que estalla. Puedo ver sus ojos inundándose de lágrimas y escuchar su dulce voz ya llorosa. A pesar de ello, sigue cantando. Le acaricio la mano y el brazo. Puedo sentir un temblor de intensa emoción en su cuerpo. Me emociono y mis ojos también derraman lágrimas.
Una vez ha terminado de cantar, la abrazo y llora con más intensidad. Puedo sentir el fuerte latir de su corazón y el temblor en su cuerpo. Comprendo perfectamente que es algo que la emociona y con mucho significado para ella.
Estamos unos minutos abrazadas. Poco a poco, amaino su llanto.
–Muchas gracias, amor, te amo –me dice, separando delicadamente su cabeza de nuestro abrazo, con un dulce y emotivo tono de voz y todavía con alguna lágrima cayendo de sus ojos. Seguidamente, me besa con suma delicadeza en la frente, en las mejillas y en los labios.
Seguidamente, Carlota mira el precioso reloj de pared situado al lado del gran mueble empotrado con armarios y cajones.
–Faltan casi dieciocho minutos para que se acabe de poner el sol, ya es hora de encender las dos velas del Shabat. Este ritual es también una «mitzvá» entre las siete «mitzvot» rabínicas, la quinta.
Seguidamente, me toma de la mano, nos dirigimos a la mesa y nos volvemos a sentar. Me pasa las páginas del libro de «berajot» y cantos con sumo cuidado hasta lo que parece ser otra «berajá» escrita en hebreo (tanto en alfabeto hebreo como latino) y su respectiva traducción al catalán.
–Mira, amor. Esta es la «berajá» que ahora recitaré.
Puedo ver por primera vez como realiza el ritual del encendido de velas del Shabat.
Se levanta de la silla. Yo, por solemne respeto, llevo a cabo lo mismo, sin que ella me lo tenga que pedir. Vuelve a abrir la cajetilla de cerillas y toma otra, la prende con sumo cuidado y enciende las dos velas. Una vez termina, apaga la cerilla soplándola lenta y sensualmente. Yo estoy a su lado, mirándola y escuchándola atentamente y con suma admiración. Acto seguido, se quita las gafas, levanta las manos y hace tres vueltas con ellas entorno a las velas, acariciando su luz. Después, se cubre los ojos con las manos y moviendo ligeramente la cabeza pronuncia otra bendición en hebreo, también empezada por «Baruj Ata», la primera que hay escrita en el rollo:
–Baruj atá Ado-nai, E-lo-he-nu Melej HaOlam asher kideshanu bemitzvotav, vetzivanu lehadlik ner shel Shabat.
(«Bendito eres, Oh Señor, Di-s nuestro, Rey del Universo, que nos has santificado con tus preceptos y nos ordenaste el encendido de las velas de Shabat»).
Recitada la bendición, dice:
–Shabat Shalom.
Permanece unos segundos cubriéndose los ojos con las manos. Seguidamente, una vez termina el encendido de velas, se pone las gafas, se sienta en en la silla, cosa que yo también hago, se vuelve hacia mí, me toma la mano, me acaricia el cabello y me besa los labios con suma sensualidad.
–Muchas gracias por todo y por tantísimo, amor.
Estamos en silencio, sentadas una al lado de la otra tomadas de la mano y con mi cabeza acurrucada entre su hombro y su pecho, sintiendo el dulce latir de su corazón. Nos hemos sentado mirando a la ventana, rodeada por las dos bellas menorás, concretamente mirando hacia el este, dirección Jerusalén. Un precioso cielo con reflejos de luz rosados y anaranjados, un bellísimo atardecer de invierno y la luz sagrada de la «januquiá» y de las velas del Shabat nos iluminan.
Episodio III: