El secreto de Carlota: episodio VI (reescrito y republicado) HISTORIA DEFINITIVA

Carlota permanece dormida acurrucada en mi pecho. Mientras duerme, le acaricio el cabello y la espalda por encima del «talit» y de la túnica y le beso la mejilla con suma delicadeza.

Después de abrir su corazón conmigo con su dura y dolorosa confesión, todavía la comprendo más y la amo con más fuerza. Carlota tiene una gran necesidad de afecto. De amar bonito y de ser amada de la misma manera.

Transcurrida una hora y media, Carlota va despertándose abriendo los ojos y suspirando lentamente ante las sacras luces de la Januquiá.

–Clara… Cariño… –me dice con voz adormecida y acariciándome la mano, que seguidamente me la besa.

–Has dormido una hora y media –le digo, con un delicado y cariñoso tono de voz.

–Gracias… Amor mío… –me dice, mientras se levanta lentamente.

Las dos nos levantamos despacio hasta que nos encontramos sentadas en su cama. Nos miramos. Puedo ver su rostro cansado y decaído. Le beso la mejilla. Me abraza entre suspiros y me corresponde con otro beso

–¿Cómo te encuentras? –le pregunto, preocupada.

–Estoy mejor…

–¿Estás segura?

–Sí… No te preocupes, amor… Muchas gracias… –me besa la frente.

Nos tomamos de la mano y nos dirigimos al comedor. Antes de sentarnos en la mesa, ella se dirige al gran mueble empotrado y toma un marco de aristas negras con una preciosa foto de sus padres y ella de adolescente. Se lo lleva y lo coloca encima de la mesa. Acto seguido, abre un cajón, toma dos platos planos y dos hondos, dos vasos, cuatro servilletas de tela, dos cucharas, dos tenedores y dos cuchillos de las mismas dos vajillas que los que ya ha servido para nosotras y los coloca en la mesa en el mismo orden que los nuestros, frente a nosotras. Como si sirviera para dos personas más. Después, se vuelve a dirigir al mueble y toma dos marcos más. Uno con una foto de su padre y otro con una foto de su madre. En lo que especialmente me he fijado en todas las fotos que me ha enseñado de sus padres desde que nos conocimos es en el gran parecido entre Carlota y su madre, también Judit, una mujer también muy hermosa. Su padre, Josafat, un hombre de barba y cabello canosos y bien largos. Ambos bien altos y corpulentos, como Carlota. En ambas fotos, tanto su padre como su madre, llevan un sombrero negro y las partes laterales del cabello nacidas a la altura de las sienes recogidas con trenzas.

–¡Qué fotos más bonitas!

–Muchas gracias, amor.

–¿Qué significado tienen las trenzas nacidas en las patillas para vosotros? ¿Tienen algún nombre?

–Las trenzas se conocen como «peyot», es decir, caireles. Es una entre las centenares de «mitzvot». Su significado se encuentra en la Torá y el Tanaj, concretamente en el libro de Levítico, en el que HaShem prohíbe cortarse las patillas.

–¿Por qué razón lo prohíbe?

–Porque los idólatras de aquellos remotos tiempos se las rapaban, dejando crecer el resto del cabello. El judaísmo es opuesto a la idolatría y es una manera de distinguirnos de ellos.

–Claro, los paganos del resto de las civilizaciones con las qué convivió el pueblo de Israel.

–Exactamente. Los cananeos, los fenicios, los egipcios, los babilonios, los persas, los helenos, los romanos…

–Incluso el cristianismo peca también de idolatría ante la veneración a innumerables santos y a arcángeles.

–El cristianismo, pese a tratarse de una religión monoteísta ha caído mucho en la idolatría, porque muchas personas malentienden el verdadero significado de venerar.

–Venerar es admirar y respetar. La idolatría es un culto excesivo y tal vez sesgado hacia una sacra figura.

–Lo sé, así es. Aunque algunas veces es inevitable caer un poco en ello… Y más cuando la vida se te hace cuesta arriba.

–Claro, no hay que juzgarlo tampoco. ¿Y los sombreros qué significado tienen?

–Entre las centenares de «mitzvot», se encuentra la de cubrirnos la cabeza, ya sea con la «kipá», lo que yo llevo ahora, o con un sombrero negro. Al igual que el «talit» y la túnica, son prendas que tradicionalmente han llevado siempre los hombres, pero en mi familia hemos hecho lo mismo tanto las mujeres como los hombres. El significado que tiene es que HaShem se encuentra por encima de nosotros para protegernos y con el hecho de llevarlo nos postramos ante Él. Por ejemplo, «kipá» significa «palma de la mano», como la de Di-s y la de nuestros seres queridos para protegernos.

–Entiendo que la kipá tiene un gran significado para ti. Que Dios y tus padres te aman y te cuidan desde el cielo.

–Así es, amor. Así es. Y que así sea –suspira y me besa la mejilla.

Coloca ambas fotos delante de cada lado donde se encuentran los platos y, en medio, la foto en la que salen todos tres. Nos sentamos, con los platos delante.

–Ahora cenaremos, amor. Aunque no sin antes llevar a cabo el «kidush», es decir, la «berajá» del vino, y el «ha-motzi», la del pan sagrado, conocido como «jalá». Ahora lo vas a ver. Te va a encantar, amor.

Seguidamente, me acerca el mismo libro en el que se encuentra escrita la bendición de la encendida de las velas del Shabat, escrita en hebreo y en los dos alfabetos y su respectiva traducción en catalán. Justo debajo, se encuentra una especie de poema, titulado «Shalom Aleijem» («La paz sea con vosotros»), que ella misma me señala.

–Es un poema cantado, con el que recibimos y despedimos a los ángeles del Shabat. Oramos para que nos den paz y plenitud. El título de este poema es también una expresión típica judía dentro de la lengua hebrea, que la decimos como saludo. Consta de cuatro estrofas, que las cantamos unas tres veces cada una.

Se levanta de la silla. Yo también me levanto.

–Dame la mano, amor. Acompáñame –me dice emocionada mientras me tiende la suya. Yo le correspondo sin dudarlo ni un instante, mientras que con la otra mano sostengo el libro para poder leer y entender las bellas canciones.

Empieza a cantar, con la mano en el pecho, a la altura de su corazón:

–«Shalom Alejem malajé hash-sharet malajé El-yón…»

(«La paz sea con nosotros, ángeles servidores…»).

Puedo ver como le brillan los ojos y le tiembla la voz de la emoción. Va cantando estrofa a estrofa, unas tres veces cada una.

–«…Mim-meléj maljé ham-melajim, Hak-kadosh Baruj ju».

(«…el Supremo Rey de reyes, es Santo, bendito es»).

Termina de cantar el primer poema. Se vuelve hacia mí, hojea el libro de «berajot» con sumo cuidado y me señala otro poema, titulado «Eshet Jail» («Mujer valiosa»).

–Ahora cantaré este poema. Es toda una alabanza a la mujer judía, en especial a la figura de la madre y todo lo que hace por la familia –dirige su mirada hacia el marco con la foto de su madre y deja escapar un intenso suspiro.

Acto seguido, toma la fotografía de su madre y sostiene el marco, entre su brazo y su pecho, como si estuviera abrazándola. Empieza a cantar.

–«Eishes jail mi imtza ve-rajok mi-peninim mijrah…»

(«Una mujer valiosa, ¿quién la hallará?, más allá de las perlas es su valor…»).

Las melodías de estas canciones me resultan también muy familiares. Como si se las he escuchado tararear en algún momento dado. A medida que va cantando, abraza con más y más fuerza la fotografía de su madre y, de vez en cuando, la besa. Este precioso e intenso sentimiento con el que canta no se compara con nada en este mundo. Puedo escuchar como se le quiebra la voz mientras canta y ver lágrimas cayendo en abundancia de sus ojos.

–«…Tenu lah miperi yadeha vihaleluha bashe’arim ma’aseha».

(«Elógienla por el fruto de sus manos y que sus obras la alaben en sus puertas»).

Tras terminar de cantar, cae rendida sentándose en la silla mientras sostiene la foto de su madre con sus manos.

–¡Madre! ¡MADRE! –grita, llorando, entre suspiros y sollozos. Su llanto se derrama encima del cristal del marco.

Vuelve a abrazar con fuerza la foto y agacha intensamente su cabeza y su espalda, fundiéndose en un amargo llanto. La abrazo como puedo

–No… ¡No te haces a la idea de cuánto y cuánto te extraño! ¡Mamá! ¡TE AMO! ¡Te llevo tan dentro! ¡Y siempre así será! A ti, madre… –alza lentamente la espalda y la cabeza, se dirige de nuevo a la mesa y toma el marco con la foto de su padre, que lo coloca en su falda junto al de su madre– ¡Y también a ti, padre! ¡TE AMO, papá! ¡OS AMO! ¡No os hacéis a la idea de lo culpable que me siento de no haber podido salvaros la vida! ¡Tampoco de cuánto os llevo dentro! Y siempre os llevaré muy dentro de mi alma –abraza las dos fotos y agacha la cabeza y la espalda de nuevo, fundiéndose en un intenso llanto. Sin pensarlo, me agacho ante ella y me abrazo a su falda. Mis ojos también derraman lágrimas.

Con el rostro lleno de lágrimas, levanta la espalda y la cabeza, besa la foto de su madre y la de su padre, que las deja de nuevo encima de la mesa, y nos abrazamos con fuerza. Siento su corazón martilleando de nuevo.

–Sé lo duro que es. No mereces estar así. ¡Por favor, te lo ruego, NUNCA vuelvas a repetir que eres culpable de nada! Lo que te está haciendo el doble de daño es esta autoflagelación. No es nada bueno eso, Carlota, de veras -digo yo también entre lágrimas.

–Perdóname, amor. Me sabe tan mal que me veas así de triste… ¡Lo siento tanto!

–Tampoco te disculpes por sentir y padecer. Necesitas liberar tu dolor. No te disculpes NUNCA por ser humana, Carlota. Solamente, por favor, no te autoflageles.

–Sé lo que me quieres decir. También me lo ha repetido muchas veces mi rabina. ¡Es tan duro para mí dejar de lado mis sentimientos de culpa! Pero debo hacerlo, debo perdonarme a mí misma.

–No tienes nada que perdonarte porque no tienes ninguna culpa de NADA. ¡Absolutamente de nada! Hiciste todo lo que entonces cupo en tus posibilidades.

Transcurridos un par de minutos, aparto mi cabeza del abrazo. Su rostro continua inundado en llanto. Muy delicadamente le quito las gafas y mis dedos recorren los alrededores de sus ojos, sus párpados y sus mejillas, secando sus lágrimas. Seguidamente, le beso la frente y la mejilla.

Continuamos abrazadas unos quince minutos hasta que Carlota logra amainar su llanto. Separamos de nuevo las cabezas del abrazo y nos besamos.

–Te agradezco tanto, amor. Voy a guardar a mis padres. Intento mirarlos sin que me invada este sentimiento de culpa y tanto dolor, pero no se me hace fácil. No quiero llorar más ahora.

–Suelta cualquier sentimiento negativo que pase por tu corazón. Verbalízalo. Conmigo, con tu rabina… No dejes que se pudra dentro, Carlota. Porque eso duele mucho y acabas explotando como te está ocurriendo ahora, créeme.

–Lo sé, amor. Lo sé. Es lo que intento hacer. Poco a poco, pero hago un esfuerzo.

–Exactamente, poco a poco. Tómate tu debido tiempo, pero hazlo, por favor. Sobre todo debes de empezar por no sentirte que eres ninguna carga.

–Te prometo que lo haré, amor. A mi tiempo, pero lo haré.

Separamos nuestros cuerpos, lentamente toma los tres marcos y con ellos se dirige de nuevo al mueble empotrado, donde los guarda en el mismo estante de donde los ha tomado.

Vuelve a la mesa, sin sentarse. Me acerca de nuevo el pequeño libro de «berajot» y lo hojea hasta llegar a lo que parece otro poema, bajo el título de «kidush» («santificación»), que me lo señala. Consta de tres partes.

–Esta es la «berajá» del vino, también conocida como «kidush», que ahora recitaré cantando. Es toda una reminiscencia al libro del Génesis, al séptimo y último día de la creación, en el que HaShem descansó de su obra. La razón por la que conmemoramos el Shabat.

Acerca la preciosa copa con el grabado del Primer Templo de Jerusalén entre dos uvas e inscripciones hebreas y la pequeña bandeja que la sostiene junto con la jarra de cristal que contiene el sacro vino. Seguidamente, con su mano derecha toma la jarra y llena de vino la copa hasta el tope. Llenada, la levanta con sumo cuidado con la mano derecha, se la pasa a su mano izquierda y se la vuelve a pasar a la palma de su mano derecha, en la cual es sostenida por la parte de debajo con la ayuda de sus dedos.

Empieza a cantar, mientras que con la palma y los dedos de la mano derecha sostiene la copa llena del sacro vino.

–«Va-ye-hi erev, va-ye-hi voker… Iom Ha-shishi. Va-ye-julu hasha-maim ve-ha-aretz ve-kole tze-va-am…»

(«Y hubo anochecer y hubo amanecer… El sexto día. Así el cielo y la tierra fueron terminados, y todas sus huestes…»).

A las luces de la Januquiá, puedo ver como se le eriza la piel de la emoción mientras canta.

–«…Ki hu iom te-jila le-mikra-ey kodesh, ze-jer li-tzi-as mitz-raim. Ki vanu vajar-ta ve-osanu kidash-ta mikol ha-amim. Ve-shabbos kod-sheja be-ahava uve-ratzon hinjal-tanu. Baruj ata Ado-noy, me-kadesh ha-shabbos. Amen.».

(«…Pues ese día es el prólogo de las convocaciones sagradas, un recuerdo del Éxodo de Egipto, y a nosotros elegiste y santificaste de entre todas las naciones. Y Tú, sagrado Shabat,con amor y favor nos legaste. Bendito eres Tú, HaShem, que santifica el Shabat.»).

Terminada la bendición, se toma lentamente el vino y me ofrece la copa para compartirlo conmigo, acercándomela con el lado en el que ha dispuesto los labios para beber mirando hacia mí. Mientras tomo el vino disponiendo mis labios en el mismo lado de la copa que ella, me mira emocionada. Ella toma la mitad de la copa y yo la otra mitad. Es un vino diferente. Tiene un sabor dulce y suave.

Tomado el vino, ambas nos miramos. Me regala su preciosa sonrisa. Después de tanto llanto… Siento su mirada y su sonrisa tan pura, deslumbrante y llena de vida como siempre, pero esta vez más. Mucho más. Como la preciosa luna en sus fases de cuarto creciente y menguante iluminando el nocturno cielo.

–¿Te ha gustado, amor? –me pregunta, mirándome cariñosamente y sonriendo.

–Me ha encantado, mi vida.

Me mira de una manera discretamente sensual y me besa. Junta lenta y suavemente sus labios con los míos hasta ir más allá de ellos, haciendo el beso más profundo. El roce de su grande nariz con la mía. Con nuestras bocas enredadas puedo sentir el dulce sabor a vino con más intensidad y sensualidad. Siento un dulce escalofrío dentro de mí, quizás por el efecto del vino mezclado con el sacro calor de la luz de la gran Januquiá de oro ya que nunca tomo alcohol, quizás por lo que provocan en mí la sensualidad y el cariño de Carlota.

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Nos separamos lentamente del beso.

–Ahora voy a hacer la «berajá» del pan «jalá», también conocida como «ha-motzi»… Aunque no sin antes hacer otra de las siete «mitzvot» rabínicas, concretamente la tercera: el lavado de manos, previo a la «ha-motzi», cuya «berajá» se conoce como «netilat ladaim». Ven, amor… -me tiende la mano, se la tomo y nos dirigimos a la cocina.

Una vez en la cocina, también iluminada y aclimatada únicamente con las luces de la Januquiá de plata situada encima del mármol, concretamente al extremo situado al lado de la ventana, puedo ver las ollas con la comida preparada, tapadas para mantenerla caliente.

–Huele delicioso…

–Ya verás como te va a encantar lo que he cocinado para las dos…

–Tú siempre cocinas estupendamente, mi vida, nunca dejas de sorprenderme.

–Gracias, amor… –me besa la mejilla– ¡Ja, ja, ja! Aunque no creo que nunca supere en ello a mis amados padres, ¡a ellos les debo mi afición por la cocina y por la comida! –deja ir un suspiro– Fueron ellos quienes me enseñaron. Ya te digo que en mi familia hombres y mujeres hemos acabado haciendo lo mismo.

–Como debe de ser, al fin y al cabo.

–Así es, amor. Mujeres y hombres somos diferentes e iguales a la vez.

Está más animada. Su risa. Tan noble y radiante como siempre, aunque esta vez en especial, más. Como un precioso arco iris iluminando el soleado cielo después de una abundante y larga tormenta.

Encima del mármol, al lado de la Januquiá, fijo mi mirada en una especie de bandeja que contiene alguna comida cubierta con una bella servilleta de tela blanca con una Januquiá y letras hebreas estampadas en azul oscuro, con un pequeño bote de sal al lado. El sabroso aroma seduce mis papilas gustativas. Recuerdo aquel pan. Aquel delicioso pan en forma de trenza. Aquel hechizante sabor a miel. Apetitosamente condimentado con sal. Amasado de una manera un tanto peculiar y horneado por ella. Que después lo dejaba en la cocina, en una bandeja y cubierto con una servilleta de tela. En las vacaciones, en todas las cenas de los viernes lo comía. Nunca llevaba el pan directamente a la mesa, sino que iba a la cocina a buscarlo y se lo llevaba. Tardaba más de la cuenta y ahora entiendo perfectamente el porqué. Carlota se percata de mi atenta mirada y me lee la mente.

–Sí, amor. Es el misterioso pan trenzado sobre el que me preguntaste más de una vez y que te gustó mucho… –me dice, animada, sonriendo y con un tono de voz simpático y cariñoso– Este pan se llama «jalá». Es el pan que los judíos comemos durante la festividad del Shabat. Simboliza el «maná» con el que HaShem alimentó al pueblo de Israel durante el Éxodo. Los viernes descendía del cielo con el doble de abundancia. Es por eso que comemos un par de «jalot», que significa «jalá» en plural. Desde después de prepararlo hasta antes de ser comido tiene que estar cubierto por debajo con una tabla, que es la bandeja, y por encima con un cobertor, que es la servilleta.

–¡Ya decía yo que este misterioso pan de tan sublime sabor entrañaba un significado especial! ¿Y por qué hay que cubrirlo?

–Porque el maná caía del cielo cubierto de rocío.

Toma la tabla con los dos «jalot» cubiertos con la servilleta junto con el bote de sal y los lleva al comedor, a la mesa. Volvemos a la cocina.

–Vamos a hacer la «mitzvá» del lavado de manos.

–¿Yo también la puedo hacer? –le pregunto, algo sorprendida.

–¡Claro que la puedes hacer! –me dice, riendo con ternura– De la misma manera que también puedes tomar el vino y comer el pan, alimentos que además tenemos la «mitzvá» de compartir. Y yo tengo el honor de compartirlos contigo, amor mío –me besa la mejilla.

–¿En qué consiste el lavado de manos?

–El lavado de manos no se trata de una cuestión de higiene sino de simbolismo. El agua simboliza la esencia de la vida física, sin la cual moriríamos, y la «Torá», que se traduce como «sabiduría», la esencia de la vida espiritual. Las manos, nuestra interacción con el mundo físico. El pan, nuestro diario sustento. En primer lugar, hay que lleuna jarra, en segundo lugar, vertir las manos, empezando con la derecha como símbolo de la bondad o «jesed» y terminando con la izquierda. Finalmente, tal y como ya hacían en el Primer Templo, hay que levantar las manos para recitar la «berajá» del «netilat ladaim» mientras el agua se escurre hasta las muñecas como símbolo de la elevación espiritual y secarlas.

Acto seguido, abre un armario y toma un par de servilletas de tela blanca con un grabado azul de la Estrella de David y una preciosa jarra de plata de dos asas con el grabado de lo que parece una ciudad en tiempos remotos, de la que sobresale un precioso templo. Jerusalén.

–¡Qué bonito! Es Jerusalén, en tiempos del Primer o del Segundo Templo, ¿verdad? –me quedo maravillada.

–Gracias, amor. Sí, es Jerusalén. En tiempos del Segundo Templo y de nuestra gloriosa dinastía Hasmonea. ¡Mira qué precioso era! –suspira.

Enciende el grifo y llena la jarra, mientras la sostiene con la mano derecha. A continuación, se la pasa a la mano izquierda y vierte el agua en su mano derecha, en un lado y en el otro, y después se la pasa a la mano derecha y vierte el agua a la mano izquierda. Seguidamente, toma de nuevo la jarra con la mano izquierda y, con suma delicadeza, vierte el agua sobre mis manos, primero la derecha, después, sosteniendo ella la jarra con su mano derecha, la izquierda. Seguidamente, pone las manos en alto con el agua escurriéndose hasta las muñecas. Yo hago lo mismo.

Pronuncia la siguiente bendición:

–«Baruj ata Ado-nai Elo-henu melej haolam, asher kideshanu bemitzvotav vetsivanu al netilat iadaim».

(«Bendito seas eterno Di-s Rey del mundo, que nos has santificado con tus mandamientos y nos ordenaste el lavado de las manos»).

–Ahora nos secamos las manos. Toma, amor.

Toma el par de servilletas con la Estrella de David grabada y me tiende una. Con la otra, se seca las manos. Yo también me las seco. Mientras nos secamos las manos, nos miramos la una a la otra, sonriendo, con un brillo en los ojos acompañado de una enamorada mirada.

Terminada la «mitzvá», seguimos mirándonos con amor y sus toscas y grandes manos con dedos gorditos y largos toman las mías, tan delicadas. Las mías encima, las suyas debajo. La fortaleza de sus manos sosteniendo la fragilidad de las mías. Como nuestros cuerpos cuando nos abrazamos. Lo grande que es ella y lo pequeña que soy yo a su lado. Carlota es tan fragil… Y a la vez tan fuerte y protectora… Estoy tan y tan enamorada de ella…

–Eres increíblemente hermosa. Amo cuando sonríes. Te amo, mi reina –le digo.

–Yo te amo más, mi princesa. Tienes la mirada y la sonrisa más hermosas que he visto nunca. ¡Qué manos tan preciosas y delicadas tienes! ¡Qué labios tan carnosos! –me acaricia y me besa sensualmente las manos y los labios.

Seguidamente, tomadas de la mano, nos dirigimos hacia el comedor.

–Voy a hacer el «ha-motzi», la «berajá» de los «jalot»… –me dice.

Una vez en la mesa, Carlota destapa el pan levantando con suma delicadeza la servilleta que hace de cobertor. A continuación, toma las dos «jalot» y las levanta de la tabla juntándolas por la parte inferior, es decir, por su cara lisa y no trenzada.

Pronuncia la siguiente bendición:

–«Baruj Atá Ado-nai, Elo-heinu melej ha-olam ha-motzi lejem min ha-aretz».

(«Bendito eres Tú, HaShem, Di-s nuestro, Rey del Universo, que hace salir el pan de la tierra»).

A continuación, Carlota parte con las manos las deliciosas «jalot» en pedazos en forma de rebanadas y toma una, que condimenta con sal y le da un bocado. Seguidamente, condimenta el resto y me pasa una rebanada. Se me hace la boca agua y le doy un apetitoso bocado. Carlota hace que me derrita, en todos los sentidos positivos habidos y por haber, también el de mis papilas gustativas.

–Como siempre, increíblemente delicioso.

–Muchas gracias, amor.

–¿Por qué motivo se condimenta el pan con sal?

–Es una manera de rememorar las gloriosas épocas del Primer y el Segundo Templo, ya que entonces se esparcía sal en los sacrificios ofrecidos a HaShem. También en calidad de alimento incorruptible, de la misma forma que el pueblo judío y nuestro orgullo de pertenencer a él.

Permanecemos unos breves minutos en silencio, tomadas de la mano y comiendo el sacro pan. Que delicias de «jalot» prepara mi Carlota…

–Ahora vamos a cenar. Pásame el plato hondo, por favor, cariño –me dice, con suma dulzura.

Me levanto de la silla.

–Tranquila, tranquila. No hace falta.

–¿No necesitas ayuda? ¿Estás segura?

–Sí, tranquila, voy a buscarlo todo. Quiero darte una sorpresa, amor.

–Como desees.

Se dirige a la cocina y, en dos viajes, trae un par de ollas y de cucharones. Carlota destapa la olla y sirve el contenido en los platos hondos, empezando por el mío y terminando por el suyo. Una deliciosa sopa con caldo de pollo, fideos y maíz, pechuga, zanahoria y apio troceados. Desprendiendo un delicioso y cálido humo. Mi olfato y mis papilas gustativas se tornan más sensibles y receptivos. Carlota se sienta y empezamos a cenar.

–Mira, amor. Utilizamos dos vajillas diferentes: una para la carne y otra para el pescado. Además, siempre debemos comerlos por separado y acostumbramos a empezar por el pescado

–¿Qué significado tiene este ritual?

–Porque en tiempos del Primer y del Segundo Templo y durante toda la Antigüedad el pescado era un alimento muy cobejado, casi sagrado.

–Son preciosas las vajillas, de veras. ¿Hace mucho tiempo que las tienes?

–¡Y tanto! Tienen casi cien años de historia en mi familia. Fueron también fabricadas en Jerusalén.

–¡Qué delicia, amor!

–Muchas gracias, amor… –se sonroja– Ya te dije que te encantaría.

–Que aproveche, amor. Shabat Shalom.

–Muchas gracias… Igualmente. ¡Shabat Shalom, amor! –nos besamos.

La cena transcurre de lujo. Comemos la deliciosa sopa y el pescado. De postres, comemos unos deliciosos dulces típicos judíos concretamente unas tortas hechas de patata y cebolla conocidas como «latkes» y unos buñuelos y donas rellenas de gelatina llamadas «sufganiyot». Todo amasado y horneado por Carlota.

Carlota sabe cómo seducir cálida y sutilmente todos mis sentidos, las papilas gustativas incluídas.

Episodio VII: