Os comparto un extracto del capítulo especial “La Endemoniada Tía Berta”, perteneciente a mi relato “Gran Cañón”. Espero que os guste.
—Padre había contratado de capataz al señor Scott. Un hombre bueno, trabajador y muy educado, que con el tiempo acabó siendo gran amigo de la familia. Era viudo desde hacía muchos años. El caso es que por algún misterio de la naturaleza que no alcanzo a comprender, el señor Scott se sentía atraído por la tía Berta. Un día, no sin cierto temor ante lo desconocido, el señor Scott le comentó a padre, por ser el familiar más cercano, que le iba a pedir matrimonio a la tía Berta. Padre intentó disuadirlo como quien habla con un suicida que va a saltar desde un puente pero el señor Scott ya estaba decidido. Mis hermanos y yo, que habíamos escuchado lo que iba a pasar, estuvimos al acecho toda la tarde para no perdernos el acontecimiento. Quizá no sea casualidad que padre invitó a cenar esa noche al doctor Robinson, el médico del pueblo.
—¡Esperando lo peor! —añadí con una carcajada.
—No lo dude. Llegado un momento al atardecer en el que la tía Berta volvía con un hatillo de patatas de la despensa que teníamos a un lado de la casa, el señor Scott vio su oportunidad y, con algo de timidez y mucho temor, saludó a la tía Berta y se acercó a hablar con ella, en el momento en el que se marcaría un antes y un después en la vida del incauto. La tía Berta lo saludó con un «buenas tardes», y he de decir que fueron las únicas palabras que pronunció en el acontecimiento que se desencadenó a partir de ese momento. Mientras el señor Scott hablaba, vimos como la cara de la tía Berta se iba transformando, de la incredulidad a la ira. En ese proceso de metamorfosis, juraría que al señor Scott, dándose cuenta de la temeridad de su empresa y viendo la que se le venía encima, ya sin vuelta atrás, le afloraron lágrimas en los ojos. La tía Berta movió el hatillo de patatas hacia atrás para coger impulso cual lanzador olímpico y, cortando el aire, lo estampó en la cara del pobre señor Scott, que cayó de espaldas como una figurita de plomo.
Ambos reímos a carcajadas, y siguió:
—Padre, compasivamente permitió al señor Scott no venir a trabajar hasta que su cara recuperase su color normal, cosa que llevó diez días. Cuando volvió, era muy evidente que su ojo izquierdo miraba más hacia arriba que el derecho. Y así fue como la tía Berta dejó al bueno del señor Scott con el ojo derecho mirando al frente, y el izquierdo mirando hacia Nuestro Señor, para el resto de su vida.
Podéis leer el capítulo completo en este enlace.