Ante todo muchas gracias por tomarte el tiempo de leerlo.
La idea que tenia es que fuera una historia corta ( lo que puede haberme llevado a condensar demasiado por que se me extendía). Tenia pensado hacer un muy breve recorrido por la infancia del protagonista ya que mi objetivo es contar un fragmento relativamente extenso de su vida(igual he sido demasiado breve ).
Voy a intentar darle una vuelta al tercer párrafo (es el que mas descontento me tiene) y ser algo mas descriptivo en general, por otro lado, puedo publicar el siguiente fragmento si te interesa echarle un vistazo.
Muchas gracias. @Ohm
Creo que está bastante bien @Solin
Yo modificaría algunos signos de puntuación y pequeñas cosas (opinión personal de aficionado) pero según vas leyendo, te anima a seguir, que es lo más importante.
Hola. Os dejo aquí el enlace a la tercera y última parte de este relato. Espero que os guste.
Muy buenas, hace un tiempo os mostré por aquí el inicio del primer capitulo de la novela de fantasía oscura que estoy escribiendo. Me gustaría que le echarais un ojo al primer y segundo capítulo. Toda crítica o consejo es bienvenido. Muchas gracias de antemano.
1. Silencio
El crujir de los huesos al aplastarse bajo las botas resonaba en la llanura. Los cruzados de la Cofradía de la Purificacion caminaban entre los cuerpos amontonados, buscando objetos de valor para llenar las arcas de su intimidante y militarizado carromato. El hedor a podredumbre y sangre se filtraba a través de los sucios yelmos de los ejecutores, quienes ni se inmutaban debido a la rutina. Purgar a los herejes en nombre del Sumo Divulgador era su cometido y la más alta prueba de fe hacia el único y verdadero dios, Aelthor.
Con el sol ocultándose tras las montañas, las oscuras figuras volvían al terroso sendero que separaba las montañas de cadáveres. El imponente carruaje aguardaba, sus telas negras ondeando, las cadenas tintineando y las gruesas ruedas de ébano listas para avanzar. Al frente yacían encadenados aquellos infieles con mejores cualidades físicas, elegidos para tirar del carro y ofrecer su dolor como muestra de fe para impedir su ejecución. Halden fue el último de los seis en subir al transporte y sentarse en uno de los dos bancos enfrentados en su interior.
La cofradía prohibía quitarse el yelmo en presencia de otros, era sacrilegio capital, por lo que identificar a su hermano Tristán de entre los otros miembros no era tarea fácil. Por suerte, la escasa luz que se colaba por las grietas de las paredes le permitió fijarse en un pañuelo que envolvía la muñeca de uno de los presentes. La prenda, tiempo atrás, había sido de un blanco puro con un delicado bordado dorado. Perteneció a su madre hasta el momento en el que los hermanos fueron reclutados para servir a la Iglesia de la Resiliencia Infinita. Desde que tuvieron uso de razón, habían sido instruidos en los dogmas de la Iglesia y, llegado el momento, abrazaron con orgullo y honor el llamado a la servidumbre.
Los recuerdos invadieron los pensamientos de Halden: las competitivas carreras hasta el río junto a su hermano, el refrescante aroma del pasto mojado tras una noche de lluvia, la mirada de orgullo de su padre cuando alzó por primera vez una espada… Los detalles se habían deteriorado con los años, pero no la reconfortante sensación de calidez que le provocaban. A diferencia de su hermano, necesitaba recordar cada día que la felicidad existía, a pesar de que él ya no la experimentara. No podía permitirse el lujo de tener emociones; de ser así, ya se habría colgado hace tiempo. Incontables niños habían exhalado su último aliento con el filo de su espada atravesándoles el corazón, mujeres suplicando clemencia con sus últimas palabras, hombres esparciendo sus intestinos en vano. Los gritos de agonía ya no resonaban en su cabeza, ni el sentimiento de culpa que en sus primeras noches como cruzado le impedía dormir. Solo notaba un tenso vacío, mantenido unido únicamente por la fe.
El carromato osciló, emitiendo un leve gemido. La vibración no inquietó a los cruzados, pero sí logró arrancar a Halden de sus recuerdos. Observó detenidamente a sus compañeros: dos yacían en un sueño profundo con sus robustas espadas descansando sobre el pecho. Tristán se entretenía extrayendo los restos de piel, carne y pelo atrapados entre las púas de su mangual. Los dos restantes rezaban en posición de oración, revelando uno de ellos una cadena que sostenía un Aelthorium. Los entrelazados círculos decorados con llamas simbolizaban la eternidad, la continuidad y la purificación.
Hacía horas que la extensa llanura se había desvanecido en el horizonte, junto con los últimos destellos crepusculares. La caravana se internaba en un bosque denso, donde los árboles se alzaban como centinelas tapando el cielo nocturno. En el carromato, farolillos colgantes bailaban al capricho de la senda irregular, sus llamas parpadeantes luchando contra la oscuridad mientras devoraban los últimos vestigios de cera. Un viento impetuoso azotaba las copas de los árboles, susurros de una tormenta inminente. El agotamiento de los condenados que arrastraban el furgón se reflejaba en sus semblantes demacrados y en el ritmo menguante de su marcha. Sin embargo, la compasión no encontraba lugar en el corazón del carretero; sus gritos de ira y el chasquido cruel de su látigo desgarrando la carne viva resonaban en el silencio del bosque. A lo lejos, una débil luz revelaba una ermita desgastada por el tiempo, un remanso en la noche para cobijar a sus fieles tropas.
Se detuvieron en el lateral de la ermita. Al descender del transporte, les recibió un anciano con un largo hábito blanco descosido por la parte inferior de la cual asomaban unos descuidados pies cuyas uñas no tenían nada que envidiar a las de un orgunt. La puerta abierta filtraba una luz cálida y un tentador aroma a cocido que despertó el apetito de Halden. El anciano, de aspecto frágil y manos huesudas, se acercó frotándoselas con gesto ansioso.
—Pasad , pasad. — insistió con voz débil. —Abasteceos y disfrutad de las recompensas que nuestro Sumo Divulgador os concede por vuestra encomiable fe. — añadió con tono pícaro, mientras una sonrisa repulsiva dejaba entrever sus escasos y sucios dientes.
Algunos miembros de la tropa murmuraban de alegría bajo sus yelmos, pero otros, como Halden, permanecían en silencio. Era una práctica común de la que en anteriores ocasiones se había servido para evadirse o incluso desahogar sus frustraciones. Sin embargo, desde hacía meses ni el cálido cuerpo de una mujer lograba templar su álgido interior.
Al adentrarse en el recinto sagrado, una atmósfera de humildad y serenidad recibió a Halden. Las paredes de piedra gastada y los techos bajos de vigas de madera brindaban una sensación de seguridad y protección, aunque evidenciaban la falta de lujos. La iluminación procedía de antorchas dispuestas en las paredes, cuya luz parpadeante proyectaba sombras danzantes sobre los rincones oscuros del lugar. Se dirigió con determinación hacia la mesa de madera en la que reposaba una gran cacerola, causante del sabroso olor que invadía la estancia. A su lado, una joven de piel rosada y cabellos dorados esperaba de pie cabizbaja con un plato ya servido en sus delicadas manos. A pesar de tener la misma edad que él cuando lo reclutaron, ella era la mayor de todas las presentes. Las demás permanecían alineadas contra la pared, erguidas y con los ojos clavados en el suelo. Nacer en una familia pobre que no podía mantener a otro hijo a menudo resultaba en la adopción bajo el manto de la iglesia. La institución se encargaba de buscarles un lugar en el que sacarles utilidad y, en el caso de las niñas, su función era servir y ser usadas para satisfacer a sus miembros.
Tras recoger su comida, Halden escudriñó las habitaciones que se extendían a lo largo de un pasillo sombrío, apenas iluminado por los débiles destellos provenientes de la habitación principal. Antes de retirarse, se cercioró de que podía relajarse durante unas horas, observando cómo la mayoría de sus compañeros esperaban en fila para recibir su ración de alimento. Mientras tanto, otros, incluido su hermano, se entretenían decidiendo con quién compartirían la noche. Con un ligero susurro de aprobación para sí mismo, Halden avanzó hacia la puerta más alejada del corredor. El cuarto resultaba diminuto, apenas suficiente para albergar una estrecha cama, un modesto escritorio con su sencillo taburete y un tímido espejo de pared. Las gruesas paredes de piedra, desprovistas de ventanas, obligaban a depender de un par de velas dispuestas sobre la superficie de trabajo para disipar las sombras que inundaban el espacio. Para el cruzado, sin embargo, aquella escena evocaba una sensación de acogedora comodidad. Después de una jornada agotadora, lo único que ansiaba era el reconfortante calor de un plato de cocido y el abrazo suave de un lecho mullido.
Apartó el plato de cocido, cuyos vapores aún danzaban en el aire, sobre el escritorio y procedió a despojarse de la pesada armadura. El yelmo, negro como el carbón más puro y adornado con puntas que semejaban una corona de espinas, fue la primera pieza de la que se desprendió. Las greñas castañas, descuidadas y sucias, cayeron sobre los hombros de Halden. Su barba oscura iba a juego con la suciedad que ennegrecía su tez, originalmente clara, pero ahora manchada por el sudor y el polvo que se había colado por los orificios de la celada. Sus ojos reflejaban agotamiento. El blanco que rodeaba el gris del iris se encontraba de un tono rosado por la fatiga. El sombrío semblante se veía reforzado por unas profundas ojeras, vestigios de un sueño interrumpido y un peso que apenas podía soportar.
Desató con parsimonia las correas que le aprisionaban pecho y hombros bajo el peso de la armadura. Cada placa de acero negro, marcada tanto por el combate como por la fe, fue retirada con delicadeza. Ornamentos religiosos y señales de rango se entrelazaban en el metal : un imponente Aelthorium se erguía en el centro del peto, irradiando autoridad divina; el emblema de la división militar de la Iglesia, un cáliz desbordante de espadas y enmarcado por espinas, se imponía sobre su corazón, recordándole su deber y lealtad; las hombreras, marcadoras de la cofradía y el rango, en su caso, exhibían una grotesca cabeza humana emergiendo con las cuencas de los ojos vacías y labios cosidos.
Cuando llegó el momento de quitarse el gastado gambesón, Halden vaciló. Con un movimiento sigiloso, se acercó a la pared, asegurándose de que nadie se dirigía hacia su habitación. Afuera, los golpes secos y gemidos apagados de otras habitaciones se mezclaban con el distante estruendo de platos y cacerolas chocando, señal de que las jóvenes sirvientas recogían el comedor. Con un suspiro, avanzó hasta situarse frente al espejo colgado en la pared. La penumbra de la habitación le confería un aire de solemnidad, casi como si estuviera a punto de realizar un ritual. Bajó la vista, sus dedos hábiles comenzaron a desabrochar las correas del gambesón. El cuero crujió en protesta, como si se resistiera. Dejó caer la prenda al suelo con un ruido sordo, desnudando su torso. Apretó los puños con fuerza y alzó la vista.
Aunque ya sabía lo que iba a ver, un escalofrío glacial le recorrió el cuerpo. Del centro de su pecho se extendía una oscura mancha, ennegreciendo e hinchando las venas que la rodeaban. Como raíces de un árbol condenado, se propagaban en todas direcciones, buscando regiones no afectadas para corromper. Pueblos enteros habían sido diezmados bajo la inflexible orden de purificar el reino de la blasfemia y la falta de fe simbolizadas por la oscura marca. Lo que al principio fueron casos aislados, con el paso de los años se convirtió en una epidemia incontrolable. La creación de la Cofradía de los Susurros Profanos representó la respuesta de la Iglesia para enfrentar y erradicar a los marcados herejes, una élite compuesta por los más devotos, íntegros y diestros de sus filas.
Los interrogantes se repetían sin cesar en la mente de Halden: ¿Por qué? ¿Acaso no he cumplido siempre con los deseos de Aelthor? ¿Puede mi fe no ser suficiente pura y fuerte ?" A veces sentía la necesidad de acudir a su hermano en busca de consuelo, aunque sabía que no lo encontraría. El hecho de formar parte de la Iglesia no le eximiría de recibir la máxima pena. Se sentía como una triste alma que deambulaba en soledad por una llanura infinita, cargando sobre sus hombros un peso tan abrumador que, tarde o temprano, le impediría avanzar y le derrumbaría en el seco pasto, sin nadie que le ayudara a levantarse ni con quien compartir la carga.
Un ensordecedor golpe en la puerta sacó a Halden de su letargo momentáneo. Con un movimiento brusco giró hacia el origen del sonido. La voz de Tristán, cargada de urgencia y tensión, resonó a través de la madera:
—¡Halden! ¡Han rodeado la ermita, sal ya!
El corazón de Halden latía con fuerza mientras se apresuraba a vestirse. La meticulosidad ritual de antes se había desvanecido, reemplazada por la prisa y la urgencia. Mientras se colocaba las últimas piezas, su mirada se desvió hacia el plato de cocido en el escritorio. El vapor había desaparecido, dejando un rastro de lo que había sido una promesa de calidez y sustento .
El marcado cruzado se enderezó, sintiendo el peso de la armadura bien ajustada. Con una última mirada a la sencilla pero acogedora habitación, salió al encuentro de su hermano. El pasillo se encontraba invadido por las siniestras figuras de sus compañeros. El ruido metálico de las armaduras inquietas y el crujido de los guantes al empuñar las armas añadían una capa de ominosa realidad a la situación. Con paso firme y con el mangual descansando sobre uno de sus hombros se acercó Tristán.
—Parecen campesinos, deben habernos seguido hasta aquí. —No se esforzaba en disimular su confiado semblante—. ¿Cómo se atreven? Sucias ratas armadas con palos… No dejaré ni uno con vida .
Varios murmullos y risas de aprobación acompañaron las declaradas intenciones del corpulento cruzado . Halden sintió una mezcla de inquietud y determinación al escuchar las palabras de su hermano. Colocándose a su lado y avanzado hacía el comedor le miró para comprobar que, a pesar de no verle el rostro, irradiaba un aura de confianza feroz, la misma con la que afrontaba cada misión y que tantas veces había inclinado la balanza a su favor cuando entrenaban de niños. Envidiaba y respetaba por partes iguales esa cualidad de Tristán. Sin embargo, no podía ignorar la sensación de que esta vez, algo era diferente. La marca en su pecho parecía arder con una intensidad hasta ese momento desconocida, como si estuviera acercándose a algo o alguien que reclamase su presencia.
2. Pesadilla
Las puertas de la ermita se abrieron con un chirrido, revelando un paisaje engullido por la noche que parecía huir de la luz que proyectaba la luna sobre el claro. Los cruzados, con Tristán y Halden a la cabeza, fueron saliendo uno a uno con paso firme y seguro. Los sentidos de este último estaban alerta, cada fibra de su ser preparada para el combate. Era la élite de la Iglesia, templado en innumerables batallas, y sentía una seguridad férrea en sus habilidades y en las de sus compañeros de armas.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la negrura del bosque, comenzó a distinguir figuras humanas mezcladas con los árboles y la maleza. La pobreza de sus ropas y las rudimentarias herramientas para tratar el campo que llevaban algunos confirmaban las suposiciones de su hermano.
—¡Para ser unos pobres campesinos le estáis echando muchos huevos! —rio Tristán—. ¿Seguro que no preferís volver a vuestros corrales?
Varios cruzados rieron, sus risas metálicas resonaron en el aire, pero este eco de confianza se desvaneció rápidamente. Los campesinos avanzaban lentamente, sin pronunciar palabra, y a medida que se acercaban, los detalles se volvían aterradoramente claros.
Halden se estremeció cuando un hedor nauseabundo, como de carne podrida y descomposición, llegó a sus fosas nasales, mezclándose con el crujir siniestro de las hojas bajo los pies de los atacantes. La revelación era de pesadilla: los campesinos eran espectros de carne putrefacta y huesos al descubierto. La piel, de un gris ceniciento mezclado con el marrón de la sangre seca, se adhería a sus cuerpos en jirones. Los que aún conservaban algún ojo presentaban una mirada vacía, pero fija y perturbadora, en el grupo de cruzados. Sus movimientos erráticos mostraban el grotesco balanceo de órganos descompuestos, repletos de larvas que se daban un festín repugnante.
El pulso de Halden se aceleró, no por miedo, sino por la repulsión que le provocaba la visión de esas criaturas. El asco lo recorrió como un escalofrío, endureciendo su resolución. A su alrededor, los otros cruzados parecieron congelarse por un instante, sus respiraciones entrecortadas detrás de los yelmos se volvieron más pesadas. Tristán, quien antes se había mofado con seguridad, ahora ajustaba su agarre en la maza, con movimientos firmes pero cargados de una nueva seriedad.
Uno de los cruzados se adelantó con determinación. Levantó su espada y la descendió con una fuerza implacable, hundiéndola profundamente en el pecho de un campesino pútrido que se encontraba a escasos pasos de él. La hoja, afilada como el filo de una guadaña, penetró la carne podrida del monstruo con un sonido sordo, atravesando huesos y órganos.
Para su horror, el cruzado se dio cuenta de que el cuerpo no cayó como esperaba. En lugar de desplomarse, la criatura emitió un gruñido bajo y gutural. Con una rapidez inesperada, las manos huesudas y descarnadas del espectro se alzaron, cerrándose alrededor del cuello de su verdugo con una fuerza brutal. Las uñas, largas y afiladas como garras, se hundieron en la carne, perforando la piel y haciendo brotar sangre que, como un río desenfrenado, resbalaba por la armadura, trazando surcos en su fría superficie.
El cruzado intentó retroceder, con su espada aún clavada en el pecho de la bestia, pero la criatura lo tenía firmemente inmovilizado. Cada intento de liberarse solo hacía que las garras se hundieran más profundamente. Desesperado, el cruzado soltó su arma y trató frenéticamente de desprender las manos del monstruo de su cuello. Sus dedos, ya débiles y temblorosos, apenas podían afectar el agarre mortal que lo estrangulaba sin piedad. Sus pulmones ardían como si estuvieran en llamas, y su visión se tornaba cada vez más borrosa.
—¡Ayuda! —rugió con un esfuerzo que sonó más a un gorgoteo—. ¡Por favor, ayudadme!
Sin embargo, sus compañeros, paralizados por la sorpresa y la impotencia, no sabían cómo responder. Nunca se habían enfrentado a una situación tan aterradora, ni habían tenido bajas en el campo de batalla. La confianza que antes mostraban se había evaporado, sustituida por un miedo crudo y palpable. Su meticulosa formación y su reputación de invencibilidad se desmoronaban ante la brutalidad de lo desconocido.
Halden observó la desesperación de su compañero con un nudo en el estómago. Cada grito de agonía y estertor del cruzado desgarraba la ilusión de invulnerabilidad que él y sus compañeros habían llevado como una segunda piel. La visión del hombre atrapado entre las garras de la monstruosidad lo llenaba de una mezcla de horror y desesperanza. La realidad de la situación se desplomaba sobre él con despiadada claridad, desmoronando la seguridad que antes consideraban indiscutible.
Cuando el monstruo finalmente dejó caer el cuerpo inerte del cruzado, un crujido seco y espantoso resonó en la noche. El cadáver yacía en un ángulo antinatural, con la cabeza desnuda colgando y los ojos abiertos en una expresión congelada de terror. La criatura, imperturbable, se desentendió del cadáver con una frialdad escalofriante. El impacto de la pérdida y el horror se asentaron como un peso implacable sobre los hombros de Halden.
El silencio que siguió estaba cargado de una tensión palpable. Tristán, notando el desánimo de sus compañeros se adelantó, tratando de recuperar el control de la situación. Aunque su voz era firme, Halden podía detectar una nota de inseguridad que su hermano hacía esfuerzos por ocultar.
—¡Vamos, malditos cobardes! —exclamó Tristán con un tono de brusquedad que pretendía infundir coraje—¡Recordad quiénes somos! ¡Recordad cúal es nuestra lucha!
En un movimiento sincronizado, los cruzados desenvainaron sus armas al unísono. El acero brillante de las espadas, el metal frío de las mazas y las afiladas puntas de las lanzas reflejaron los últimos restos de luz en la oscuridad. Una niebla, densa y húmeda, comenzó a serpentear entre los árboles, engullendo las figuras de los atacantes y sumiendo el paisaje en un halo fantasmagórico.
Tristán avanzó con una determinación feroz, su maza en alto y su cuerpo en tensión. A medida que se acercaba a la primera línea de los espectros, su voz retumbó en la oscuridad, cargada de una pasión implacable:
—¡Por Aelthor! ¡Que la luz divina guíe nuestro acero!
El grito de guerra de Tristán resonó como un trueno en la oscura noche, y en un instante, todos los cruzados lo siguieron, levantando sus voces al unísono en una explosión de fervor.
—¡Por Aelthor! —rugieron, sus voces entrelazándose en un coro de fe y furia.
El primer choque fue un estallido de violencia visceral y desesperación. Tristán arremetió con su maza con la fiereza y fuerza de un titán. El cráneo del primer espectro se desintegró en una nube de carne putrefacta y fragmentos de hueso astillado. Sin embargo, mientras el cuerpo se derrumbaba, los pedazos se resistían a la quietud, moviéndose con una voluntad oscura que desafiaba toda lógica. Los demás cruzados siguieron su ejemplo, desatando su furia en un despliegue de habilidad y fuerza.
Halden era un torbellino de agilidad y precisión. Su espada brillaba como un faro en la penumbra, trazando arcos luminosos mientras desmembraba a los seres putrefactos que se abalanzaban sobre él. Cada movimiento suyo era una obra de arte en el arte de la guerra; sus pasos eran fluidos, calculados, como si danzara entre la muerte misma. Un espectro se lanzó hacia él con un grito, pero Halden ya había anticipado su ataque. Con un giro elegante, evitó el embate, y con un movimiento rápido, su espada cortó limpiamente a través del torso de la criatura, abriendo un surco que dejó al descubierto vísceras podridas y órganos en descomposición.
Pero entonces la pesadilla se hizo evidente: los cuerpos mutilados no caían en la muerte. Los fragmentos cercenados seguían moviéndose. Cabezas decapitadas continuaban emitiendo lamentos ahogados desde el suelo, mientras los ojos vacíos parpadeaban. Brazos amputados se arrastraban por el terreno, aferrándose al fango ensangrentado en un intento inútil de volver a unirse a sus cuerpos destrozados. Las piernas, separadas de sus torsos, pataleaban en una danza macabra, esparciendo sangre y lodo a cada espasmo. Los troncos cercenados, aún dotados de brazos, se aferraban a las piernas de los soldados sagrados, trepando con una ferocidad primitiva.
A pesar de sentir cómo la marca en su pecho ardía con una furia creciente, Halden no se detuvo, su espada se movía con una ferocidad controlada, buscando siempre el siguiente punto de impacto. Su precisión era sobrehumana, cortando tendones, quebrando huesos, desgarrando carne con una eficacia despiadada. Cada tajo era una declaración de superioridad, un rechazo absoluto de la oscuridad que enfrentaba. A su alrededor, el campo de batalla se transformó en un abismo de carnicería, un charco inmenso de sangre y vísceras que engullía todo a su alrededor. Cada paso de los cruzados resonaba con un chapoteo húmedo, como si el suelo mismo fuera una extensión de la carne que habían destruido. El fango estaba saturado de órganos esparcidos, entrañas que latían débilmente, y extremidades que seguían retorciéndose en su agonía inmortal.
En el corazón de esa carnicería, la desesperación comenzó a apoderarse de las filas sagradas. Los putrefactos campesinos no podían ser aniquilados; sus cuerpos mutilados volvían a alzarse, una y otra vez, en un ciclo interminable de horror. El grupo de cruzados mostraba signos evidentes de agotamiento. La fatiga se reflejaba en cada movimiento lento y en cada respiración pesada. Mientras sus filas se reducían drásticamente, las hordas de atacantes no solo persistían, sino que parecían inagotables, surgiendo de la oscuridad con una resiliencia perturbadora.
En medio del caos, una presencia oscura emergió del bosque, imponiéndose sobre el pandemonio con una fuerza primigenia. Una anciana, cuya presencia imponía respeto y temor por igual, se alzó a lomos de una bestia monstruosa que dominaba el paisaje. El cuerpo de la anciana estaba envuelto en una túnica de piel curtida y pieles de animales, su aspecto era tan áspero como el entorno salvaje del que parecía haber surgido.
La bestia sobre la que montaba era un orgunt. Parecido a un oso, su cuerpo era una masa de músculos retorcidos, cubiertos por un pelaje oscuro y denso que parecía portar la noche consigo, envolviendo su entorno en una penumbra inquietante. Su tamaño era descomunal, sus patas semejaban troncos de árboles, y sus garras, largas y afiladas, podían desgarrar la roca misma. Los ojos del monstruo, profundos y brillantes como el carbón ardiente, irradiaban una inteligencia salvaje y una furia contenida.
La matriarca, desde lo alto de su montura, se movió con una autoridad que no requería palabras. Alzó una mano, y con ese simple gesto, el caos que reinaba en el campo de batalla se congeló en un instante. Los engendros, que hasta hacía un segundo eran una masa de violencia desatada, quedaron inmóviles, como si un poder insondable hubiera arrebatado su voluntad. El silencio que siguió fue denso, opresivo, como si el aire mismo hubiese sido vaciado de todo sonido y vida.
Los ojos de la matriarca, dos pozos infinitos de conocimiento y poder antiguo, se fijaron en Halden. En ese instante, un susurro helado penetró en su mente, arrastrándolo a un abismo donde el tiempo y el espacio se desvanecieron. El campo de batalla, con su horror y carnicería, se desintegró en una negrura infinita salpicada por pálidas estrellas, un vacío donde no existía nada salvo la presencia ominosa de la anciana.
Impresionante lectura. Admiró tus evidentes inspiraciones históricas, las cuales has logrado combinar con tu propia historia, toque y estilo, pero manteniendo creíble (por decirle de una forma) la atmósfera y el ambiente de la época, el cual era de un periodo de conflicto que verdaderamente moldeaba la filosofía de la iglesia en lo que respecta a la guerra. La guerra había pasado a ser percibida como una causa loable en comparación a una acción barbárica y denigrante, pero no por ello dejaba de ser una carga que atentaba contra quienes la libraban a esta, incluso si era librada en el nombre de la fe. Halen muestra esto en muchas facetas del texto/capítulo, lo cual es de lo más difícil de poder mostrar en una novela medieval influenciada por los siglos XI-XIV. ¡Te felicito!
Ya de lo que es la ortografía del texto como tal, y como a todos nos pasa, hay alguna que otra coma que quizás pudiera ser cambiada de lugar o, incluso, eliminada en favor de algún punto o un punto y coma. Pero, al final de cuentas, cosas como el uso de las comas llegan a ser subjetivas, incluso, por lo que no es que necesariamente estén mal posicionadas, sino que, por lo menos a mí, me cortó la fluidez de la lectura (no fueron muchas, y la que recuerdo estaba en los primeros párrafos). Quizás valga la pena revisarlas, quizás no. En realidad, ya será tu decisión.
Nuevamente, felicidades.
Excelente @Avra3 . Personalmente me parece que tu forma de escribir te mete dentro de la historia; eso es lo que a mi me pasó al leerla y es lo que me parece más importante a la hora de escribir. Mi enhorabuena.
Hola. Os dejo el enlace a mi último relato “Morgan, la Mujer Loca”. Es mi interpretación personal y adornada de una leyenda conocida como “Crazy Woman Morgan”. Una historia heroica y trágica sobre un fascinante suceso que tiene alguna parte de cierto. Espero que os guste.
¡¡¡Hola!!!
@Ki123
Y todas esas personitas maravillosas que en todos esos momentos me han apoyado en el proceso que estaba haciendo:
Hace mucho tiempo no escribo por aquí.
Peeeero, ayer (11/08/2024) fui al centro donde he estado 7 meses ingresado a recoger todas mis cosas.
Entre esas cosas hay una libreta de EL COMO ME HE SENTIDO DURANTE ESE TIEMPO.
La cuestión es:
Hay cosas MUY profundas e interesantes
¿Os gustaría que los publicará con una advertencia?
Ejemplo: TW, SUICIDIO…etc.
Os mando un abrazo. 🫶🏻
P.D:
DECIRME QUE SI QUE ME HACE ILUSIÓN JAJAJA
Merul y la profecía
Ángel Francisco Sánchez Escobar
A la chisporreante luz de la gran hoguera, Merul, el hechicero, enfundado en una capa de piel de jabalí, contó de nuevo la profecía de Onagar:
«Llegará un príncipe de las estrellas con su séquito y se llevará a la Gran Ciudad entre dos ríos a cincuenta hombres y cincuenta mujeres de las más puras y fuertes estirpes nandonitas. Ellos darán su aliento a los dioses y será el triunfo sobre la oscuridad».
La profecía seguía viva entre los miembros de la tribu que, a pesar del inusual gélido viento, la escuchaban atentos sin atreverse a aproximarse a la fogata a fin de calentarse. Le tenían un temor reverencial al fuego. Para Merul, que la había oído incontables veces desde pequeño, anunciaba un hecho inminente y, más que respuestas, buscaba confirmar sus propias ideas.
Cuando el chamán se disponía a continuar su charla, él le interrumpió.
—Merul, ¿qué significa para ti «dar su aliento a los dioses»? Nunca lo explicas.
Aunque estaban acostumbrados a los enfrentamientos entre ambos, los nativos miraron perplejos a aquel robusto y osado joven. El poder atribuido al hechicero les generaba miedo y obediencia a sus dictados. Creían que poseía la capacidad de comunicarse con los espíritus, curar enfermedades, predecir el futuro y lanzar maldiciones.
—Como bien sabes —puntualizó el chamán irritado—, la profecía viene de muy antiguo, desde los tiempos de Nandón y Nonta, nuestros primeros padres y descubridores del prodigioso fuego, aunque es evidente: los andonitas darán su aliento, su vida, por esos dioses venidos de fuera.
—Pero eso no tendría sentido —manifestó Merul, sin perder su natural sonrisa—. La predicción de Onagar no puede acabar en un mero sacrificio. ¿Por qué habla de hombres y mujeres y de «las más puras y fuertes estirpes nandonitas»? Tengo la certeza que mezclarán su sangre con la nuestra y, de algún modo, como semidioses, le auxiliaremos a combatir el oscurantismo en el que estamos ahora.
Entonces, de manera despreocupada, acercó las manos a las llamas como para entrar en calor con la intención de mostrar a sus congéneres que no sucedía nada. Los nandonitas reaccionaron con estupor. Por su tendencia a lo sagrado y misterioso, no solo veneraban el fuego, sino también los pedernales y las piritas de hierro con los que lo encendían. Habían visto los incendios causados por los rayos y deducían que bajaba de los dioses. Como disponía el hechicero, era tabú escupirle o extinguirlo. Si una choza se incendiaba, se dejaba que ardiese. Merul había intentado sin éxito convencerles de que no era un objeto de adoración. Tampoco aceptaban sus sugerencias de quemar los desechos para evitar enfermedades.
Aquel acto distendido de Merul, que contradecía sus ritos, enfureció aún más al hechicero, que trató de ridiculizarlo.
—No eres ningún mago para hablar con esa autoridad.
—Soy consejero del jefe de la tribu —replicó.
Se sabía que los consejeros tenían casi tanto poder como los brujos.
—Eras tú, el primogénito, quien debía haberse convertido en jefe de la tribu, pero te negaste.
Entonces, el hechicero esparció yerbas aromáticas en las llamas que empezaron a crepitar como si tuviera vida. Desprendían un fuerte olor a menta y arrojaban a las alturas ráfagas de refulgentes colores amarillo y naranja.
—No, no soy ningún mago, pero sé pensar —manifestó tranquilo, consciente de la superchería que el chamán acaba de hacer—. Además, no sabes las razones que me llevaron a negarme ni te las pienso decir.
—Tampoco quisiste contraer matrimonio pese a haber pasado las pruebas de iniciación —añadió Merul con sorna—. Y, en lugar de cazar y pescar con otros jóvenes, tu padre tuvo que relegarte a dormir fuera de las chozas de los hombres y obligarte a recoger plantas comestibles, frutos y granos junto con las mujeres. Tu hermano te salvó de esa deshonra.
Se oyeron algunas risas entre los más mayores, pero, aunque sus extrañas decisiones y forma de pensar se consideraban como actos de rebeldía contra las leyes de la tribu, era un joven querido y admirado en su clan por su fortaleza, inteligencia y carácter resuelto.
—Sea lo que sea, el príncipe vendrá de las estrellas, edificará su gran ciudad y se llevará a hijos e hijas de nuestra raza —intervino su hermano Rastán para mediar en la tensión creada—. Y no podemos saber cuándo se cumplirá.
—Intuyo que, más que la muerte, a los elegidos les aguarda un destino especial —insistió Merul, desoyendo las palabras pretendidamente ofensivas del hechicero.
—Onagar —prosiguió Merul su misiva, aún agitado— fue un líder espiritual venerado y respetado por nuestro pueblo y se erigió como caudillo de todas las tribus antes de la gran dispersión. Él nos ha traído la paz y guiado a la adoración de “El Dador del Aliento a hombres y a animales”.
—Pero, por desgracia, sus enseñanzas se están perdiendo y es forzoso que venga ya ese enviado. Y yo seré uno de esos cincuenta hombres —aseveró rotundo el joven.
Un murmullo corrió por todo los miembros del clan. Sus rostros de tono oliváceo denotaron sorpresa al igual que admiración y respeto. Conocían las aptitudes y enseñanzas de aquel joven aventurero y sabio. A sus veinticinco años, ya había diseñado herramientas para trabajar la madera e incluso ideado nuevos utensilios de pesca. Defendía el uso del fuego para cocinar los alimentos e incluso había logrado que su tribu dejara de comer carne cruda. Les hablaba del altruismo y de una sola Deidad como Onagar había impartido. Jamás habían visto ni oído nada igual. No dudaban de sus predicciones.
—¿Serías capaz de marcharte a esa ciudad y traicionar a tu hermano y a toda la tribu? —protestó Merul.
Notó la contradicción del chamán, pero se arrepintió de haber hecho tal afirmación en aquel momento. Era consciente de que su tribu, como decía la profecía, estaba emplazada entre dos ríos, el río fértil y el río rápido, pero había otros poblados con idéntica situación.
—Es cierto, Merul —manifestó su hermano—. No puedes dejarnos. Eres además nuestro representante en los trueques silenciosos, que tan cruciales son para nosotros. Esta noche tienes uno.
—Si fuese el caso, no lo haré hasta que no haya enseñado el oficio a otro hombre o incluso a alguna mujer —apuntó—. Las mujeres serían excelentes intermediarias.
Las propias nativas se asombraron de aquellas palabras. Pero nada les sorprendía de Merul.
—Ha llegado el momento de que nos retiremos —ordenó Rastán para evitar más polémicas—. Mañana hay que salir a pescar.
El chamán arrojó más yerbas sobre la lumbre. Dejaban el fuego encendido, seguros de que ahuyentaba a las fieras salvajes y les salvaguardaba de los espíritus.
En lugar de irse a dormir, Merul se dispuso a ir a uno de esos trueques entre distintas tribus. Cogió una antorcha y el fardo de los objetos que iba a intercambiar. Bajo la colina en la que se fabricaban las chozas, hechas con el barro y las cañas del río y las ramas de los inmensos bosques que les rodeaban. Vivían en zonas altas para evitar las enormes crecidas e inundaciones por las lluvias y el deshielo de las montañas del norte. Uno de los perros le acompañaba. No hacía mucho que se habían domesticado.
En estos trueques se intercambiaban pieles, objetos de artesanía, granos e incluso armas. Se realizaban siempre de noche, en un lugar neutral considerado sagrado y en el que debía reinar la paz. En una explanada, depositaba cada cual su mercancía y la tribu se alejaba; el otro grupo llegaba y, sí aceptaba el cambio, retiraba alguna y ofrecía otra a su vez, y así sucesivamente hasta alcanzar un acuerdo. Merul era muy hábil y con frecuencia, como aquella vez, conseguía un intercambio bueno y justo.
La tribu lo esperaría al amanecer y festejarían sus logros. Le gustaba ser útil a la tribu y lo seguiría siendo si era el elegido, aunque de otra manera. Caminó hacia el poblado contento, aunque sin dejar de pensar en el príncipe de las estrellas.
Hola a todos. Les dejo aquí un mero esbozo de lo que podría ser un fragmento de un capítulo de una idea que llevo teniendo en mente por un tiempo. No soy de España, por lo que puede que algunos modismos o expresiones sean diferentes. Espero les guste y tengan oportunidad de darme alguna critica constructiva.
Era una noche de recuerdos.
Esta vez se despertó al instante. La luz de la luna se habría paso por entre las copas de los árboles, el aire era fresco y limpio, y las hojas marchitadas en el suelo danzaban a la par del endeble viento que las sacudía del suelo. Había estrellas, muchas estrellas. Y también había nubes negras. La luna colgaba en el centro, y el cielo estaba tapizado por morado y negro. Era una nueva batalla por el control de las alturas; era la luz contra la oscuridad, la interminable guerra que se libraba en todo momento sobre el mundo desde el final de la Primera Harmonía. Eran colores y sombras intrincadas entre sí, compartiendo un mismo lienzo que representaba la verdadera cara del mundo. Una cara de guerra.
Era mejor ver al cielo que regresar a sus sueños, a sus pesadillas, a su tormento y tortura, concluyó Egron, batallando por mantener sus ojos abiertos. Pero el permanecer despierto no significaba que había terminado su propia batalla. La imagen todavía pendía en las costas de su mente, empujada por la marea de sus recuerdos hasta la orilla de sus sentimientos. Aquella noche eclosionaba de nuevo en él: las cuerdas por todas partes, las paredes rojas, el libro que jamás cambiaba de página; veía vestidos blancos y una lluvia de estrellas descendiendo al otro lado de la ventana, y a los Caminantescon sus picos engalanados por nieve observándolo desde sus tronos en el punto más alto de las montañas. Por un instante pensó que de verdad estaba allí de nuevo, que lo que veía estaba pasando en ese momento. Pero no era así. El silencio era pesado como en aquella noche, bien era cierto, pero lo que estaba viendo era el resultado de sus acciones, de sus errores, de la muerte que desde entonces formaba parte de él, aquella consorte que tanto conocía. Era la noche en la que todo cambió para siempre, la noche en la que lo perdió todo. Lo que veía era su trauma, traído del pasado al presente, forzándolo a revivir aquel lúgubre, negro momento una y otra vez.
Las estrellas batallaban contra las nubes, así como Egron batallaba contra sí mismo. Si algo era peor que un mal sueño, era un mal recuerdo. El problema es que uno iba de la mano del otro. Era imposible no pensar en lo soñado una vez despierto, así fuera por un breve instante. Las imágenes se arraigaban de nuevo en su corazón, en aquel insondable vacío que sentía desde aquella noche. Las cuerdas sostenían brazos, piernas y cabezas. La sangre en las paredes y piso se abría paso hasta cubrirlo a todo de rojo. Las estaba viendo, impotente, abatido y destrozado. Estaba cerca de ellas, de su familia. Pero no lo suficiente como para salvarlas. Egron el lento, pensó entre lamentos.
El cazarrecompensas sintió la necesidad de hablar con Lera de nuevo. Habían pasado ya un par de meses desde la última vez que cedió a sus deseos. O, mejor dicho, a su tragedia. Sabía que no debía hacerlo, pero ¿qué otra opción de verdad tenía? Si no lo hacía, estaría pensado en ellas en aquella noche durante todo el día, algo que estaba seguro de que no podría soportar. Si las recordaba de esa manera, sería solo cuestión de tiempo para que intentara quitarse su vida de nuevo. Solo que esta vez no fallaría. Pero parte de él sabía que todavía no era su momento de morir. Eso venía después.
Sería rápido. Solo la tenía que ver por un par de minutos, es todo. No hacía falta de más. Solo lo suficiente para sacar esas aciagas imágenes de su cabeza, para recordarlas a otras, a una serie de imágenes que se veía incapaz de poder recordar ahora. Si bien seguiría viendo a la muerte, la imagen de esta sería diferente; sería una que traería consigo diferentes recuerdos, recuerdos ilusorios capaces de entumecer el dolor que conllevaba dentro de sí por el trauma de aquel día, el día en que no pudo llegar a tiempo. Egron el inepto, pensó sintiendo al viento.
Debatió consigo mismo durante un largo tiempo. La respuesta de si debía hacerlo o no le era evidente, flagrante como las estrellas en el cielo. Para la magnitud de su misión, era mucho lo que estaría sacrificando para ver a su esposa de nuevo. Pero él sabía lo que quería, su corazón estaba decidido. Un sacrificio solo se llamaba así porque se renunciaba a algo; era como un intercambio. Era eso o caer en la miseria.
Y si caía en la miseria, Egron jamás podría cobrar su venganza.
El cazarrecompensas tomó su larga espada con cierta renuencia, consciente de lo que estaba haciendo. Se había prometido no tratar con los muertos de nuevo hasta que llegara el momento adecuado. Quién sabía qué clase de peligros le esperarían todavía en el resto de su viaje. La princesa Celeste, su única manera para poder dar con el hombre que asesinó a su familia, seguía desaparecida. Egron quizás tendría que enfrentarse a la ira de reinos enteros en su búsqueda por la niña perdida, aquella que todo el continente buscaba desde la caída de Éthoras. Egron necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir si quería cumplir con su parte del trato con Thomas Dellar. Eso significaba hacerse de aliados, de espadas que pudieran serle de ayuda en las batallas por venir; de su propio ejército, si se le podía llamar así a lo que él tenía. Había tan solo suficientes almas que podía encerrar dentro de su espada. Cada una contaba. Cada una podía acercarlo a la princesa. Cada una podía acercarlo al hombre que llevaba una década buscando. Eran espadas a su causa, como lo es la de un vasallo hacia la de un rey. ¿De verdad sacrificaría nuevamente a un alma para poder ver a su esposa de nuevo?
La respuesta era sencilla. Sí.
El maleficio reposaba sobre la punta de su lengua. Las palabras las había dicho ya una incontable cantidad de veces, pero eso no significaban que fueran fáciles de decir. Nunca era fácil hablar con los muertos, incluso si estos habían sido familia. Podía sentir su corazón acelerarse, martillar contra su pecho. El sudor que surcaba su frente era un arroyo frío encausado hacia sus labios. Sus manos temblaban. La muerte parecía abrazarlo de nuevo, su fiel consorte, siempre presente junto a él. La corrupción de la naturaleza comenzó a fluir por sus venas nuevamente, permitiéndole sentir su poder y acceder a los secretos del mundo una vez más.
El entornó se tornó gélido, y voces deprecando por ser liberadas plagaron sus oídos con llantos estridentes y agonizantes. “Egron…Egron…Egron…” Comenzaron a llamarlo, a suplicarle que las dejara libres. Las caras de todas esas almas aparecían ante él. Las caras de todos aquellos que habían muerto y residían dentro de su espada. Las caras de todos aquellos a los que Egron había privado de la verdadera muerte.
Egron enterró la espada sobre el suelo y se hincó sobre una rodilla, sujetando el pomo del arma con ambas manos y cerrando los ojos. “Divina Arte Maldita de la Muerte: Manipulación de Almas.”
El suelo tembló hasta agrietarse a su alrededor. Pájaros graznaron en lo alto, saliendo disparados hacia el cielo de las copas de los árboles que precipitaban sobre el cazarrecompensas. El viento se tornó afilado, y la oscuridad pareció ganar terreno sobre la luz en las alturas del cielo. Sintió su propia alma hundirse un poco más en su interior, robándole una bocanada más de la remanente vida con la que se movía. Egron el muerto, pensó retomando el aliento.
Egron dibujó en su mente a la cara que anhelaba ver. Y cuando abrió sus ojos: su esposa, Lera, estaba frente a él. Su piel era pálida, y sus ojos se veían vacíos. El viento no ondulaba a su hermosa cabellera bermeja. Y su vestido se disolvía como niebla a la altura de sus rodillas. Lera cogió una hoja del suelo, y volteó a ver a Egron.
“Hola, Egron,” dijo la muerte con una voz fría.
Era eso o la miseria
De momento, solo el leído el comienzo. Creo que hay ideas repetitivas con algunas incoherencias… la idea del viento fresco y limpio que luego es endeble… que hace que las hojas “dancen” --algo alegre–. Hay un buen fondo en esta bonita introducción, pero creo que si se reescribe tendrán más fuerza.
Tremendo. Esperaba que terminara en algo así como “y es aire cuando necesitas respirar” pero no, ese giro me ha llegado.
Tienes toda la razón, no me había dado cuenta de ello. Aprecio mucho tu comentario, y sin duda trabajaré en ello. Ojalá tengas la oportunidad de leer el resto.
Lo leeré, compañero, con gusto. Es que me vine a la playa unos días…
Sin prisas, ¡a disfrutar las vacaciones! Saludos.
Éstos dos capítulos ¿Es todo? Me gustaría saber si tienes pensado algo más o te gustaría que te diera mi opinión incompleta, basada sólo en lo que has compartido.
Hola @Noaaaaah espero que estés muy bien. Comparte. Yo le aviso a @Ki123 que estás de vuelta para que no pase desapercibida.
Te leemos
De momento es todo, pero está pensado para seguir desarrollando la historia, ahora mismo estoy con el capítulo 3. Me gustaría saber tu opinión aunque sea incompleta.
Mi opinión se dividirá en tres partes.
La primera es la personal. Tu historia no llamó mucho mi atención a un nivel individual. He leído a muchos autores de fantasía y siendo honesto, no hubo nada particularmente único o algo que resalte sobre todo lo que el mundo literario ofrece en estos momentos. Con esto no quiero decir que me haya parecido que lo que has hecho esté mal. Es mi opinión personal.
La segunda parte es más técnica. Tu escritura está muy bien repasada. Usas comparaciones e ilustras muy bien el ambiente. No resalto ningún error. Al tener un sólo personaje haces las cosas más simples. Es el método más llamativo a mi parecer, poder estar con alguien y saber lo que él sabe. Me parece una decisión inteligente. ¡Muy bien hecho!
Te enfocas en dilemas morales, fe y crueldad. Por eso no puedo darte una opinión completa, pero lo que has llevado ha sido bueno. Hay momentos donde la prosa se siente cargada. Utilizas frases largas que, aunque sé que quieres llenar de descripciones, hacen más peso en vez de ayudar. Busca un mejor equilibrio entre la acción y la descripción. También noto lo poco que usas los diálogos. No digo que esté mal, pero no sé si es tu estilo en este escrito (el personaje no habla) o una falencia.
Algunas transiciones son muy rápidas.
La tercera parte de mi opinión, me doy la libertad de editar un poco tu texto, y torcerlo como yo lo habría escrito. Claro que esto solo es mi mera opinión y la puedes pasar por alto.
La bestia sobre la que montaba era un Orgunt. (Parecido a un oso yo eliminaría esta similitud y describiría un oso), su cuerpo era una masa de músculos retorcidos…
Nombre propio para Orgunt, o no sé si te refieres a un animal, en cuyo caso está bien.
En el corazón de esa carnicería, la desesperación se apoderó de las filas sagradas. Los putrefactos campesinos no podían ser aniquilados; sus cuerpos mutilados volvían a alzarse, una y otra vez, en un ciclo interminable de horror. El grupo de cruzados respiraba con dificultad. Cada movimiento lento dejaba entrever la pesada carga de la fatiga. Mientras sus filas se reducían, las hordas de atacantes persistían inagotables, surgiendo de la oscuridad con una resiliencia perturbadora.
Se reduce el conteo de palabras. Se eliminan los casi (comenzó, parecían) por sus pares concretos. Eliminé algunos adverbios (drásticamente) por considerar que es innecesario.
Sin embargo, no podía ignorar la sensación de que esta vez, algo era diferente.
Me parece una frase algo trillada. Yo la eliminaría. Creo que queda bien porque mencionas mucho que la marca de su pecho ardía como nunca antes.
De manera general, todo pasa rápido. Iniciar una historia es difícil, sobre todo cuando es un mundo con tantas descripciones y religiones que tienen que ser explicadas. Yo jugaría un poco más con eso. Dando pistas, pero sin decir mucho. Esto lo has hecho bien.
En general, considero que tienes una buena idea y vas en buen camino para una buena ejecución. Si quieres más consejos no dudes en contactarme.
Y hagas lo que hagas, no dejes de escribir.